(354-430). Obispo de Hipona.
Es Patrón de los que buscan a Dios, de los teólogos, y os dedicados a la
imprenta.
Uno de los cuatro doctores originales de la Iglesia Latina. Conocido
como
Aclamado Doctor el 20 de
septiembre de 1295 por el Papa Bonifacio XIII. Se celebra su Fiesta el 28 de
agosto.
Aparece frecuentemente en la
iconografía con el corazón ardiendo de amor por Dios.
Nació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona.
Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo. Está entre los Padres más influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año 430.
San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba
bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que
Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta
posición, pero no ricos.
El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta
de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios
hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una
hermana que consagró su virginidad al Señor.
Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el
bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó
arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una
vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en
sus "Confesiones", que
comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica.
Dicha obra, que hace las delicias
de "las gentes ansiosas de conocer
las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no
fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la
misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los
contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía.
Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido
en la fe, de modo que el mismo Agustín que
cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo
todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y
el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la
costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo
recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días,
vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera
profanación de ese sacramento.
"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que
en la infancia me parecían totalmente inútiles
y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método
ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino
nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios
porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la
gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para
hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo
se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y
por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo,
desobedeciendo así a sus padres y maestros.
Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en
la escuela; sus padres y maestros se reían de
su miedo. Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo,
ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el
nombre de ´negocios´ . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los
castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender
rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos
peores".
El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y
observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia,
"se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y
más envidioso que un niño al que otro vence en el juego".
Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en
conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan
los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los
gramáticos". Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a
Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto
por los poetas latinos.
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto
se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio,
aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó
arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia
de alma, como lo reconocían sus propios compañeros.
No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle
fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado
Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus
estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió
de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores
cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y
penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo.
Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble,
angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico
y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el
principio de todo mal.
La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos
males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo
hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo
lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el
nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y
retórica en Tagaste y Cartago. Entre
tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había
anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no
cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una
discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse
de la secta.
El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su
madre tratase de retenerle en África. En la
Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de
los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus
servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de
retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto.
Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto
porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su
erudición.
Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para
satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más
inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir
impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las
obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero
Dios y Jesucristo me mostró el camino".
Santa Mónica, que le había seguido a Milán,
quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al
África y dejó al niño con su padre.
Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la
continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia
católica , pero la dificultad de
practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por
otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían
convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a
cooperar con la gracia de Dios.
El santo lo expresa así: "Deseaba
y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas
exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad.
El Enemigo se había posesionado
de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo
movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de
la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había
creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me
mantenían en cruel esclavitud.
Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto
plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía
encadenado … Nada podía responderte cuando me decías: ´Levántate del sueño y
resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte,
repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino
palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía:
´Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese ´pronto´ no
llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el ´poco tiempo´ se convertía
en mucho tiempo".
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de
Victorino, el profesor romano
neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo
Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano.
Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano
les habló de la vida de San Antonio y quedó
muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió
la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida
de San Antonio.
Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades
y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había
pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la
concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo
pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable.
Te decía yo, pues: ´Concédeme la gracia de la castidad, pero
todavía no´; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto
y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese
satisfecha y no extinguida".
Avergonzado de haber sido tan
débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano:
"¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y
nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos
en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes
nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no
avanzar por él".
GRACIA DIVINA QUE TODO LO PUEDE
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de
sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la
casa.
Agustín era presa de un violento
conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la
castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos.
Y Levantándose del sitio en que
se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta
cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!"
Y se repetía con gran aflicción:
"¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no
voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se
repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la
casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee).
Agustín empezó a preguntarse si
los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo
recordar ninguno en el que esto sucediese.
Entonces le vino a la memoria que
San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio.
Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar
y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de
San Pablo.
Inmediatamente lo abrió y leyó en
silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la
embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia:
poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la
concupiscencia".
Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio
todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo:
"Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el
texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al
punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es
capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable".
La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando
Agustín tenía treinta y dos años.
EN LAS MANOS DEL SEÑOR
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa
de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había
prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo
Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde
vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio
y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él.
Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus
sentidos, dedicado a orar con gran
humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de
convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado
tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre
nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba
contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las
cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí.
Pero tú me llamaste. me llamaste
a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por
penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento
de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los
tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida
feliz" y "Sobre el orden", se basan en las conversaciones que
Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.
NUEVA VIDA EN CRISTO
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo,
junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien
tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año,
Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y
algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387.
Agustín consagra seis conmovedores
capítulos de las "Confesiones"
a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre
de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos,
olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas
obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos
con sus discursos y escritos.
El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y
cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque
Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de
Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a
dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la
iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y
otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según la regla de los
santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto
impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín.
