Partiendo de la lista de carismas que da el
profeta Joel, citada por San Pedro en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, vemos que el profeta promete que cuando se derrame el Espíritu
Santo sobre toda carne "profetizaran vuestros hijos e hijas" (Hch
2, 17). Éste carisma es mencionado por San Pablo en las dos listas
carismáticas que ofrece en sus cartas, llamándolo simplemente “profecía” o
“don de profecía” (1 Cor 12, 7 – 11; Rm 12, 6 – 8). Cuando se habla de
“profecía” o “profetizar” habitualmente nos viene a la cabeza la imagen de
una persona que predice lo que va a suceder en el futuro, como una especie de
adivino; incluso en las películas se habla de la “profecía” como un vaticinio
predicho de antemano. Sin embargo, para comprender bien qué es el carisma de
profecía es necesario acudir al sentido original del término griego profemí,
que significa simplemente "hablar de parte de".
En ese sentido, los profetas del Antiguo Testamento
hablaban de parte de Dios y anunciaban al pueblo lo que Dios quería de ellos,
las palabras que Dios les inspiraba para la conversión del pueblo; y también
en ese sentido a veces profetizaban cosas que iban a suceder o que podían
suceder dependiendo de la actitud del pueblo. En este sentido es famosa la
profecía de Isaías en qué promete que la Virgen concebiría y daría a luz un
hijo, y le pondría por nombre Emmanuel (Is 7, 14). De hecho, una de las cosas
que distinguían en el Antiguo Testamento los falsos profetas de los
verdaderos, era precisamente que su palabra se cumplía: “«¿Cómo sabremos si
una palabra la ha dicho el Señor o no?» Si ese profeta habla en nombre del
Señor, y lo que dice queda sin efecto y no se cumple, es que el Señor no ha
dicho tal palabra; el profeta lo ha dicho por presunción; no le tengas miedo”
(Dt 18, 21 – 22). Los profetas que hoy consideramos canónicos, lo fueron
porque se cumplieron las cosas que profetizaban. Por eso se suele entender la
profecía como predicción, pero en realidad el sentido profundo del término es
hablar de parte de Dios, hablar en su nombre. De hecho, en los profetas de la
Biblia encontramos muy pocas predicciones, y sin embargo, hallamos largos
capítulos en que Dios denuncia al pueblo sus pecados y les invita a la
conversión. Por eso en tantos pasajes de la Escritura encontramos textos en
los que a través del profeta Dios habla en primera persona, con la expresión
"oráculo del Señor" intercalada en el texto, para dejar claro que
es Él quien habla: "Por eso, profetiza. Les dirás: «Así dice el Señor
Dios: He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas,
pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Dios
cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío.
Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro
suelo, y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo haga, oráculo del Señor»” (Ez
37, 12 - 14) Los profetas tenían una relación especial con Dios, a quien eran
capaces de escuchar, y en cuyo nombre eran capaces de hablar, incluso en
primera persona. El carisma profético fue derramado en algunas personas
concretas del Antiguo Testamento para misiones concretas, como sucedió con
Elías, Isaías, Ezequiel, etcétera.
Pero el texto de Joel que hemos citado promete
que profetizarán todos los hombres sin distinción de sexo, edad, de casta o
vocación. Efectivamente, la doctrina de la Iglesia nos dice que por el
bautismo, todos somos ungidos como sacerdotes, profetas y reyes. En este sentido,
todos estamos llamados a hablar de parte de Dios, a transmitir su palabra y
sus mensajes a los hombres de nuestro tiempo, dentro y fuera de la Iglesia.
En concreto el carisma de profecía al que se refiere el profeta Joel y
también al que se refiere el apóstol San Pablo, es un carisma que puede
recibir cualquier bautizado para edificar y exhortar a la comunidad. En ese
sentido, el carisma de profecía se da cuando alguna persona recibe el don de
hablar de parte de Dios, recibe un "mensaje" de Dios que expresa en
primera persona. Evidentemente, no hay que entender esto ni como que Dios
posee a la persona para dar un mensaje, ni tampoco como que Dios dicta a la
persona lo que debe decir, puesto que, como nos dice la Iglesia en el
Concilio Vaticano II, la revelación ya ha terminado, y no se ha de esperar
ninguna revelación pública del Señor hasta la segunda venida de Cristo (DV
4).
