Los mismos
datos pueden ser analizados por un científico de corazón empequeñecido y por
otro de principios nobles.
Hay
realidades profundas que no se ven con el microscopio ni con los ojos de la
carne, que no se descubren con los números ni con la báscula.
A un racista puedes enseñarle que este niño de otra piel tiene un DNA humano, está dotado de cabeza, tronco y extremidades, respira, come y usa un lenguaje significativo, y puede darte la mano en señal de amistad. Todos estos datos no serán suficientes para el racista: necesita algo más para descubrir que ese niño es un ser humano digno de respeto.
A algunos científicos les puedes decir que desde la concepción inicia un nuevo proceso vital: comienza a existir un individuo con un DNA distinto del que tienen su padre y su madre, orientado a un crecimiento rápido y bien programado. Puedes ver con ellos que se duplican las células de un modo coordinado y autónomo, que el proceso se orienta, si no hay obstáculos, hacia las etapas futuras: ser feto, nacer, ser niño, adolescente, adulto.
Para esos científicos (pocos, esperamos) esos datos se quedan simplemente en eso, en datos. Pueden medirlos, pueden controlarlos con reactivos químicos, pueden fotografiarlos. Pero se les escapa algo que no se ve en el microscopio: la dignidad propia de todo ser humano en cualquiera de sus etapas de desarrollo.
¿Por qué ocurre esto? Porque la dignidad y el respeto son visibles sólo desde otra perspectiva, desde una profundidad intelectual que supera infinitamente las capacidades analíticas de un complejo instrumental de laboratorio.
La ciencia, conviene recordarlo, se limita a observar, a recoger datos. No hemos de pedir peras al olmo, ni razonamientos filosóficos a las probetas. Por eso mismo no toca al laboratorio determinar quién merece respeto, cariño y protección, y quién no lo merece. En cambio, el científico sí puede decirnos qué tipo de propiedades y características presenta este embrión, por qué se desarrolla, de dónde procede y a dónde va.
Se trata de informaciones importantes para distinguir un embrión humano de un embrión de jabalí, pero llegan sólo hasta allí. El que un animalista proteste porque destruimos huevos de águilas y luego no muestre tanto interés por los embriones humanos viene de algo que va mucho más allá de lo que dicen los datos de laboratorio.
Por eso nos podemos encontrar con dos tipos muy diferentes de científicos. Unos defienden la dignidad de los embriones, de los fetos, de los niños (sean ricos o pobres, sanos o enfermos). Otros, en cambio, dicen que el respeto depende de parámetros de calidad o del número de células que uno pueda tener. No faltan, en este segundo grupo, algunos que acusan a los defensores de la dignidad del embrión humano de usar “prejuicios religiosos”, prejuicios que no serían capaces de fundar la dignidad de un embrión...
En otras palabras: los mismos datos de la embriología científica pueden ser analizados por un científico de corazón empequeñecido y por otro de principios nobles. Las conclusiones de cada uno serán muy diferentes. El primero no sabrá ni querrá respetar a los embriones, a no ser bajo una serie de condiciones que varían según parámetros de interés o de utilidad. El segundo verá en ese ser minúsculo la grandeza de una vida humana, la belleza de una existencia que inicia como iniciamos a vivir cada uno de los adultos que hoy podemos convivir en un planeta lleno de lirios y jilgueros, de madres y padres generosos y buenos.
Todo depende de una perspectiva filosófica y religiosa. Tenerla o no tenerla marca la diferencia. Una diferencia de la que depende el respeto que luego cada uno da a los demás seres humanos (embriones, niños, adultos o ancianos).
No podemos ser neutrales en estos temas, ni siquiera puede serlo un científico. De los prejuicios de cada uno (todos los tenemos, incluso quien no quiere admitirlo) nacerán luego posturas como la de quienes planean destruir embriones humanos para que “progrese” la ciencia, o experimentar con prisioneros de un campo de concentración para mejorar los sistemas sanitarios de una dictadura. Otros, desde prejuicios muy distintos, defenderán la vida de todos los seres humanos en cualquier momento o condición de su existencia, desde que inicia a existir como embrión hasta que muere en una cama de hospital o en una choza pobre pero llena de hombres y mujeres dignos.
Dignos, sí, porque saben reconocer el valor de cada ser humano, aunque se encuentre carcomido por la lepra, aunque sea un niño pobre y sucio, pero con esos ojos que brillan sólo para quienes leen la vida humana más allá de los límites estrechos de lo experimental: con la mirada del espíritu, que puede tocar lo profundo del misterio de la vida humana, de la tuya, de la mía, de la de todos.