En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un
predicador, a cuyos sermones asistían; pero en
el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de
predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el
santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi
cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron
escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes.
En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el
maniqueísmo y los comienzos del donatismo y
consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los
mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de
ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil
encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
OBISPO DE HIPONA
El año 395, San Agustín fue
consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el
santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la
vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes,
diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se
atuviesen a las reglas.
Por otra parte, no admitía a las
órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su
biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y
limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas;
los platos eran de barro o de madera.
El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el
uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante
las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos
los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa
Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la
forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por
los Apóstoles".
El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera
"abadesa", escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos
de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la
llamada "Regla de San
Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos
canónigos y canonesas regulares.
El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el
socorro de los pobres.
Posidio refiere que, en varias
ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes
lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y
sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año
a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer
deudas para ayudar a los necesitados.
Su caridad y celo por el bien
espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo
Moisés o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros".
"¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo?
Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi pasión,
mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el
de San Agustín. Se mostraba amable con los
infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a
comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con
severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás
olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las
injusticias sin excepción de personas.
San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes
ciertos pecados que, en caso de oponerse
abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas
de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en
la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse
obligado a salir demasiado.
Generalmente, la correspondencia
de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y
su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de
San Agustín.
En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la
reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa;
pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde
centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para
hacerlo con mayor devoción.
En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de
su esposo, diciéndole que no se vista de
negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la
alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo.
También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas
razonables, particularmente en la educación
de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa.
En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la
consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran
en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los
Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era
muy paciente, se dio por ofendido.
San Agustín le escribió: "Os
ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo
necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio,
Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo".
El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en
esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por
amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es
la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el
triunfo".
LA VERDAD ANTE EL ERROR
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica
contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas,
quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de
Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían
conferir válidamente ningún sacramento.
Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los
católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la
ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los
católicos ganaron terreno paulatinamente.
Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo
prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios.
El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender
a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el
emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al
principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a
la pena de muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los
católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo.
Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre alto y
gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman que era
irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado
original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como
consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo
era un mero título de admisión en el cielo.
Pelagio pasó de Roma a Africa el
año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago
condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero
desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y
sermones.
A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado
contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de
la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas
a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la
virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza".
Desgraciadamente Pelagio se
obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie
de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la
Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo.
En las “Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera
humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en
las "Retractaciones",
expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios.
En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió leal y
severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas.
A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de
la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al
pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue
efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución,
los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos.
El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en desgracia de la regente
Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín
escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde
trató de reconciliarse con Placidia.
Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama,
describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su
paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los
habitantes que no lograban huir, morían asesinados.
Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La
misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse,
porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por
otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo
sacerdote a quien pedírselos.
Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna.
De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran
Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se
refugiaron también San Posidio y varios obispos de los alrededores. Los
vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante
catorce meses. Tres meses después de establecido, San Agustín cayó presa de la
fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su
muerte.
Desde que había abandonado el mundo,
la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última
enfermedad, el santo habló de ella con gozo:
"¡Dios es inmensamente misericordioso!"
Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio
recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo
que agonizaba, según cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo
hacer nada por ti".
El santo escribió entonces: "Quien
ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El.
Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de
encontrarnos con El, deberíamos cubrirnos de
vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que
escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los
cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo.
San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en
tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros.
Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma:
"Yo
sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a
Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que
rogase y los malos espíritus los dejaron libres".
TARDE TE AMÉ – SAN AGUSTÍN
TARDE TE AMÉ – SAN AGUSTÍN
Tarde te amé, oh Hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te
amé! He aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera de mí mismo. Te buscaba
afuera, me precipitaba, deforme como era, sobre las cosas hermosas de tu
creación. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo; estaba retenido lejos de
ti a través de esas cosas que no existirían si no estuvieran en ti. Has clamado, y tu grito ha quebrantado mi sordera; has brillado, y tu
resplandor ha curado mi ceguera; has exhalado tu perfume, lo he aspirado, y
ahora te anhelo a ti. Te he gustado, y ahora tengo hambre y sed de ti; me has tocado, y ardo
en deseo de la paz que tú das. Cuando todo mi ser esté unido a ti, ya no habrá para mí dolor ni fatiga.
Entonces mi vida, llena de ti, será la verdadera vida. Al que llenas tú, lo
aligeras; ahora, puesto que todavía no estoy lleno de ti, soy un peso para mí
mismo… ¡Señor, ten piedad de mí! Mis malas tristezas, luchan contra mis buenos gozos; ¿saldré victorioso
de esta lucha? ¡Ten piedad de mí, Señor! ¡Soy tan pobre! Aquí tienes mis heridas, no te las escondo. Tú eres el médico, yo soy el enfermo. Tú eres la misma misericordia, yo soy miseria.
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