Recordemos que el doctor Canals, por
su parte, dejó bien sentado que "vienen unos tiempos, y ya estamos
entrando en ellos, que son peores que todo lo que había ocurrido en el mundo
nunca, y jamás volverán a ser tan malos"
Ningún
detalle carece de importancia en los Evangelios. Su redacción corresponde, por
encima de los instrumentos humanos y limitados, al Espíritu Santo: Los consejos
del Verbo tienen siempre, además de su sentido inmediato, una intencionalidad
que se proyecta sobre la historia, iluminando las sombras de todos los tiempos.
Y esa intencionalidad adquiere dimensión profética siempre que ilumina la etapa
más difícil de la vida de la Iglesia; inmediatamente anterior a su retorno.
Por ello llama la atención que las palabras probablemente más duras pronunciadas por el Salvador durante su vida pública, se hayan dirigido a Pedro, su primer Vicario, poco tiempo después de constituirle en cabeza de la Iglesia: Este episodio tiene un alto contenido didáctico, porque las terribles palabras de Cristo condenan explícitamente un optimismo de génesis natural - ¡tus pensamientos no son los de Dios, son los de los hombres! (cf. Mt 16, 23) – incapaz de aceptar la cruz como camino necesario hacia el Reino: Tal estado de ánimo, refractario a lo que se tiene por desgraciado en términos humanos, no solo es rechazado por el Señor, sino calificado como demoníaco.
Esa terrible invectiva - ¡quítate de mi vista, Satanás! – Jesús la dirige, por encima de aquel Pedro sencillo y espontáneo, a nuestro tiempo histórico: Apunta al optimismo antropocéntrico reacio a la contradicción del mundo durante este tiempo culminante – tiempo que ya iniciábamos en 1977, según decía Karol Wojtila en Signo de contradicción (capítulo 4) – y refractario por ello al seguimiento de la Pasión de Cristo por la Iglesia: Un optimismo deformador del aprecio cristiano de la bondad de la Creación y, sobre todo, desorientador de la verdadera esperanza.
Ningún cristiano consciente tacharía a Jesús de “pesimista” por anunciar reiteradamente la Pasión, o de “faltar a la caridad” por amonestar a Pedro: Pero eso es precisamente lo que hacen muchos que se imaginan caritativos mientras obstaculizan hoy el mismo ministerio profético: Ocurre que el endulzamiento de la realidad no siempre coincide con la caridad. En ocasiones, los paños calientes son, por el contrario, gravemente lesivos de la misma caridad…
Aquel primer anuncio de la Pasión, con la corrección subsiguiente a Pedro, se produjo inmediatamente después del establecimiento de su primado sobre la Iglesia (cf. Mt 16, 13-20). Aunque la estructura de los Evangelios sinópticos “no permita establecer una cronología del anuncio” (J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 147); puede apreciarse claramente que la frase “desde entonces” (Mt. 16, 21) quiere decir desde el establecimiento del primado, en Cesarea: Desde ese momento, Jesús comenzó a prevenir a sus discípulos acerca de su pasión y muerte. Les avisó en varias ocasiones, de las que el Evangelio de S. Mateo recuerda tres: En la primera se produjo esa contrariedad de Pedro, que recibió tan fuerte correctivo. En la segunda, por Galilea, los discípulos “se entristecieron mucho” (cf. Mt 17, 22-23) aunque sin replicar; quizá porque estaban escarmentados por la anterior reprimenda. Y en la tercera (Mt. 20, 17-19) escucharon sin mostrar signos de extrañeza. Lo cual no impidió que, llegada la Pasión, abandonasen al Señor; excepto aquel discípulo que recibió en la última cena la fortaleza necesaria, al reclinarse sobre el pecho de Cristo. El propósito de estas indicaciones evangélicas parece ser pues triple: Advertir al cristianismo de todos los tiempos acerca de la necesidad de aceptar la contradicción y la persecución (cf. Jn 15, 20) como camino hacia la renovación del mundo, en primer lugar. Prevenir específicamente al Vicario de cada momento sobre esa necesidad, acentuada en la etapa final de los tiempos, en segundo lugar. Y, en tercer lugar, mostrar su Sagrado Corazón – materializado en la Eucaristía – como lugar de refugio, de apoyo y de fortalecimiento de sus discípulos; para afrontar tales circunstancias y como verdadero impulso hacia el Reino.
