viernes, 8 de junio de 2012

EL EXORCISMO DE MARTA.


Un caso real de posesión demoníaca.

El extraño caso que aquí se cuenta, resulta extraño incluso para mí mismo. Y si me fue resultando menos extraño fue porque se fue desplegando paulatinamente. No hace falta decir que de todo lo que se cuenta en estas líneas fui testigo ocular. Dentro de un siglo o dos, sin duda algún investigador tratará de teorizar acerca de lo que verdaderamente pasó. Pero yo sé lo que realmente sucedió. Los sucesos están frescos, demasiados testigos siguen vivos. Ahora, todavía, no caben las teorías que desdigan lo que aquí se dice, pues los testimonios son demasiado numerosos. Los hechos, de momento, no dejan lugar a teorías oscuras. La luz que nos ha cegado todavía disipa la oscuridad de esas teorías, la oscuridad de esas explicaciones que en el futuro negarán lo que aquí se cuenta. Pero yo estuve allí, y cuento lo que vi.

Todo lo que voy a contar en esta historia como sacerdote puedo asegurar que es verdad, todos los nombres son reales. Y cada vez que se da un nombre, se ofrecen datos adjuntos para poder comprobar que son personas reales a las que se les puede consultar. No obstante, un sólo nombre es ficticio, el de la posesa, a la que se le adjudica el nombre ficticio de Marta. Conocedor como soy de los verdaderos nombres de la posesa y su madre, callaré sus identidades. Después de un año viéndonos semanalmente, no sólo los nombres, apellidos, trabajo, lugar de residencia y teléfonos, sino toda su vida era conocida por mí, porque ya entraron a formar parte de mi vida. Aquellos que viven una tragedia como un naufragio o una guerra y pasan meses juntos establecen vínculos y lazos que permanecen para toda la vida, así también las muchas cosas que vivimos durante más de un año, los muchos sufrimientos, llantos, risas y alegrías han hecho que aquella madre e hija formen ya parte de mi familia.

En el año 2001 yo vivía mi tranquila vida como párroco de una deliciosa parroquia sin saber que una perfecta desconocida llamada Marta y que estaba luchando por su vida en un hospital, me iba a cambiar la vida. Vivía lejos de mí, en otra provincia, nunca nos habíamos conocido, y, sin embargo, nuestras vidas se iban a entrelazar de un modo inextricable. Los médicos comentaban la extraña enfermedad que padecía aquella universitaria vigilada 24 horas en la UCI un extraño síndrome cuyo nombre callaré para evitar la identificación de esta jovencita de una carrera de ciencias. La chica estuvo al borde de la muerte durante doce días mientras su madre no hacía más que rezar y rezar para que su hija viviera.

La enfermedad pasó. La joven volvió a su casa. La vida de aquella madre e hija que vivían solas debía haber vuelto a la normalidad. Pero no fue así. La madre comenzó a notar cosas extrañas. Ruidos, crujidos de difícil explicación recorrían la casa. Trató de no darle mayor importancia.

Sin embargo, pronto comenzó a notar en su hija reacciones que en ella no eran normales. Había discusiones a la hora de ir a misa en los días festivos, en algunos momentos mostraba animadversión hacia lo religioso, bostezos casi continuos en el momento en que ella, la madre, comenzaba a rezar, a veces una mirada aterradora que jamás había visto en su hija. La hija comenzaba a mostrar dificultad para centrarse en sus estudios, embotamiento, dolores punzantes y repetitivos en cualquier parte del cuerpo, sobre todo en la cabeza.

Pero todo esto sólo era el comienzo, un día estaban madre e hija juntas en el salón cuando la madre aterrada observó sin dar crédito a sus ojos como su hija entraba en trance, se quedaba inmóvil y comenzaba a levitar con el butacón. La madre no podía creer lo que estaba viendo. El pesado butacón con su hija sentada encima se levantaba lentamente del suelo un palmo, permaneciendo suspendido en el aire. Desde ese momento tuvo la invencible seguridad de que lo que tenía su hija no era nada que pudiera ser curado con medicinas. Seguridad inconmovible que le acompañaría durante los dos años siguientes. Todo esto puede parecer increíble al incrédulo, puede ser motivo de mofa para el escéptico... pero cuando se ve no hay lugar para el escepticismo. Cuando uno ve con sus propios ojos estas cosas la incredulidad ya no es posible. La sonrisa del escéptico se hiela en la cara, los ojos refutan todas las teorías. Las razones nada pueden frente a lo que ven los ojos.