Dios puede poner en el corazón de una persona una
moción o inspiración acerca de algo que quiere transmitir a una persona o a
la comunidad, y esta persona expresa esa moción o inspiración con sus
categorías, con sus palabras y con sus expresiones. Por eso San Pablo exhorta
a los corintios a ejercer el don de profecía más que el don de lenguas,
porque el don de lenguas edifica a aquel que lo ejerce cuando no hay
interpretación, mientras que el don de profecía edifica a la comunidad:
“Buscad la caridad; pero aspirad también a los dones espirituales,
especialmente a la profecía. Pues el que habla en lengua no habla a los
hombres sino a Dios. En efecto, nadie le entiende: dice en espíritu cosas
misteriosas. Por el contrario, el que profetiza, habla a los hombres para su
edificación, exhortación y consolación. El que habla en lengua, se edifica a
sí mismo; el que profetiza, edifica a toda la asamblea. Deseo que habléis
todos en lenguas; prefiero, sin embargo, que profeticéis. Pues el que
profetiza, supera al que habla en lenguas, a no ser que también interprete,
para que la asamblea reciba edificación” (1 Cor 14, 1 – 5).
Sin embargo, no hay que confundir el don de
profecía con la exhortación u homilía. El don de profecía no se refiere a una
enseñanza catequética o a una predicación, sino en concreto a esto mismo que
estamos diciendo: a hablar de parte de Dios, o por así decir, a expresar un
mensaje de parte de Dios. En ese sentido, como decíamos, el carisma de
profecía se caracteriza porque se ejerce en primera persona. Yo he tenido la
gracia de sentir en algunos momentos esa moción a hablar de parte de Dios con
palabras de consuelo hacia personas por las que estaba rezando, y cuando me
he atrevido a expresar esa moción siempre me ha pasado que el Señor ha tocado
el corazón de aquella persona a la que iba dirigida, porque el Señor le decía
palabras concretas para su vida, en sus circunstancias concretas, de cara a
alguna dificultad que estaba viviendo en ese momento. Según mi experiencia,
las profecías que da el señor durante la oración suelen ser casi siempre
palabras de edificación y de consuelo, aunque también pueden resultar una denuncia.
Evidentemente, para poder ejercer el don de
profecía es necesario ejercer también el discernimiento. De hecho en la
primera carta a los corintios el carisma de profecía es citado de la mano con
el carisma de discernimiento de espíritus (1 Cor 12, 10), ya que no todos los
espíritus vienen de Dios. Para que una profecía venga verdaderamente del
Señor, es necesario que la persona que la recibe esté en profunda oración,
que se abra a la gracia del Espíritu, y que con humildad se atreva a dejarse
llevar por esa moción, pero sabiendo que si realmente eso viene del Señor
nunca será impositivo, ni le moverá a decir cosas que no sean para consuelo o
edificación de la persona que escucha.
El Señor está derramando carismas hermosos en los
tiempos que corren, y también este carisma de profecía se ha renovado en la
Iglesia, y como dice el Concilio Vaticano II, “ha de ser acogido con gratitud
y consuelo”, pero “no se ha de aspirar a ella temerariamente” (LG 12). En ese
sentido, pienso que el carisma de profecía no se debe pedir como tal, pero si
es concedido ha de acogerse y ejercerse con humildad y discernimiento,
sabiendo que no se trata de una nueva “revelación” de Dios, ni de un dictado
de Dios, ni mucho menos de que el Espíritu Santo posea a la persona para dar un
mensaje. El Espíritu Santo siempre respeta nuestra libertad a la hora de
conceder y ejercer un carisma cualquiera. Si bien es verdad que algunos
santos en la historia de la Iglesia han recibido el carisma de predecir cosas
que iban a suceder, esto es bastante poco habitual, y no se refiere al
carisma de profecía como tal cuanto a lo que llamamos hoy en día palabra de
conocimiento, carisma que ya explicaremos en otro artículo más adelante.
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Jesús María Silva
Castignani
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