El ministerio profético de los bautizados, se ve convocado - a través de las Escrituras y, de manera apremiante, por las mariofanías y las revelaciones privadas – para alertar del tiempo que vivimos; para urgir a la conversión; pero tropieza con la objeción de que ello implica un supuesto “pesimismo”. Objeción apoyada en invocaciones de la misericordia desorientadas y, con frecuencia, en una percepción de la bondad de las cosas ignorante de los efectos del pecado en el ethos humano; de su coste histórico y espiritual. Se hace por ello indispensable recordar, aunque sea de forma somera, los criterios de la doctrina cristiana, de los mejores teólogos y de los últimos Papas, acerca de estas cuestiones de trascendental importancia: Pío XI ya advirtió en 1937 el “principio de los dolores” (Divini redemptoris, 4): Lo hizo exactamente diez años antes del final del imperio británico y de la restauración de Israel. Juan Pablo II explicó en la parroquia romana de S. Jerónimo Emiliani (1-XII-1996) que “vivimos ahora en espera de la tercera venida de Cristo”. Numerosos pronunciamientos pontificios contemporáneos, no siempre con suficiente eco, han insistido en el mismo aviso. Recordemos que el doctor Canals, por su parte, dejó bien sentado que “vienen unos tiempos, y ya estamos entrando en ellos, que son peores que todo lo que había ocurrido en el mundo nunca, y jamás volverán a ser tan malos” (Mundo h. y Reino de Dios, 1993, p. 161): ¡Más claro no se puede decir! Pero quien se atreviese a calificar de “pesimista” al añorado maestro de la escuela de Barcelona, sencillamente, lo ignoraría todo de la esperanza auténtica.
El Catecismo de la Iglesia Católica no tiene nada de pesimista y allí se nos explica: “El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la tristeza y la prueba del mal, que afecta a la Iglesia e inaugura los combates de los últimos días… Es tiempo de espera y vigilia” (nº 672). Es el propio Catecismo, por lo tanto, el que advierte a los cristianos actuales que viven un tiempo MARCADO TODAVIA POR LA TRISTEZA Y LA PRUEBA DEL MAL: No vivimos un tiempo arrobado por la autosatisfacción; sino los dolores de parto de una nueva humanidad (cf. Ap 12, 2). Los alumbramientos, por felices que finalmente sean – y éste lo será para muchos, desgraciadamente no para todos - vienen acompañados de dolor. Dios respeta siempre la libertad humana: “No hay límites a la Misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acogerla mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo” (CCE, 1864).
Por el contrario, el optimismo alucinógeno es el envoltorio de la falsa profecía; la seducción sonriente del Anticristo: “Dicen a quienes desprecian la palabra de Yahvé: tendréis paz. Y, a quienes siguen la obstinación de su corazón, afirman: No os sobrevendrá mal alguno” (Jer 23, 16-17).
La situación de la humanidad – aunque sólo fuese a la vista de la incalificable carnicería institucionalizada de inocentes – no permite hoy hacerse ilusiones acerca del peligro eterno que corren multitudes inmensas. Nuestra conciencia teologal, cuando rectamente formada, puede esperar pues una intervención divina capaz de mover la contricción universal. A ello se refería Juan Pablo II cuando explicaba que “solo una intervención de lo alto capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las naciones, puede hacer esperar un futuro menos oscuro” (Rosarium Virginis Mariae, 40, 16–X-2002). La esperanza más inmediata radica por lo tanto en esa espera de un nuevo Pentecostés; de la misma manera que la nueva evangelización debiera cooperar con la labor del Espíritu Santo, consistente en “convencer respecto al pecado, a la justicia y al juicio” (cf. Jn 16, 8). CONVENCER RESPECTO AL PECADO NO SIGNIFICA COMPLACERSE EN BUENISMOS INEXISTENTES. Significa alertar a las almas del peligro que corren. Una “evangelización” desentendida de tal colaboración con el Espíritu y, por lo tanto, despojada del signo de contradicción del Evangelio, al subvertir el mismo concepto que invoca, arriesgaría su contaminación por el espíritu del mundo.
