«Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta,
recibiendo a todos, sin excluir a nadie», se lee en el Mensaje final de la
Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos. El documento
constata las dificultades que afrontan hoy la familia, ya sea motivada por
situaciones como el paro, la pobreza, las guerras o provocadas por la crisis de
fe y la mentalidad individualista. En este contexto, el Sínodo agradece a las
familias cristinas y las anima a seguir dando testimonio, «en particular para
los jóvenes», y les pide que «caminen con nosotros hacia el próximo Sínodo», en
octubre de 2015, tras el cual, se espera un pronunciamiento del Papa
Especiales web (18-X-2014)
MENSAJE DE LA III ASAMBLEA GENERAL EXTRAORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS
OBISPOS:
Los Padres Sinodales, reunidos en Roma junto al Papa Francisco en la
Asamblea Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, nos dirigimos a todas las
familias de los distintos continentes y en particular a aquellas que siguen a
Cristo, que es camino, verdad y vida. Manifestamos nuestra admiración y
gratitud por el testimonio cotidiano che ofrecen a la Iglesia y al mundo con su
fidelidad, su fe, su esperanza y su amor.
Nosotros, pastores de la Iglesia, también nacimos y crecimos en familias
con las más diversas historias y desafíos. Como sacerdotes y obispos nos
encontramos y vivimos junto a familias que, con sus palabras y sus acciones,
nos mostraron una larga serie de esplendores y también de dificultades. La
misma preparación de esta asamblea sinodal, a partir de las respuestas al
cuestionario enviado a las Iglesias de todo el mundo, nos permitió escuchar la
voz de tantas experiencias familiares. Después, nuestro diálogo durante los
días del Sínodo nos ha enriquecido recíprocamente, ayudándonos a contemplar
toda la realidad viva y compleja de las familias.
Queremos presentarles las palabras de Cristo: «Yo estoy ante la puerta y
llamo, Si alguno escucha mi voz y me abre la puerta, entraré y cenaré con él y
él conmigo» (Ap 3, 20). Como lo hacía durante sus recorridos por los
caminos de la Tierra Santa, entrando en las casas de los pueblos, Jesús sigue
pasando hoy por las calles de nuestras ciudades. En sus casas se viven a menudo
luces y sombras, desafíos emocionantes y a veces también pruebas dramáticas. La
oscuridad se vuelve más densa, hasta convertirse en tinieblas, cundo se
insinúan el mal y el pecado en el corazón mismo de la familia.
Ante todo, está el desafío de la fidelidad en el amor conyugal. La vida
familiar suele estar marcada por el debilitamiento de la fe y de los valores,
el individualismo, el empobrecimiento de las relaciones, el stress de una
ansiedad que descuida la reflexión serena. Se asiste así a no pocas crisis
matrimoniales, que se afrontan de un modo superficial y sin la valentía de la
paciencia, del diálogo sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y
también del sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas
parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones familiares
complejas y problemáticas para la opción cristiana.
Entre tantos desafíos queremos evocar el cansancio de la propia
existencia. Pensamos en el sufrimiento de un hijo con capacidades especiales,
en una enfermedad grave, en el deterioro neurológico de la vejez, en la muerte
de un ser querido. Es admirable la fidelidad generosa de tantas familias que
viven estas pruebas con fortaleza, fe y amor, considerándolas no como algo que
se les impone, sino como un don que reciben y entregan, descubriendo a Cristo sufriente
en esos cuerpos frágiles.
Pensamos en las dificultades económicas causadas por sistemas perversos,
originados «en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin
rostro y sin un objetivo verdaderamente humano«» (Evangelii gaudium, 55),
que humilla la dignidad de las personas. Pensamos en el padre o en la madre sin
trabajo, impotentes frente a las necesidades aun primarias de su familia, o en
los jóvenes que transcurren días vacíos, sin esperanza, y así pueden ser presa
de la droga o de la criminalidad.
Pensamos también en la multitud de familias pobres, en las que se
aferran a una barca para poder sobrevivir, en las familias prófugas que migran
sin esperanza por los desiertos, en las que son perseguidas simplemente por su
fe o por sus valores espirituales y humanos, en las que son golpeadas por la
brutalidad de las guerras y de distintas opresiones. Pensamos también en las
mujeres que sufren violencia, y son sometidas al aprovechamiento, en la trata
de personas, en los niños y jóvenes víctimas de abusos también de parte de
aquellos que debían cuidarlos y hacerlos crecer en la confianza, y en los
miembros de tantas familias humilladas y en dificultad. Mientras tanto, «la
cultura del bienestar nos anestesia y [...] todas estas vidas truncadas por la
falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera
nos altera» (Evangelii gaudium, 54). Reclamamos a los gobiernos y a las
organizaciones internacionales que promuevan los derechos de la familia para el
bien común.
Cristo quiso que su Iglesia sea una casa con la puerta siempre abierta,
recibiendo a todos sin excluir a nadie. Agradecemos a los pastores, a los
fieles y a las comunidades dispuestos a acompañar y a hacerse cargo de las
heridas interiores y sociales de los matrimonios y de las familias.
