lunes, 21 de julio de 2014

MUJERES EN LA IGLESIA


Hace unos meses hice un viaje profesional para participar en un congreso y visitar varios colegas en Australia. De camino, mi vuelo hizo escala en Singapur, uno de los estados más prósperos del ya de por sí muy dinámico Sureste asiático. Afortunadamente, la escala fue larga, lo que me permitió salir del aeropuerto para poder asistir a la Santa Misa, que de otra forma hubiera perdido ese día. Ya había localizado una iglesia no muy lejos del aeropuerto (en el sector Este de la ciudad), y tuve suerte de que el vuelo llegara puntual y los trámites de entrada fuera razonablemente rápidos, así que llegué justo al inicio de la ceremonia. Me llamaron la atención tres cosas: la gran cantidad de gente que estaba en misa, un día de diario, en un país que es famoso por trabajar muchas horas; que había gente de todas las edades, también jóvenes, lo que confirma que la Iglesia católica se expande en países donde hasta hace unas décadas era una exigua minoría; y, finalmente, que la mayor parte de los que asistían a la Santa Misa eran mujeres. Al terminar, una de ellas me invitó a hacer un rato de oración en una pequeña capilla que tenían en el piso de arriba: también eran mayoría las mujeres.

En todos los países que visito hay personas en las iglesias de toda edad y condición, pero siempre las mujeres son mayoría, a veces muy abultada. ¿Por qué? Me permito dar una sencilla explicación, que naturalmente no he contrastado con ningún experto en la materia, si es que alguno hay. Me parece que las mujeres son más religiosas por naturaleza porque son más generosas, porque están más abiertas a la vida (ellas, por naturaleza, reciben la vida y dan la vida), porque saben mirar a los demás con cercanía, con cariño maternal, porque son más espirituales, porque disfrutan con regalos que no tienen ninguna utilidad (las flores), porque necesitan sentirse queridas y necesitan querer.

Tantas veces se dice, recogiendo uno de los múltiples tópicos poco meditados sobre la Iglesia, que la mujer no tiene ninguna importancia, porque no puede mandar, porque no puede ser obispo o sacerdote, como si el liderazgo en la iglesia viniera solo por la autoridad. ¿Quién tiene más liderazgo, quien es más reconocido por el pueblo cristiano, la Beata Teresa de Calcuta o el Papa Pablo VI? ¿Quién ha tenido más influencia, la Virgen María, Madre de Jesús, o cualquiera de los múltiples Papas o fundadores de órdenes religiosas? ¿Por qué, si no tienen ningún protagonismo, incluimos en nuestras plegarias diarias a las primeras mártires: Perpetua y Felicidad, Agueda, Lucia, Inés, Cecilia y Anastasia? ¿Por qué veneramos con cariño y acudimos a la intercesión de Santa Brígida, Santa Edit Stein, Santa Catalina de Siena, Santa Teresa de Ávila, o Santa Teresa de Lisieux?

Si, ciertamente, la mujer tiene un papel fundamental en la Iglesia, también en el retorno de quienes la han abandonado: a la mujer cristiana corresponde mostrar el rostro amable de Dios en tantos ambientes, evitando a la vez ser cómplice de la degradación moral y humana que ciertas estructuras perversas intentan imponer en el mundo. Creo que es clave extender una visión más maternal de las relaciones humanas, sociales y económicas, para hacer este mundo más humano. La familia, en casi todos los países del mundo, es la institución más valorada en las encuestas, por encima de cualquier grupo religioso, deportivo, político o social. Una razón clave, a mi modo de ver, es la primacía del amor en las relaciones familiares. Por encima de otros intereses, cada uno es valorado en su familia simple y llanamente por lo que es, y no por lo que tiene o lo que sabe, y cada uno es amado de modo personal, con sus peculiaridades. No cabe duda que el núcleo de la familia es la madre, bien lo experimentamos los que hemos perdido la nuestra, porque ellas saben siempre unir, suavizar discordias, aliviar la polémica. Subrayar ese papel maternal en todas las relaciones humanas nos hará concebirlas en un tono más positivo, más generoso.

El individualismo de la sociedad occidental, que lleva a la exclusión de los menos capaces; el materialismo, que pone por encima el beneficio del bien último de la persona; el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, por encima del derecho y la justicia, son síntomas de una civilización que requiere nuevos resortes. Imbuirla de un sentido más solidario, más maternal, puede ser parte de la nueva cultura cristiana que es preciso construir. Por ejemplo, la amplísima mayoría de mujeres en tareas de voluntariado da testimonio de esta capacidad de darse a otros, de atender a quien más lo necesita, de concretar los grandes proyectos en personas singulares, que tanto necesitamos para cambiar los patrones económicos y culturales de nuestra sociedad occidental.

Una madre no abandona a un hijo menos capaz, sino que sabe sacar de cada uno lo mejor de sí mismo, sabe perdonar y a la vez mostrar justicia, sabe animar sin ser imprescindible, sabe rezar y enseñar a rezar. El testimonio de las mujeres cristianas, tan vivo en las figuras de Teresa de Calcuta, Teresa de Lisieux, Francisca Javiera Cabrini, o Josephina Bakkita, sigue alentando a la Iglesia, con una fuerza vital insustituible. Ojalá lo siga siendo, ojalá sepamos escuchar ese mensaje y hacerlo más presente en nuestras vidas.

Emilio Chuvieco Salinero

No hay comentarios:

Publicar un comentario