En ese momento comienza un peregrinaje eclesiástico, peregrinaje que cuento con la esperanza de que aprendiendo en cabeza ajena se pongan los medios para que no tenga que volver a repetirse nunca más. Cuento este viacrucis eclesiástico para que aprendiendo en cabeza ajena (o dicho de otra manera, aprendiendo a costa de sufrimiento ajeno), los que tengan autoridad en la Iglesia entiendan que hay que tomar medidas para que casos así no se repitan.

La madre pidió audiencia con el obispo de su diócesis. Penetró en las estancias de palacio con la confianza de una hija que va a pedir ayuda a su padre, a un sucesor de los Apóstoles. Comprobó que si los curas habían sido tajantes, el obispo, por el contrario fue exquisitamente diplomático y cortés. Le aconsejo como primera medida que vaya a un psiquiatra, usted y su hija. La mujer se marchó confiada pensando que por fin su hija iba a ser atendida. Vana ilusión. No sabían que tras la despedida del prelado, éste dio la indicación a su secretario de que nunca más volviera a concederles audiencia.

Pero la madre hizo justamente lo que le había indicado el obispo, ir a un psiquiatra. El psiquiatra escribió un informe indicando que la chica estaba mentalmente sana. Pero cuando quisieron volver a ver al obispo, se encontraron con que éste había dado órdenes tajantes de que no se les volviera a conceder audiencia. La madre no cejó en su empeño. Y las dos comenzaron a peregrinar por los despachos e iglesias de párrocos, religiosos y vicarios episcopales, un esperanzado viacrucis de petición de ayuda, una ayuda a la que tenían derecho, pero al fin y al cabo un itinerario de audiencias con bastante poco resultado.

La madre, como el proceso de búsqueda de exorcista se alargaba comenzó a rezar al lado de su hija, fue entonces cuando aterrada observó como la hija se convulsionaba sobre la cama. Eran unas convulsiones terribles, el cuerpo de su hija se levantaba medio metro sobre las sábanas como un juguete de peluche sacudido por una fuerza tremenda. Aquellas convulsiones pasaron al cabo de unos minutos, pero la tragedia que iban a vivir sólo estaba comenzando.

Días después, madre e hija fueron a ver a un sacerdote. Pidieron hablar a solas con él. Cuando la madre le explicó su caso, el sacerdote sonrió con la mayor de las incredulidades. La madre estaba llena de aflicción, le pedía ayuda, pero el sacerdote les aconsejó un psiquiatra. El sacerdote no sólo les aconsejó eso, sino que les trató con el mayor de los desprecios. Aquel hombre que representaba la fe, que se suponía que era un mensajero de la fe, les trató con una dureza que ambas recordarían durante los años siguientes con gran dolor. La negativa a ayudarles marcó el comienzo de las visitas a una larga lista de sacerdotes y religiosos en general. Todos se mostraron férreos en sus respuestas. Vaya a un psiquiatra. Ninguno de ellos se molestó en examinar a su hija. ¿Para qué? La hija llegó incluso a ser expulsada de malas maneras de un confesionario cuando trató de suplicar, de implorar, ayuda de un jesuita.

Una madre puede llegar a ser insistente hasta límites increíbles. Así que la madre la llevó un día a su parroquia, iglesia distinta de la de los religiosos a los que había acudido la primera vez. Le pidió al párroco que la bendijera. Él lo hizo sin darle mayor importancia, cuando de pronto se encontró con la chica furiosa cayendo al suelo y revolviéndose allí en la sacristía. Los gritos, la mirada, la furia era tal que el anciano párroco se llevó un gran susto, para ser exactos, el susto de su vida. El sobresalto fue tal que nervioso cogió el teléfono y llamó a uno de los vicarios episcopales. Mira, no tengo ni idea de qué sea esto, pero lo que acabo de ver no es normal, debió decirle. Al final uno de los vicarios episcopales, en un alarde de generosidad, ante la insistencia de la madre, ante el párroco que comenzaba a ponerse al lado de la madre, envió un psiquiatra a que la examinara. Sólo la sacristía fue testigo de aquella hora de conversación entre el médico y la chica.