* * *
También está la luz que resplandece al atardecer detrás de las ventanas
en los hogares de las ciudades, en las modestas casas de las periferias o en
los pueblos, y aún en viviendas muy precarias. Brilla y calienta cuerpos y
almas. Esta luz, en el compromiso nupcial de los cónyuges, se enciende con el
encuentro: es un don, una gracia que se expresa -como dice el Génesis (2, 18)-
cuando los dos rostros están frente a frente, en una «ayuda adecuada», es decir
semejante y recíproca. El amor del hombre y de la mujer nos enseña que cada uno
necesita al otro para llegar a ser él mismo, aunque se mantiene distinto del
otro en su identidad, que se abre y se revela en el mutuo don. Es lo que
expresa de manera sugerente la mujer del Cantar de los Cantares: «Mi amado es
mío y yo soy suya... Yo soy de mi amado y él es mío» (Ct 2, 17; 6, 3).
El itinerario, para que este encuentro sea auténtico, comienza en el
noviazgo, tiempo de la espera y de la preparación. Se realiza en plenitud en el
sacramento del matrimonio, donde Dios pone su sello, su presencia y su gracia.
Este camino conoce también la sexualidad, la ternura y la belleza, que perduran
aún más allá del vigor y de la frescura juvenil. El amor tiende por su propia
naturaleza a ser para siempre, hasta dar la vida por la persona amada (cf. Jn
15, 13). Bajo esta luz, el amor conyugal, único e indisoluble, persiste a
pesar de las múltiples dificultades del límite humano, y es uno de los milagros
más bellos, aunque también es el más común.
Este amor se difunde naturalmente a través de la fecundidad y la
generatividad, que no es sólo la procreación, sino también el don de la vida
divina en el bautismo, la educación y la catequesis de los hijos. Es también
capacidad de ofrecer vida, afecto, valores, una experiencia posible también
para quienes no pueden tener hijos. Las familias que viven esta aventura
luminosa se convierten en un testimonio para todos, en particular para los
jóvenes.
Durante este camino, que a veces es un sendero de montaña, con
cansancios y caídas, siempre está la presencia y la compañía de Dios. La
familia lo experimenta en el afecto y en el diálogo entre marido y mujer, entre
padres e hijos, entre hermanos y hermanas. Además lo vive cuando se reúne para
escuchar la Palabra de Dios y para orar juntos, en un pequeño oasis del
espíritu que se puede crear por un momento cada día. También está el empeño
cotidiano de la educación en la fe y en la vida buena y bella del Evangelio, en
la santidad. Esta misión es frecuentemente compartida y ejercitada por los
abuelos y las abuelas con gran afecto y dedicación. Así la familia se presenta
como una auténtica Iglesia doméstica, que se amplía a esa familia de familias
que es la comunidad eclesial. Por otra parte, los cónyuges cristianos son
llamados a convertirse en maestros de la fe y del amor para los matrimonios
jóvenes.
Hay otra expresión de la comunión fraterna, y es la de la caridad, la
entrega, la cercanía a los últimos, a los marginados, a los pobres, a las
personas solas, enfermas, extrajeras, a las familias en crisis, conscientes de
las palabras del Señor: «Hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,
35). Es una entrega de bienes, de compañía, de amor y de misericordia, y
también un testimonio de verdad, de luz, de sentido de la vida.
La cima que recoge y unifica todos los hilos de la comunión con Dios y
con el prójimo es la Eucaristía dominical, cuando con toda la Iglesia la
familia se sienta a la mesa con el Señor. Él se entrega a todos nosotros,
peregrinos en la historia hacia la meta del encuentro último, cuando Cristo
«será todo en todos» (Col 3, 11). Por eso, en la primera etapa de
nuestro camino sinodal, hemos reflexionado sobre el acompañamiento pastoral y
sobre el acceso a los sacramentos de los divorciados en nueva unión.
Nosotros, los Padres Sinodales, pedimos que caminen con nosotros hacia
el próximo Sínodo. Entre ustedes late la presencia de la familia de Jesús,
María y José en su modesta casa. También nosotros, uniéndonos a la familia de
Nazaret, elevamos al Padre de todos nuestra invocación por las familias de la
tierra:
Padre, regala a todas las familias la presencia de esposos fuertes y
sabios, que sean manantial de una familia libre y unida.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.
Padre, da a los padres una casa para vivir en paz con su familia.
Padre, concede a los hijos que sean signos de confianza y de esperanza y a jóvenes el coraje del compromiso estable y fiel.
Padre, ayuda a todos a poder ganar el pan con sus propias manos, a gustar la serenidad del espíritu y a mantener viva la llama de la fe también en tiempos de oscuridad.
Padre, danos la alegría de ver florecer una Iglesia cada vez más fiel y creíble, una ciudad justa y humana, un mundo que ame la verdad, la justicia y la misericordia.
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