Acusar al talante profético de “negar la bondad intrínseca de todo lo creado”, o de “desconfiar de la bondad divina” es, sencillamente, retorcer la verdad: Sería acusar a San Agustín de falta de esperanza por afirmar que “el hombre se hace semejante al diablo por vivir según él mismo” (Ciudad de Dios, XIV, 3-2). Es retorcer la ontología para ignorar los efectos del pecado: Santo Tomás dejó muy claro, y para siempre, que el mal no tiene causa eficiente ni es causa final, ni tiene sujeto, PERO DESINTEGRA UN SUJETO porque accidentalmente obra de una forma privada del orden debido en la totalidad del dinamismo a que está destinado. En términos tomistas, debe pues decirse hoy que la cultura vigente DESINTEGRA porque está privada de ese orden fundamental.
No se puede anunciar el Reino, ahora, sin avisar inmediatamente de sus prolegómenos dramáticos: Esos prolegómenos – apostasía, Pasión de la Iglesia, Anticristo – tienen que ser alertados con urgencia, porque lo anteceden y porque ya estamos en ellos. Quien no alcance a interpretar el momento presente conforme a los signos que se multiplican, debiera interrogarse sobre si tiene sensibilidad auténticamente evangélica. O quizá se oriente ya, con mayor o menor disimulo, hacia otros horizontes que sólo tienen de cristiano una engañosa apariencia. La esperanza genuina se nutre, por el contrario, con la savia de los capítulos proféticos del Evangelio. Se apoya en la advertencia del Catecismo: “La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección” (677). Por eso, cuando se advierte la situación dramática en que nos encontramos, no se postula la desesperanza sino que, por el contrario, se rubrica la escatología del Concilio Vaticano II “viviendo entre las criaturas que gimen con dolores de parto al presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios” (cf. Rom 8, 19-22): Porque “la plenitud de los tiempos ha llegado y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada” (Lumen Gentium, 48).
Por ello llama la atención que las palabras probablemente más duras pronunciadas por el Salvador durante su vida pública, se hayan dirigido a Pedro, su primer Vicario, poco tiempo después de constituirle en cabeza de la Iglesia: Este episodio tiene un alto contenido didáctico, porque las terribles palabras de Cristo condenan explícitamente un optimismo de génesis natural - ¡tus pensamientos no son los de Dios, son los de los hombres! (cf. Mt 16, 23) – incapaz de aceptar la cruz como camino necesario hacia el Reino: Tal estado de ánimo, refractario a lo que se tiene por desgraciado en términos humanos, no solo es rechazado por el Señor, sino calificado como demoníaco.
Esa terrible invectiva - ¡quítate de mi vista, Satanás! – Jesús la dirige, por encima de aquel Pedro sencillo y espontáneo, a nuestro tiempo histórico: Apunta al optimismo antropocéntrico reacio a la contradicción del mundo durante este tiempo culminante – tiempo que ya iniciábamos en 1977, según decía Karol Wojtila en Signo de contradicción (capítulo 4) – y refractario por ello al seguimiento de la Pasión de Cristo por la Iglesia: Un optimismo deformador del aprecio cristiano de la bondad de la Creación y, sobre todo, desorientador de la verdadera esperanza.
