Divide y vencerás. Ésta frase fue
usada por Julio César en sus batallas contra los galos, a los que opuso entre
sí para poder vencerlos. ¿Quién no recuerda aquí a aquella aldea de
irreductibles galos que resisten ahora y siempre al invasor, la aldea de
Astérix y Obélix? No, no se me ha ido la olla. Esto que escribo tiene su
sentido. Y aplicado a nosotros. Pero este es blog cristiano, convendría buscar
una frase del Evangelio que concuerde con lo que intento decir: “Él, conociendo
sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado,
y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir" (Mt 12,
25). Esto Jesús lo dijo refiriéndose a Satanás, cuyo reino no está dividido,
porque si no, no podría subsistir. Pero acaso podríamos ver en esta frase del
Maestro una advertencia para nuestra Iglesia del siglo XXI.
La existencia en la Iglesia de
grupos, movimientos, congregaciones, espiritualidades, es una de nuestras mayores
riquezas, ya que cada una de estas realidades nos enseña un modo de vivir la
fe, un acento particular, unas expresiones originales que renuevan y vivifican
a la Iglesia. Jesús está vivo, y el Espíritu Santo actúa, y no permite que la
Iglesia se anquilose y paralice, presa de antiguas estructuras y del clásico
adagio “siempre se ha hecho así”. Surgen nuevas inquietudes, nuevos métodos
evangelizadores, nuevos modos de vivir la fe, que, insisto, son una riqueza y
una expresión de la multiforme gracia de Dios. Pero Satanás lo sabe, y teme
esta renovada fuerza que invade a su enemigo, la Iglesia; y por eso hace como
Julio César: dividir al enemigo y enfrentarlo, para debilitar su eficacia. Y
eso pasa hoy en nuestra Iglesia. Tenemos la tendencia a pensar que nuestro
movimiento, nuestra espiritualidad, o nuestro modo de hacer las cosas son los
mejores, el clímax de la evangelización o de la vida cristiana; tendemos a
pensar que “los de fuera” son unos pobrecillos que hacen lo que pueden en sus
comunidades cristianas, pero que si conocieran la nuestra, dejarían lo
imperfecto para abrazar lo perfecto; a veces es peor: pensamos que nuestro
movimiento es el súmmum de la perfección y que no todos pueden pertenecer a él,
sino sólo los elegidos (así me decía una vez un miembro de un movimiento: “la
gente de las parroquias es la clase de tropa, pero los que estamos en mi
movimiento somos la clase de élite”).
Además, no pocos movimientos y
comunidades hacen como el pueblecito de Astérix: se imaginan como los únicos
que mantienen la pureza de la fe y ven en los demás enemigos de los que
defenderse a capa y espada, o que no les comprenden; o peor, ven cualquier leve
crítica a su modo de hacer las cosas como una oportunidad mistificada y
espiritualizada de ser crucificados por su fidelidad a la verdad, pero sin
hacer caso de la corrección que se les plantea. Cada vez hay más cristianos
hartos de tanta división y que no cuajan en ninguno de esos movimientos, que,
por cierto, las más de las veces se dedican a pescar en pecera ajena. Otros,
católicos, desprecian hasta tal punto su Iglesia que ven con mejores ojos a las
iglesias separadas que a la Católica, por su aparente actualidad y libertad de
estructuras jerárquicas opresoras. Otros se encierran en sus movimientos, y
otros desprecian a todos los movimientos. Hay jóvenes de parroquia y jóvenes de
movimiento; espiritualidad diocesana y movimientil; curas favorables a y curas
en contra de.
¡Pero vamos a ver, basta ya!
¿¡Esto qué es!? Si alguno habéis visto la escena del Señor de los Anillos en
que, en el Concilio de Elrond en Rivendel, Frodo pone el anillo en medio del
patio y empieza una ardua y estéril discusión, os podréis imaginar los que está
pasando ahora. La Iglesia, dividida en bandos absurdos, se enfrenta en guerra
civil, mientras el diablo se sienta y coge una bolsa de palomitas para
disfrutar del espectáculo. Hermanos, ha llegado la hora de unir nuestras
fuerzas, de dejar de ver lo que nos separa para ver lo que nos une, de no
encerrarnos en los intereses de nuestras comunidades para ver el interés de la
Iglesia universal; ha llegado el momento de dejar de mirar con suspicacia,
recelo o compasión a los que no pertenecen a nuestra sensibilidad eclesial;
todos hemos de unir nuestras fuerzas y poner en común nuestras riquezas, al
servicio de la tarea urgente que atañe a toda la Iglesia en este tiempo, la
tarea para la que existimos y de la que se nos pedirá cuentas: ¡EVANGELIZAR! A
tiempo y a destiempo, de un modo o de otro, con una sensibilidad u otra,
evangelizar. Sin mirar cómo lo hace éste o cómo lo deja de hacer estotro, sin
mirar si este es de los míos o no, si éste expone el santísimo y canta, o aquel
sale a la calle e invita a cenar. No se trata de hacer algún acto externo, es
la jerarquía quien debe hallar el modo correcto en que se expresen las
diferentes sensibilidades cristianas; se trata de una actitud interior:
recordar que uno sólo es nuestro Padre, y que todos somos hermanos; y no llamar
a nadie padre (fundador) nuestro en la tierra. No debemos lealtad a nadie, a
ningún movimiento, estructura o ideología religiosa, sino a Jesucristo; no
debemos encerrarnos en nuestro modo de hacer, ni cerrarnos a que otros nos
aporten algo; no debemos temer dejar nuestra comunidad para entrar en otra,
pues todo es la Iglesia.
Recuerdo
en que una vez un amigo que iba a dejar su movimiento, fue a hablar con el
superior, quien le dijo: “ahí tienes la puerta: eliges tu condenación”.
Recuerdo también a otro amigo, a quien, cuando no quiso ceder a las presiones
de los dirigentes de su grupo, se le dijo: “Sales de este grupo, y nosotros nos
sacudimos el polvo de las sandalias. ¡Tiembla, tiembla”. ¡Más habríamos de
temblar nosotros cuando obramos sin misericordia y ponemos riendas a la acción
de Dios y a la eficacia de su obra! Hermanos, dejémonos de divisiones, y seamos
humildes. Lo nuestro no es lo mejor: es lo que más nos vale a nosotros, pero no
es la verdad. Sólo hay un camino, una verdad y una vida: Jesucristo. Que cada
uno sea fiel a Él y a la Iglesia en su grupo particular; pero que la fidelidad
a nuestro grupo no nos ciegue para ver la verdad, que subsiste en la Iglesia
católica, pero no sólo en nuestro movimiento. Si unificamos nuestras fuerzas y
nos unimos para evangelizar, quien temblará será Satanás, al ver derruirse su
reino ante la fuerza de un pueblo unido por el amor, que con su comunión da
testimonio del amor de Dios, que es quien salva al mundo.
Jesús
María Silva Castignani
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