Como es lógico el informe sobre el caso se entregó al vicario episcopal. Dijera lo que dijera el médico lo cierto es que al final el vicario logró del obispo que diera permiso al párroco para que la exorcizara. El párroco, sin usar ritual alguno, comenzó a darle bendiciones y a rezar por ella. Hay que hacer notar que el cura hizo exactamente lo inverso a lo que hay que hacer en estos casos. Ojalá que el párroco hubiera visto al menos El Exorcista. Pero parece que ni de esa mínima formación gozaba, pues hizo justo al revés de lo que se debe. Entre otras cosas, cuando el demonio comenzaba a gritar o a agitarse, paraba sus oraciones hasta que se tranquilizara. O sea, justo al revés. Así, de este modo tan infructuoso siguieron un par de breves e inútiles sesiones. Sea por la impresión de lo que vio, sea por la edad, sea por lo que sea, el párroco enfermó gravemente y hasta esas oraciones se detuvieron sine die. La enfermedad se veía que iba por lo menos para varios meses.

Mientras tanto en casa la madre no podía hacer la más leve oración en presencia de su hija. Cualquier rezo por breve que fuera, incluso en silencio, provocaba en Marta gritos, amenazas y unas miradas verdaderamente malignas que helaban la sangre de la madre. Al detener sus oraciones, la hija volvía a su estado normal y no recordaba nada. La madre si rezaba debía hacerlo en otra habitación, y aun así su hija entraba en trance en la habitación de al lado. Mientras tanto la vida de la madre y la hija fuera de casa, continuaba normal. La madre seguía trabajando en su puesto de trabajo y la hija seguía yendo a la universidad sin que nadie sospechara nada.

Pero la madre estaba decidida a que las noches de pesadilla que estaban pasando en casa acabaran. En cierta conversación con un sacerdote, éste le dijo. No tenemos a nadie preparado para ocuparse de estos casos.

-¿Pues adónde debo ir? -preguntó desesperada la madre.

Como el sacerdote no le daba respuesta la madre dijo con la mayor mansedumbre.

-Mire, he leído que en Roma hay un exorcista - el padre Gabriele Amorth -, yo pago el viaje a uno de sus sacerdotes para que vaya, se prepare y pueda ayudar a mi hija.

Pero no, ni con tantas facilidades lograría que su hija fuera atendida. El párroco y uno de los vicarios episcopales estaban dispuestos a ayudarla, pero buena parte del clero seguía pensando que esto eran cosas del pasado. Después de tantos meses, después de tantas puertas a las que había llamado, una cosa quedó clara, de su diócesis no podía esperar la solución del problema de su hija. ¿Qué podía hacer? Se le ocurrió a la madre pedir en información el número de casi todos los obispados de España. Les llamó y les fue preguntando si en esa diócesis había algún exorcista o algún sacerdote que pudiera atender el caso de su hija. El resultado fue negativo. En todas se les dijo que no había nadie. La madre no hacía cada día más que rezar y rezar por que el Señor arreglara el problema de su hija. Con lágrimas y horas y horas de rosarios la madre veía con tristeza que estaban en un callejón sin salida. Estuvo pensando en ir a Roma a ver al exorcista de Roma, el padre Gabriele Amorth.

Tiempo antes, uno de los vicarios episcopales había logrado contactar con un sacerdote de Roma que habló con el exorcista de la diócesis de Roma para consultarle si debía aquella mujer trasladarse a que él la viera. El padre Amorth le envió un fax. En él se decía que no se desplazara a Roma, sino que se le exorcizara en España. Era lógico que le respondiera eso, ¿cuánto podía durar un exorcismo? Podía ser cosa de una sesión, de semanas o de meses, no podían hospedarse en Roma indefinidamente.