A un racista puedes enseñarle que este niño de otra piel tiene un DNA humano, está dotado de cabeza, tronco y extremidades, respira, come y usa un lenguaje significativo, y puede darte la mano en señal de amistad. Todos estos datos no serán suficientes para el racista: necesita algo más para descubrir que ese niño es un ser humano digno de respeto.
A algunos científicos les puedes decir que desde la concepción inicia un nuevo proceso vital: comienza a existir un individuo con un DNA distinto del que tienen su padre y su madre, orientado a un crecimiento rápido y bien programado. Puedes ver con ellos que se duplican las células de un modo coordinado y autónomo, que el proceso se orienta, si no hay obstáculos, hacia las etapas futuras: ser feto, nacer, ser niño, adolescente, adulto.
Para esos científicos (pocos, esperamos) esos datos se quedan simplemente en eso, en datos. Pueden medirlos, pueden controlarlos con reactivos químicos, pueden fotografiarlos. Pero se les escapa algo que no se ve en el microscopio: la dignidad propia de todo ser humano en cualquiera de sus etapas de desarrollo.
¿Por qué ocurre esto? Porque la dignidad y el respeto son visibles sólo desde otra perspectiva, desde una profundidad intelectual que supera infinitamente las capacidades analíticas de un complejo instrumental de laboratorio.
La ciencia, conviene recordarlo, se limita a observar, a recoger datos. No hemos de pedir peras al olmo, ni razonamientos filosóficos a las probetas. Por eso mismo no toca al laboratorio determinar quién merece respeto, cariño y protección, y quién no lo merece. En cambio, el científico sí puede decirnos qué tipo de propiedades y características presenta este embrión, por qué se desarrolla, de dónde procede y a dónde va.
Se trata de informaciones importantes para distinguir un embrión humano de un embrión de jabalí, pero llegan sólo hasta allí. El que un animalista proteste porque destruimos huevos de águilas y luego no muestre tanto interés por los embriones humanos viene de algo que va mucho más allá de lo que dicen los datos de laboratorio.
Por eso nos podemos encontrar con dos tipos muy diferentes de científicos. Unos defienden la dignidad de los embriones, de los fetos, de los niños (sean ricos o pobres, sanos o enfermos). Otros, en cambio, dicen que el respeto depende de parámetros de calidad o del número de células que uno pueda tener. No faltan, en este segundo grupo, algunos que acusan a los defensores de la dignidad del embrión humano de usar “prejuicios religiosos”, prejuicios que no serían capaces de fundar la dignidad de un embrión...
En otras palabras: los mismos datos de la embriología científica pueden ser analizados por un científico de corazón empequeñecido y por otro de principios nobles. Las conclusiones de cada uno serán muy diferentes. El primero no sabrá ni querrá respetar a los embriones, a no ser bajo una serie de condiciones que varían según parámetros de interés o de utilidad. El segundo verá en ese ser minúsculo la grandeza de una vida humana, la belleza de una existencia que inicia como iniciamos a vivir cada uno de los adultos que hoy podemos convivir en un planeta lleno de lirios y jilgueros, de madres y padres generosos y buenos.
Todo depende de una perspectiva filosófica y religiosa. Tenerla o no tenerla marca la diferencia. Una diferencia de la que depende el respeto que luego cada uno da a los demás seres humanos (embriones, niños, adultos o ancianos).
No podemos ser neutrales en estos temas, ni siquiera puede serlo un científico. De los prejuicios de cada uno (todos los tenemos, incluso quien no quiere admitirlo) nacerán luego posturas como la de quienes planean destruir embriones humanos para que “progrese” la ciencia, o experimentar con prisioneros de un campo de concentración para mejorar los sistemas sanitarios de una dictadura. Otros, desde prejuicios muy distintos, defenderán la vida de todos los seres humanos en cualquier momento o condición de su existencia, desde que inicia a existir como embrión hasta que muere en una cama de hospital o en una choza pobre pero llena de hombres y mujeres dignos.
Dignos, sí, porque saben reconocer el valor de cada ser humano, aunque se encuentre carcomido por la lepra, aunque sea un niño pobre y sucio, pero con esos ojos que brillan sólo para quienes leen la vida humana más allá de los límites estrechos de lo experimental: con la mirada del espíritu, que puede tocar lo profundo del misterio de la vida humana, de la tuya, de la mía, de la de todos.
Autor: P.
Fernando Pascual
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