Ningún cristiano consciente tacharía a Jesús de “pesimista” por anunciar reiteradamente la Pasión, o de “faltar a la caridad” por amonestar a Pedro: Pero eso es precisamente lo que hacen muchos que se imaginan caritativos mientras obstaculizan hoy el mismo ministerio profético: Ocurre que el endulzamiento de la realidad no siempre coincide con la caridad. En ocasiones, los paños calientes son, por el contrario, gravemente lesivos de la misma caridad…
Aquel primer anuncio de la Pasión, con la corrección subsiguiente a Pedro, se produjo inmediatamente después del establecimiento de su primado sobre la Iglesia (cf. Mt 16, 13-20). Aunque la estructura de los Evangelios sinópticos “no permita establecer una cronología del anuncio” (J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 147); puede apreciarse claramente que la frase “desde entonces” (Mt. 16, 21) quiere decir desde el establecimiento del primado, en Cesarea: Desde ese momento, Jesús comenzó a prevenir a sus discípulos acerca de su pasión y muerte. Les avisó en varias ocasiones, de las que el Evangelio de S. Mateo recuerda tres: En la primera se produjo esa contrariedad de Pedro, que recibió tan fuerte correctivo. En la segunda, por Galilea, los discípulos “se entristecieron mucho” (cf. Mt 17, 22-23) aunque sin replicar; quizá porque estaban escarmentados por la anterior reprimenda. Y en la tercera (Mt. 20, 17-19) escucharon sin mostrar signos de extrañeza. Lo cual no impidió que, llegada la Pasión, abandonasen al Señor; excepto aquel discípulo que recibió en la última cena la fortaleza necesaria, al reclinarse sobre el pecho de Cristo. El propósito de estas indicaciones evangélicas parece ser pues triple: Advertir al cristianismo de todos los tiempos acerca de la necesidad de aceptar la contradicción y la persecución (cf. Jn 15, 20) como camino hacia la renovación del mundo, en primer lugar. Prevenir específicamente al Vicario de cada momento sobre esa necesidad, acentuada en la etapa final de los tiempos, en segundo lugar. Y, en tercer lugar, mostrar su Sagrado Corazón – materializado en la Eucaristía – como lugar de refugio, de apoyo y de fortalecimiento de sus discípulos; para afrontar tales circunstancias y como verdadero impulso hacia el Reino.
El ministerio profético de los bautizados, se ve convocado - a través de las Escrituras y, de manera apremiante, por las mariofanías y las revelaciones privadas – para alertar del tiempo que vivimos; para urgir a la conversión; pero tropieza con la objeción de que ello implica un supuesto “pesimismo”. Objeción apoyada en invocaciones de la misericordia desorientadas y, con frecuencia, en una percepción de la bondad de las cosas ignorante de los efectos del pecado en el ethos humano; de su coste histórico y espiritual. Se hace por ello indispensable recordar, aunque sea de forma somera, los criterios de la doctrina cristiana, de los mejores teólogos y de los últimos Papas, acerca de estas cuestiones de trascendental importancia: Pío XI ya advirtió en 1937 el “principio de los dolores” (Divini redemptoris, 4): Lo hizo exactamente diez años antes del final del imperio británico y de la restauración de Israel. Juan Pablo II explicó en la parroquia romana de S. Jerónimo Emiliani (1-XII-1996) que “vivimos ahora en espera de la tercera venida de Cristo”. Numerosos pronunciamientos pontificios contemporáneos, no siempre con suficiente eco, han insistido en el mismo aviso. Recordemos que el doctor Canals, por su parte, dejó bien sentado que “vienen unos tiempos, y ya estamos entrando en ellos, que son peores que todo lo que había ocurrido en el mundo nunca, y jamás volverán a ser tan malos” (Mundo h. y Reino de Dios, 1993, p. 161): ¡Más claro no se puede decir! Pero quien se atreviese a calificar de “pesimista” al añorado maestro de la escuela de Barcelona, sencillamente, lo ignoraría todo de la esperanza auténtica.
El Catecismo de la Iglesia Católica no tiene nada de pesimista y allí se nos explica: “El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la tristeza y la prueba del mal, que afecta a la Iglesia e inaugura los combates de los últimos días… Es tiempo de espera y vigilia” (nº 672). Es el propio Catecismo, por lo tanto, el que advierte a los cristianos actuales que viven un tiempo MARCADO TODAVIA POR LA TRISTEZA Y LA PRUEBA DEL MAL: No vivimos un tiempo arrobado por la autosatisfacción; sino los dolores de parto de una nueva humanidad (cf. Ap 12, 2). Los alumbramientos, por felices que finalmente sean – y éste lo será para muchos, desgraciadamente no para todos - vienen acompañados de dolor. Dios respeta siempre la libertad humana: “No hay límites a la Misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acogerla mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo” (CCE, 1864).