La madre estaba bastante desesperada. Era una mujer bondadosa, afable, muy religiosa, jamás se hubiera esperado una respuesta así no de un clérigo u otro, sino de todos. El padre Gabriele Amorth, el único experto que conocía y que estaba dispuesto a ayudarle le decía que no fuera a Roma. Evidentemente una estancia de meses en el extranjero, abandonando la madre el único trabajo que las mantenía, las hubiera dejado en la bancarrota.

La madre y la hija seguían solas, su padre había muerto hacía años. Ambas se querían mucho y todos estos sufrimientos reforzaban más y más su afecto. Parecían completamente abandonadas a su suerte, pero es interesante advertir que en una de las últimas y tormentosas conversaciones con un religioso de su ciudad la hija sacó fuerzas de donde pudo y tuvo esta despedida enérgica. Padre, si usted no me ayuda, Dios me ayudará.

La madre era una mujer de fe, y creía en lo que su hija acababa de decir, pero no se veía luz al final del túnel, ni el más leve rayo de esperanza. Sin embargo, no se imaginaba aquella mujer dolorida hasta qué punto Dios la había inspirado al decir estas palabras. No se imaginaba cuan generosamente, cuan sobreabundantemente, el Todopoderoso las iba a ayudar. Aquel religioso debió volver a sus quehaceres sin pensar que Dios le podía haber hablado a través de aquella chica. No debió darle vueltas al mensaje tan terrible que Dios le estaba dando. Padre, si usted no me ayuda, Dios me ayudará.

La vida continuó para ellas, una vida alterada en que lo paranormal se hacía presente cada día. Una vida en que la hija sólo podía rezar con esfuerzos titánicos, para caer finalmente en la pérdida de la consciencia primero y en los gritos después. En estos casos, si la familia puede pagarlo, el final de este tipo de personas suele ser el internamiento en un centro psiquiátrico. Una cadena perpetua en busca de una salud mental que nunca acaba de llegar. Afortunadamente el que la madre hubiera presenciado la levitación del butacón con la hija encima había alejado la peligrosa quimera de buscar la solución por ese camino que la hubiera llevado a la locura. La medicación actuando sobre su cerebro, en internamiento en un centro, hubieran llevado a aquella universitaria sana a la demencia. Pero la madre resistía y la hija se ponía en las manos de Dios. Las dos guardaban su secreto sin hacer partícipes de él ni a familiares ni amigos. Ni siquiera los hermanos mayores de Marta o sus tíos sabían nada del calvario que estaban sufriendo aquellas dos mujeres. Los meses siguieron transcurriendo.

Al final y a través de un cúmulo de casualidades - Dios está siempre tras las casualidades -, supieron de un sacerdote que atendía casos de supuesta posesión. Sacerdote el cual que soy yo. Tras treinta o cuarenta llamadas buscando o preguntando, por fin dieron con mi número telefónico. Cuando oí la humilde voz de la madre oí la voz de alguien que ha sufrido mucho. La voz mansa y afligida de los que han sufrido mucho durante años, es una voz especial. Aquella mujer con una grandísima humildad, con miedo de impacientarme, de dar un paso en falso, me preguntó si podía explicarme su caso porque necesitaba ayuda. Le dije que por supuesto, que la escuchaba. Le dio un vuelco el corazón, se debía esperar que le dijera que no tenía tiempo, que no podía ayudarla, que se dirigiera a su diócesis o lo que fuera. Pero ante su sorpresa le dije que le escuchaba. Después de tantas puertas cerradas, todas, alguien del clero la escuchaba. Me explicó su caso. Yo vi que por lo que contaba era un caso claro de posesión así que fui a por mi agenda y le di hora y día para que me vinieran a ver en mi parroquia.

Cuando varios días después llegaron a mi parroquia les escuché, les hice las preguntas que consideré pertinentes y después oré por ella. Al momento dio todos los signos de posesión.

