Todo el edificio cristiano se desmoronaría como las Torres Gemelas si desaparecieran los cimientos, es decir, la convicción de que al tercer día el Crucificado salió de aquella tumba transfigurado por la luz de la resurrección
Si Cristo
no ha resucitado, vana es vuestra fe, y también aquellos que han muerto en
Cristo se han perdido. Si tenemos esperanza en Él solamente para esta vida,
somos los más desgraciados de todos los hombres». Tal es el célebre escrito de
Pablo a la comunidad de Corinto.
No es
casualidad que la Pascua sea el centro del calendario cristiano: toda la fe
está en vilo sobre el sepulcro de Jerusalén. Todo el edificio cristiano se
desmoronaría como las Torres Gemelas si desaparecieran los cimientos, es decir,
la convicción de que al tercer día el Crucificado salió de aquella tumba
transfigurado por la luz de la resurrección. El cristianismo no es un esquema
ideológico independiente de los hechos concretos. Por el contrario, es el
anuncio de un preciso acontecimiento histórico: «Aquel Jesús que acabó
vergonzosamente sobre la cruz de los esclavos, sepultado en una tumba que le
prestaron por caridad, salió de ella habiendo vencido a la muerte y mostrando
de ese modo que era el Mesías anunciado por los profetas de Israel». Tampoco es
casualidad que Evangelio signifique «noticia», la «buena noticia» por
excelencia: informa de hecho que ha sucedido algo que nos atañe directamente,
porque ese Resucitado nos ha abierto el camino de la vida inmortal.
De aquí
tanto la fuerza como la vulnerabilidad del cristianismo: dudar de la verdad
histórica de aquel hecho significa despedirse de la fe. Si realmente los
historiadores pudieran convencernos de que el evento de Pascua es solamente un
mito, una leyenda, una ilusión, sería el fin de las Iglesias cristianas, digan
lo que quieran ciertos teólogos actuales que querrían desvincular la fe de los
datos de la historia. Y digan lo que digan ciertas sabidurías new age,
interesadas por lo cósmico y alérgicas a la crónica. Ésta es la simple y en el
fondo dramática realidad: si el sepulcro de José de Arimatea se quedó cerrado,
o vacío sólo porque el cadáver se lo llevaron los discípulos, el Evangelio
queda degradado de Palabra de Dios a curioso testimonio de la literatura
popular judeo-helenística.
Puesto
que la fe no es una propuesta intelectual que haya de ser examinada con
objetividad aséptica, sino que es una realidad que interpela a cada uno en lo
profundo, es preciso hablar aquí en primera persona. Aunque cueste hacerlo,
aquí es necesario decir «yo». Por lo que diré que, para mí, sería
particularmente hipócrita fingir una mesurada neutralidad. Hace ya más de
treinta años que reflexionando sobre las razones de la fe no hago más que
investigar precisamente sobre la verdad del acontecimiento pascual. Le he
dedicado gruesos libros, pero en el fondo, en casi todo lo que he escrito me he
preguntado sobre la posibilidad de aceptar ese fundamento de la fe.
El pasado
domingo, la madre de cualquier otro domingo, recité con particular emoción con
quienes estaban a mi lado el versículo del Credo sobre el que se funda todo: «
murió y fue sepultado. Y resucitó al tercer día según las Escrituras ». Desde
luego que no son pocos los que me preguntan cómo puede tomarse en serio una
afirmación del género, un hombre que tiene algunos estudios, que no ha dado
signos visibles de desequilibrio mental, que incluso ha mostrado que no carece
de un sentido crítico normal. No me sorprendo. Es más, comprendo bien una
perplejidad que yo también tuve. Todavía ahora no hay una Misa en la que, al
llegar al Credo, no me pregunte: pero en el fondo, ¿de verdad lo creo? Por
supuesto que sí, lo digo con claridad, con la humildad de quien sabe bien que
no tiene en ello ningún mérito, con el temor de quien sabe que «lleva tesoros
en vasos de barro», con la conciencia dolorosa de quien mide la distancia entre
su fe y su vida. Desde luego que sí, me atreveré a decirlo: al igual que
cualquiera que se diga cristiano, estoy convencido de que cuanto refieren los
evangelios coincide con lo que sucedió, que Jesús había muerto realmente y que
realmente salió vivo del sepulcro, pasando luego cuarenta días con los
discípulos antes de ascender al Cielo. Yo también estoy entre los extravagantes
que comparten una certeza que ahora parece minoritaria: la Pascua no conmemora
un mito sino que recuerda un hecho.
