domingo, 16 de junio de 2013

EL RUIDO DEL SILENCIO, ES LA PALABRA DE DIOS


Dios nos ha dado una lengua y dos oídos…, claramente con la finalidad de que escuchemos el doble de lo que hablamos, pero… ¿quién es el que la hace caso a Dios y sigue esta regla? Y la realidad es, que aquél que en ningún momento de su vida, ha tenido ocasión o ha buscado practicar el gran silencio, no tiene ni idea de lo que se ha perdido, porque todavía no ha escuchado debidamente a Dios. Es verdad que Dios nos habla de muchos modos, por los acontecimientos, por las actitudes de los demás, por la lectura…, pero la perfección en la escucha de la voz de Dios, solo se puede lograr en la soledad del silencio.

La soledad es el medio de que disponemos, para escuchar ese ruido amoroso con que Dios nos habla y ese ruido se produce siempre, en el más absoluto de los silencios. Y el más absoluto de los silencios, solo se logra en la soledad. Si estamos enfrascados en el ruido de la vida y no hacemos una pausa para escuchar, nunca escucharemos a Dios. Él es espíritu puro y nosotros somos cuerpo y espíritu dominando nuestro ser, el cuerpo más que el alma. Y el Señor para relacionarse con nosotros, no acude a nuestro cuerpo sino a nuestra alma. Este es el principal factor que nos dificulta nuestra relación con el Señor, que esperamos sin sentido que Dios nos hable con ruidos corporales como los nuestros cuando hablamos, ¡vamos! Que Dios nos hable con palabras salidas de su boca, y eso sí, desde luego en nuestro idioma, a ver si se le ocurre hablarnos en chino y no nos entremos de nada.

Las necesidades de nuestra alma, son siempre distintas de las de nuestro cuerpo y esto tiene como consecuencia el que si queremos caminar hacia el Señor, es el alma la que tiene que tomar la iniciativa, pero la concupiscencia de nuestro cuerpo se opone. Y esta lucha interior entre nuestro cuerpo y nuestra alma, es lo que se denomina lucha ascética. Nuestros primeros padres carecían de esta lucha, ellos disponían de los llamados dones preternaturales, conforme a los cuales el dominio de sus almas, tal como debe de ser, sobre sus cuerpos, era absoluto. Los dones preternaturales, les libraban de las enfermedades, del trabajo de la muerte- En el Génesis podemos leer: “El castigo de la mujer. Y el Señor Dios dijo a la mujer: Multiplicaré los sufrimientos de tus embarazos; darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu marido, y él te dominará. El castigo del hombre, Y dijo al hombre: Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida. Él te producirá cardos y espinas y comerás la hierba del campo. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo y al polvo volverás!”. (Gn 3,16-19)

Pero con su ofensa a Dios la humanidad perdió los dones preternaturales y la concupiscencia se afianzó en nuestros cuerpos. Los términos se invirtieron, y contra toda lógica el orden inferior de la materia domina al superior de nuestra alma. Y así nos va todo… Como quiera que es nuestro cuerpo, el que manda, este desea parlotear, odia la soledad y así para caminar hacia Dios nuestras almas han de vencer las apetencias materiales de nuestro cuerpo.

Ver al Señor, con los ojos de nuestro cuerpo, jamás lo vamos a ver así, porque quien llegará al cielo ser a nuestra alma no nuestro cuerpo corruptible que se quedará en este mundo que tanto le gusta, y a Dios lo verá nuestra alma con sus ojos espirituales distintos de los de nuestra cara. Nuestro futuro cuerpo glorioso nada tendrá que ver con el actual. Hace poco tiempo, escribí una glosa sobre la ESPIRITUALIDAD DE NUESTRO FUTURO CUERPO, en ella recogía un texto de San Pablo que dice: “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar. (1Cor 15,35-37)

En nuestras relaciones con el Señor, no olvidemos nunca, que es nuestra alma la que se relaciona con el Señor, nunca nuestro cuerpo mortal. Pero el dominio de nuestro cuerpo sobre nuestra alma, les hace creer a muchos que cuando están delante de un sagrario dado lo bueno que uno se cree que es, el Señor le va a contestar con palabras que escuchen sus oídos, ¡Va dado! Es absurdo llegar ante un sagrario y tratar de rellenar el tiempo de cualquier forma, haciendo algo como si El Señor nos hubiese impuesto un horario, Él solo ansia nuestro amor y es Él, el que siempre tiene la iniciativa, no nosotros, por lo tanto, lo correcto por nuestra parte, es la de ponernos en disposición de escucha. No sintamos nunca la necesidad de hacer algo delante de Él, nuestra única obligación es la de estar allí delante de él a su disposición, como si fuésemos, lo que en realidad es lo que somos, un pasmarote embobados por la grandeza que contempla nuestra alma, no con los ojos de nuestra cara que es por donde queremos ver todo y ellos no ven nada.

Solo las almas de aquellos, que a base de luchar ascéticamente aman la soledad y el silencio que ella les proporciona. El silencio ideal es el gran silencio que solo unos privilegiados logran alcanzar, es en el claustro de una cartuja, donde este se puede llegar a oír. Nosotros viviendo a tope en este mundo, llenamos nuestros oídos materiales, de historias comentarios, noticias, etc… que pasan a nuestra mente y memoria, ocupando el lugar que debería de ocupar nuestro amor a Dios. Porque si llenamos nuestro corazón con algo que no sea el amor del Señor, difícilmente nuestra alma podrá desarrollarse en su sentidos espirituales, y sobre todo poder controlar a nuestro cuerpo en sus insaciables deseos y apetitos. La soledad y el silencio son los dos grandes aliados de nuestra alma, pero nuestros cuerpos aman el chismorreo, la política, la desmedida vida social y otros varios factores del agrado del cuerpo, que anulan los verdaderos intereses nuestros, que no se encuentran en este mundo… “…Y ¿que aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿O que podrá dar el hombre a cambio de su alma?”. (Lc 8,26).

Aquí, estamos atravesando un puente, no seamos tan absurdos con querer emperrarnos en quedarnos a vivir en medio del puente.

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

Juan del Carmelo

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