Mara Marta y su madre, tras dos años, su tiempo de espera por fin había acabado. Tenían que venir de lejos, cada viaje que iban a hacer de ahora en adelante, suponía una serie de incomodidades para ellas. Graves incomodidades que no puedo especificar como otros tantos detalles de esta historia, para no revelar ningún hecho que permita identificarlas. Pero a pesar de que cada sesión suponía un inmenso sacrificio por el mero hecho de tener que llegar hasta mi parroquia, las sesiones de oración por Marta darían comienzo de inmediato y ya no se detendrían hasta que el demonio saliera.

Así aquel sábado 2 de marzo de 2002, dieron comienzo las oraciones por aquella chica. Oraciones que pensaba que se prolongarían en todo caso dos o tres días más. Iluso de mí, no sabía lo que aquella chica tenía dentro, no sabía los planes que tenía Dios para aquel caso.

Aquel día estuvimos dos horas orando. Digo estuvimos, pues había pedido a cuatro personas que vinieran a orar por ella y a ayudarme a sujetarla si era preciso. Al poco de dar comienzo a las oraciones, le pregunté al demonio que cuántos había dentro. Contestó que cinco. La chica presentaba los signos normales de posesión. Las cosas sagradas (crucifijos, agua bendita, santo crisma) le producían una profunda aversión que le llevaba a gritar y retorcerse. Habíamos colocado una colchoneta allí en el suelo, ante el altar, sujetándola entre varios sobre esa colchoneta, procedimos a pedir a Dios la liberación de ella.

Cuando le pregunté en latín a aquel demonio cómo había entrado se resistió a responder. Pero insistí en la orden en el nombre de Jesús. Aquel demonio no quería hablar, pero el nombre de Jesús le obligaba. En ese nombre santísimo hay un poder que fuerza a los demonios a responder. Al final respondió. Pero cuando lo hizo yo no entendí nada. Era el nombre de un chico. ¿Qué significaba aquello? La madre me dijo que era el nombre de un compañero de clase de su hija. En latín volví a insistir en que me dijera de qué medios concretos se había servido para entrar en esa persona. Tras insistir yo en mi orden, la respuesta entrecortada que obtuve fue hechizo de muerte. Todo estaba claro. La enfermedad que había padecido y que casi la había matado era el fruto de un hechizo que había llevado a cabo ese chico. Por las muchas oraciones de su madre Marta se había salvado, pero había quedado posesa. Normalmente este tipo de cosas no suceden aunque alguien haga un hechizo, pero cuando se invoca a estas fuerzas demoníacas cualquier cosa puede pasar. Cuando una persona va a misa y se confiesa está protegida por Dios. Y probablemente si hubiera rezado el rosario hubiera estado protegida. Pero sólo con la misa, y aun confesándose de vez en cuando, no fue suficiente para que el hechizo no hiciera efecto en su cuerpo en forma primero de enfermedad y de posesión después.

A partir de entonces tuvimos una sesión cada semana, de dos horas y media. Un día a la semana, durante toda la mañana, nos encerrábamos en la capilla situada bajo el templo propiamente dicho, una capilla bajo tierra y con paredes de hormigón, y orábamos con fervor a Dios para que librara de aquel mal.

Al principio de cada sesión siempre comenzaba la oración arrodillado en la capilla, pidiéndole a Dios que nos ayudara y nos iluminara. En silencio, en el interior de mi corazón decía esta oración: Dios Padre, derrama sobre nosotros la Sangre que Tu Hijo vertió en la Cruz por amor a los hombres, y que esa Sangre preciosa nos proteja de todo ataque del maligno. Tras eso pedíamos a todos los santos que nos ayudasen. La letanía incluía a todos los santos que venían a mi memoria. Y después seguíamos orando horas y horas. Horas y horas, días y días, semanas y semanas. Y lo que fue más duro para Marta, meses y meses. Al menos la chica al acabar cada sesión no recordaba nada, lo cual era una gran ventaja. Sólo tenía una vaga sensación como de haber pasado por una pesadilla.

En las sesiones estábamos normalmente cuatro o cinco personas rezando el rosario todo el tiempo. Las sesiones a nadie dejaban indiferente. A unos les impactaban más y a otros menos. Algunos quedaban aterrados ante aquellos gritos y convulsiones. Pero conforme pasaba la primera media hora y veían que no pasaba nada más incluso los más impresionables se iban tranquilizando. Una de las cosas que a mí me edificaba profundamente era ver a la madre de rodillas sobre el duro suelo rezando rosario tras rosario durante horas.

