Estamos en plena postmodernidad, una época en donde sólo se considera
válido lo que se ve, toca y se disfruta. En este caldo de cultivo, los
católicos seguimos celebrando lo inmaterial que nos transforma a través de los
sacramentos.
Los sacramentos son signos que comunican a Dios mismo a quien los recibe
y además, permiten renovar la Comunión de los Santos. Por desgracia muchos de
nosotros sólo los entendemos como elementos simbólicos de cohesión social. Por
eso se desatienden las formas litúrgicas y se sobrevaloran la comunidad que se
reúne en torno a ellos. Pero ¿Por qué damos tanto valor a los sacramentos en
los aspectos que producen desunión?
Esta pregunta tiene una respuesta sencilla y rápida: el diablo
(dia-bolos, el que separa) anda detrás. Busca que perdamos en sentido simbólico
(Sym-bolos, lo que une) que hay detrás de los signos sacramentales, ya que con
ello perdemos el acceso a la Gracia de Dios. Ya no sabemos, con claridad, qué
es un sacramento:
Hay sacramento en una celebración cuando la conmemoración de lo acaecido
se hace de modo que se sobreentienda al mismo tiempo que hay un oculto
significado y que ese significado debe recibirse santamente. (San Agustín, Carta 55,1)
En este breve párrafo San Agustín nos habla del sentido simbólico que
hay detrás de los signos sacramentales. Al recibir un sacramento estamos
actuando simbólicamente y recibiendo la Gracia a través del signo que aceptamos
en nosotros.
Cuando el ser humano pecó por primera vez, la consecuencia fue la
pérdida de la comunicación directa con Dios. Ya Adán no escuchaba cuando Dios
le hablaba. Pero Dios no quiso que esta separación fuese total, haciéndose
presente a través de formas diversas, en lo creado y a través de los
sacramentos.
Has visto el agua. Has visto aquello que se podía ver con los ojos del
cuerpo […] No has visto todo lo que era obra eficaz. Has visto nada más aquello
que era visible. Pero son más grandes las cosas que no se ven que las que son
visibles, porque las cosas que se ven son temporales y las que no se ven son
eternas (2Co 4,18) (San Ambrosio de Milán, Los Sacramentos 1, III, 10)
Los sacramentos actúan como el Velo del Templo, que es traslúcido.
Ocultan a Dios para quien no es capaz de componer la figura que hay detrás del
velo. Pero quien se acerca al velo y mira a través, está más cerca que nunca de
Dios. ¿Cómo puede aceptar esto la sociedad postmoderna del siglo XXI?
Diría que es imposible, ya que nuestra sociedad no es capaz de aceptar
que exista velo que nos separa de Dios. Simplemente niega su existencia o lo
coloca tan lejano y desentendido de nosotros, que deja de ser importante. Los
cristianos vamos dando lentos pasos que nos conduce a un agnosticismo piadoso,
que a veces tiene ribetes de idolatría. Ya sabemos que Cristo nos dijo que
debíamos amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Por
ejemplo, ahora mismo tendemos a amar al prójimo como si fuera Dios mismo,
olvidándonos de amarlo como imagen de Dios en todos nosotros. Esto produce que
la Liturgia y los sacramentos sean solamente excusas para vernos de domingo en
domingo. Para muchos lo importante no es la presencia de Dios, sino la
convivencia social de la comunidad.
En este caldo de cultivo es lógica la propuesta del Cardenal Kasper,
para que el sacramento del matrimonio se reformule y con el, el sentido de la
confesión y la eucaristía con el fin de que algunas personas divorciadas y
casadas de nuevo, puedan comulgar Tampoco resulta fácil exigir a las dos madres
lesbianas, que eduquen a su hija como una católica coherente. Tal como ha
sucedido en estos días en Argentina.
En ambos casos nos quedamos con las apariencias externas y aplicamos la
misericordia que desecha la justicia. Como decía San Agustín:
No seáis, pues, tan benévolos con los malos que les deis aprobación; ni
tan negligentes que no los corrijáis; ni tan soberbios que vuestra corrección
sea un insulto (San Agustín. Sermón 88,20)
No pongo en duda la capacidad de la Iglesia para redefinir el
entendimiento de los sacramentos, pero hay que tener en cuanta las
consecuencias que esto conlleva. No se puede decir que los dogmas siguen siendo
válidos, pero que la forma en que se lleva a la práctica puede cambiar.
Lamentablemente, esto conlleva aceptar el relativismo y el nominalismo, como
base de la convivencia dentro de la Iglesia y ya sabemos a donde nos conduce
este planteamiento: la desunión.
El momento en que vivimos es apasionante y
al mismo tiempo, muy peligroso para la Iglesia. En cualquier caso, el Señor es
quien lleva el timón y aunque nos empeñemos en acercarnos a las rompientes, El
sabrá sacarnos delante. Ya lo ha hecho otras veces.
Néstor Mora Núñez
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