Todos
saben que para intentar motivar semejante convicción, existen enormes
bibliotecas. Pero, ¿cómo responder a quien forzando las cosas quisiera obligar
a una síntesis extrema? Puesto con la espalda en la pared, cada creyente
tendría sus respuestas. Por lo que a mí respecta, aventuraría la «prueba de la
vida». Al inicio del Evangelio de Juan, a quienes le preguntan quién es, Jesús
no les responde con un «manifiesto» ideológico sino que, pragmático, les
replica: «Venid y veréis». Como puede confirmar cualquiera que haya aceptado la
invitación, seguirle puede significar el descubrimiento de una luz que arroja
significado sobre cualquier circunstancia de la existencia. Por eso no hay
cotidianidad de creyente que no esté atravesada, al menos a ráfagas, por el
gozo de quien intuye el sentido de lo que de otro modo permanece dolorosamente
inexplicable, y por la alegría de quien descubre que es amado, perdonado y
esperado en una eternidad que sólo con que se quiera puede ser infinitamente
feliz. Igual que el movimiento se muestra simplemente caminando, la verdad del
Evangelio se constata con la misma simplicidad, viviéndolo: la profundidad
insondable de una enseñanza expresada con palabras tan elementales no tiene
mejor verificación que la de la vida. A esta «prueba» existencial se refería
Pablo al constatar «sé en quién he creído».
Siguiendo
sobre el mismo nivel de lo concreto, tampoco he olvidado lo que me dijo una vez
el cardenal Ratzinger: «No hay argumento apologético más eficaz que la santidad
y el arte: la belleza de las almas y la belleza de las cosas que la fe ha
plasmado, sin interrupciones, desde hace ya veinte siglos. Ahí está, créamelo,
la fuerza misteriosa del Resucitado». Pero como es obvio, añadiría a estas que,
parafraseando a Pascal, llamaría «razones del corazón», las «razones de la
razón» hacia las que, sobre todo, he dirigido mi investigación. ¿Cómo reducir a
la médula las infinitas argumentaciones que, página tras página, he tratado de
acumular? Como un policía inglés podría pasar revista a todas las posibles
respuestas a la pregunta «si excluimos la hipótesis de los creyentes, ¿qué otra
cosa pudo suceder en Jerusalén aquel 9 de abril del año 793 de la fundación de
Roma, el año 30 según el calendario cristiano?». Podría hacerlo, llegando a la
conclusión imprevista de que, al final, lo más razonable podría ser la
aceptación de un misterio que supera a la razón pero sin contradecirla. Podría
recordar que, a diferencia del fundador de cualquier otra religión, «Jesús,
desde el inicio de la Historia, ha sido anunciado o adorado»: y es que, en
efecto, la anomalía del cristianismo reside en ser la aceptación de un Mesías,
fundada sobre el anuncio de ese mismo Mesías. El árbol cristiano no sea apoya
en el vacío, sino que hunde sus profundas raíces en el antiguo Israel. Podría
mostrar cómo las mismas travesías que marcan la historia de la Iglesia pueden,
paradójicamente, mostrar la filigrana de la presencia y la asistencia del
espíritu del Resucitado. Incluso podría lanzarme a analizar la extraordinaria
reserva de lo milagroso que, desde siempre, acompaña la marcha de la fe a lo
largo de la historia, y que sólo el prejuicio puede rechazar a priori.
Podría
hacer todo esto. Por lo demás, es lo que he intentado hacer siempre. Aunque sin
ilusionarme con convencer a todos. Sea cual sea la calidad y la cantidad de las
razones puestas sobre la mesa, el creyente siempre chocará con la incredulidad.
¿Motivo para dudar de la fuerza de las argumentaciones de la fe? Todo lo
contrario, un motivo de confirmación: en Jerusalén todo vieron al Crucificado,
pero sólo los discípulos vieron al Resucitado.
La tutela
de la libertad del hombre ha quedado confiada al claroscuro en el que Jesús
envolvió su Pascua, admitiendo por decirlo de nuevo con Pascal «suficiente luz
para creer», pero dejando «suficiente sombra para poder dudar». El resplandor
de la mañana de Pascua puede iluminar el camino de quien esté dispuesto a
dejarse guiar. El corazón del Evangelio no es un autoritario «tú debes», sino
un afectuoso «si tú quieres».
Vicent
Ryan
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