Por el contrario, el optimismo alucinógeno es el envoltorio de la falsa profecía; la seducción sonriente del Anticristo: “Dicen a quienes desprecian la palabra de Yahvé: tendréis paz. Y, a quienes siguen la obstinación de su corazón, afirman: No os sobrevendrá mal alguno” (Jer 23, 16-17).
La situación de la humanidad – aunque sólo fuese a la vista de la incalificable carnicería institucionalizada de inocentes – no permite hoy hacerse ilusiones acerca del peligro eterno que corren multitudes inmensas. Nuestra conciencia teologal, cuando rectamente formada, puede esperar pues una intervención divina capaz de mover la contricción universal. A ello se refería Juan Pablo II cuando explicaba que “solo una intervención de lo alto capaz de orientar los corazones de quienes viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen los destinos de las naciones, puede hacer esperar un futuro menos oscuro” (Rosarium Virginis Mariae, 40, 16–X-2002). La esperanza más inmediata radica por lo tanto en esa espera de un nuevo Pentecostés; de la misma manera que la nueva evangelización debiera cooperar con la labor del Espíritu Santo, consistente en “convencer respecto al pecado, a la justicia y al juicio” (cf. Jn 16, 8). CONVENCER RESPECTO AL PECADO NO SIGNIFICA COMPLACERSE EN BUENISMOS INEXISTENTES. Significa alertar a las almas del peligro que corren. Una “evangelización” desentendida de tal colaboración con el Espíritu y, por lo tanto, despojada del signo de contradicción del Evangelio, al subvertir el mismo concepto que invoca, arriesgaría su contaminación por el espíritu del mundo.
Acusar al talante profético de “negar la bondad intrínseca de todo lo creado”, o de “desconfiar de la bondad divina” es, sencillamente, retorcer la verdad: Sería acusar a San Agustín de falta de esperanza por afirmar que “el hombre se hace semejante al diablo por vivir según él mismo” (Ciudad de Dios, XIV, 3-2). Es retorcer la ontología para ignorar los efectos del pecado: Santo Tomás dejó muy claro, y para siempre, que el mal no tiene causa eficiente ni es causa final, ni tiene sujeto, PERO DESINTEGRA UN SUJETO porque accidentalmente obra de una forma privada del orden debido en la totalidad del dinamismo a que está destinado. En términos tomistas, debe pues decirse hoy que la cultura vigente DESINTEGRA porque está privada de ese orden fundamental.
No se puede anunciar el Reino, ahora, sin avisar inmediatamente de sus prolegómenos dramáticos: Esos prolegómenos – apostasía, Pasión de la Iglesia, Anticristo – tienen que ser alertados con urgencia, porque lo anteceden y porque ya estamos en ellos. Quien no alcance a interpretar el momento presente conforme a los signos que se multiplican, debiera interrogarse sobre si tiene sensibilidad auténticamente evangélica. O quizá se oriente ya, con mayor o menor disimulo, hacia otros horizontes que sólo tienen de cristiano una engañosa apariencia. La esperanza genuina se nutre, por el contrario, con la savia de los capítulos proféticos del Evangelio. Se apoya en la advertencia del Catecismo: “La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua, en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección” (677). Por eso, cuando se advierte la situación dramática en que nos encontramos, no se postula la desesperanza sino que, por el contrario, se rubrica la escatología del Concilio Vaticano II “viviendo entre las criaturas que gimen con dolores de parto al presente, en espera de la manifestación de los hijos de Dios” (cf. Rom 8, 19-22): Porque “la plenitud de los tiempos ha llegado y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada” (Lumen Gentium, 48).
J.C.
García de Polavieja P.
No hay comentarios:
Publicar un comentario