Valorar y sobrevalorar son dos palabras muy
distintas entre sí. Una mascota es digna de valoración de parte de su dueño,
quien está obligado a cuidarla; sin embargo, esto no significa que deba
tratarla como si fuera una persona. Muchos matrimonios jóvenes que se
encuentran en condiciones -económicas y biológicas- de convertirse en padres
de familia, prefieren prolongar indefinidamente el nacimiento de sus hijos,
volcando su capacidad afectiva en las mascotas. Los llevan al supermercado,
de viaje, se toman fotos con ellas y, sobre todo, generan una cantidad
increíble de gastos superfluos. Claro que muchos quisieran darles un premio;
sin embargo, detrás de esas máscaras de amantes de la naturaleza, se esconde una
buena dosis de egoísmo, pues por más cuidados que requiera el perro, no es lo
mismo que tener que velar por el futuro de un bebé, ya que es algo que
implica invertir tiempo y dinero. Aparentan
ser papá y mamá, mientras se les va la vida en fingir lo que no son.
Ahora bien, con esto no estamos diciendo que haya
que tener hijos de manera irresponsable. De hecho, la planificación familiar
es un aspecto sobre el que hay que ir tomando conciencia dentro del contexto
y, por supuesto, de las exigencias del matrimonio, pues de otra manera se
corre el riesgo de desvirtuar el rumbo de la familia como la célula básica de
la sociedad. La apertura a la vida,
sin distorsionar la sexualidad con actitudes puritanas o progresistas, es una
condición fundamental para vivir casados y, desde ahí, crecer el uno con el
otro.
Ciertamente, no es sencillo convertirse en papá o
mamá, pero ¿cuándo han sido fáciles las cosas que valen la pena? Todo en su
justa medida. Los hijos no son
mascotas y las mascotas no son hijos. Recuperemos el sentido común. El
momento es ahora.
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Carlos J. Díaz
Rodríguez
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