Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que
promuevan los derechos de la familia para el bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la
puerta siempre abierta, recibiendo a todos sin excluir a nadie.
Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la
Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las
familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a
Cristo, que es camino, verdad y vida.
Manifestamos nuestra admiración y gratitud por el testimonio cotidiano
che ofrecen a la Iglesia y al mundo con su fidelidad, su fe, su esperanza y su
amor.
Nosotros, pastores de la Iglesia,
también nacimos y crecimos en familias con las más diversas historias y
desafíos.
Como sacerdotes y obispos nos encontramos y vivimos junto a familias
que, con sus palabras y sus acciones, nos
mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades.
La misma
preparación de esta asamblea sinodal, a partir
de las respuestas al cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos
permitió escuchar la voz de tantas experiencias familiares.
Después, nuestro diálogo durante
los días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar
toda la realidad viva y compleja de las familias.
Queremos
presentarles las palabras de Cristo: “Yo estoy ante la puerta y llamo, Si alguno
escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap
3, 20).
Como lo hacía durante sus
recorridos por los caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los
pueblos, Jesús sigue pasando hoy por las calles de nuestras ciudades.
En sus
casas se viven a menudo luces y sombras, desafíos
emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La oscuridad se vuelve más
densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se insinúan el el mal y el pecado
en el corazón mismo de la familia.
Ante
todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y
de los valores, el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el
stress de una ansiedad que descuida la reflexión serena.
Se asiste
así a no pocas crisis matrimoniales, que se
afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo
sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del sacrificio.
Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas parejas, nuevas
uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares complejas y
problemáticas para la opción cristiana.
Entre tantos desafíos queremos
evocar el cansancio de la propia existencia. Pensamos en el sufrimiento de un
hijo con capacidades especiales, en una enfermedad grave, en el deterioro
neurológico de la vejez, en la muerte de un ser querido.
Es
admirable la fidelidad generosa de tantas familias que viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no
como algo que se les impone, sino como un don que reciben y entregan,
descubriendo a Cristo sufriente en esos cuerpos frágiles.
Pensamos
en las dificultades económicas causadas por
sistemas perversos, originados “en el fetichismo del dinero y en la dictadura
de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (Evangelii
gaudium, 55), que humilla la dignidad de las personas.
Pensamos
en el padre o en la madre sin trabajo,
impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en los
jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa de
la droga o de la criminalidad.
Pensamos
también en la multitud de familias pobres, en las
que se aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran sin esperanza por los desiertos, en
las que son perseguidas simplemente por su fe o por sus valores espirituales y
humanos, en las que son golpeadas por la brutalidad de las guerras y
de distintas opresiones.
Pensamos
también en las mujeres que sufren violencia, y son
sometidas al aprovechamiento, en la trata de personas, en los niños y jovenes
víctimas de abusos también de parte de
aquellos que debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y
en los miembros de tantas familias humilladas y en dificultad.
Mientras tanto, “la cultura del bienestar nos anestesia y […]
todas estas vidas truncadas por la falta de posibilidades nos parecen un
mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” (Evangelii gaudium, 54).
Reclamamos a los gobiernos y a las organizaciones internacionales que
promuevan los derechos de la familia para el bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta,
recibiendo a todos sin excluir a nadie.
Agradecemos a los pastores, a los fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las
heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.
***
También está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas
en los hogares de las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en
los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y
almas.
Esta luz,
en el compromiso nupcial de los cónyuges, se
enciende con el encuentro: es un don, una gracia que se expresa –como dice el Génesis (2, 18)
– cuando los dos rostros están frente a frente, en una “ayuda adecuada”,
es decir semejante y recíproca.
El amor
del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno necesita al otro para llegar a
ser él mismo, aunque se mantiene distinto del
otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que
expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: “Mi amado es mío y yo soy suya… Yo soy de mi
amado y él es mío” (Ct 2, 17; 6, 3).
El
itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el noviazgo, tiempo de la espera y de la preparación. Se
realiza en plenitud en el sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello,
su presencia y su gracia.
Este
camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran aun más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor
tiende por su propia naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la
persona amada (cf. Jn 15, 13).
Bajo esta
luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste
a pesar de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los
milagros más bellos, aunque también es el más común.
Este amor
se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el don
de la vida divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los hijos.
Es
también capacidad de ofrecer vida, afecto,
valores, una experiencia posible también para quienes no pueden tener hijos.
Las familias que viven esta aventura luminosa se convierten en un testimonio
para todos, en particular para los jóvenes.
Durante
este camino, que a veces es un sendero de montaña, con cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de
Dios. La familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y
mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas.
Además lo
vive cuando se reúne para escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del espíritu que se puede crear por un momento cada
día. También está el empeño cotidiano de la educación en la fe y en la vida
buena y bella del Evangelio, en la santidad.
Esta
misión es frecuentemente compartida y ejercitada por los abuelos y las abuelas
con gran afecto y dedicación. Así la familia se presenta como
una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de familias que es
la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son llamados a
convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios jóvenes.
Hay otra
expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la entrega, la cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las
personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de
las palabras del Señor: “Hay más
alegría en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Es una entrega de
bienes, de compañía, de amor y de misericordia, y también un testimonio de
verdad, de luz, de sentido de la vida.
La cima
que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y con el prójimo
es la Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la
familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros,
peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo
“será
todo en todos” (Col 3, 11).
Por eso,
en la primera etapa de nuestro camino sinodal, hemos
reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y sobre el acceso a los
sacramentos de los divorciados en nueva unión.
Nosotros, los Padres Sinodales,
pedimos que caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo. Entre ustedes late la
presencia de la familia de Jesús, María y José en su modesta casa.
También nosotros, uniéndonos a la
familia de Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las
familias de la tierra:
Padre, regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y
sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y
a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a
gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en
tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y
creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y
la misericordia.
Publicado por Wilson f.
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