A lo largo de todas las sesiones y años que llevo ayudando a la gente con este ministerio puede decir que he hablado muchas veces con el demonio. Por supuesto que estos diálogos han tenido lugar siempre a través de los posesos. Hablar con los demonios me ha revelado lo terrible que es su psicología. Cuando en medio de las oraciones, retorciéndose el poseso de dolor, le he dicho. ¡Necio!, ¿por qué sigues ahí dentro si estás sufriendo? Él me respondía sin dudarlo ni un segundo: Para hacer daño. Un demonio es un ser maligno que quiere hacerte sufrir con toda frialdad. Si puede durante años, y no sentirá piedad alguna. El demonio no siente compasión ni por un débil anciano enfermo ni por una linda niña rubia con toda la vida por delante. Sólo desea torturarte, que padezcas, abocarte a la desesperación, al alejamiento de Dios, conducirte hacia el suicidio, la locura, la depravación o hacia cualquier otra cosa que nos haga llevar una vida más miserable.

Marta tenía cinco demonios en su cuerpo. El primer demonio se llamaba Fausto, el tercero perfidia, el penúltimo en salir Azabel, y el último, el más poderoso, Zabulón. Uno se marchó sin decir el nombre. Todos los demonios, menos el último, fueron saliendo uno a uno en un total de ocho sesiones. Quizá Fausto no era nombre de demonio, sino de un espíritu perdido o de un alma condenada (a efectos del exorcismo, las almas condenadas se asimilan en todo a los demonios. Los espíritus perdidos son las almas de aquellos que han muerto sin pedir perdón a Dios, pero sin rechazarlo de forma definitiva. Estas últimas son almas dejadas para el día del Juicio Final).

Curiosamente al penúltimo demonio, Azabel, lo que más le atormentaba fue el sonido de los besos de la madre a un crucifijo que tenía en las manos. Insisto, descubrimos al cabo de horas de oración que era ese sonido lo que le volvía loco de dolor. Me vais a matar, repetía el demonio. Ya me habéis torturado bastante por hoy, decía suplicante. Cada vez que la madre de Marta besaba sonoramente el crucifijo que tenía en sus manos, la posesa se retorcía como si estuviera a punto de morir. Al final las convulsiones fueron tremendas, y salió. La tranquilidad volvió a la chica que yacía serena sobre la colchoneta.

Al seguir con las oraciones sabíamos que todavía quedaba un demonio. Zabulón. Cuando se le ordenaba que besara una estampa de la Virgen le daba mordiscos. Sin embargo, a pesar de esta rebeldía, cuando se le ordenaba beber el agua bendita en el nombre de Cristo, la bebía. Aunque había que ordenarle después que la tragara, pues de lo contario más de una vez algún poseso me ha regado la cara varios minutos después con el contenido de su boca. Cuando le ordenaba a Zabulón que repitiera versículos del prólogo del Evangelio de San Juan, lo hacía pero con rabia, como si las palabras fueran aceite hirviendo en su boca. Y, además, siempre que llegaba a la palabra Dios decía Él, para no pronunciar una palabra que le resultaba tan odiosa.

Es interesante referir que al investigar acerca del nombre Zabulón descubrí que ese demonio era la cuarta vez que aparecía en la historia. La penúltima conocida fue con el padre Cándido Amantini, maestro del padre Gabriele Amorth. Pero también vi que ese mismo demonio respondió que ese era su nombre en Loudum, cerca de la Rochelle en el siglo XVII en Francia en un exorcismo que se prolongó muchísimo y en el que ocurrieron muchos hechos extraordinarios. Y ya debía haber aparecido antes al menos una cuarta vez, porque el nombre de Zabulón ya había quedado reflejado en ciertos escritos medievales como un nombre perteneciente al demonio, aunque ya no había memoria de cuando había ocurrido la posesión en la que se obtuvo el conocimiento de su nombre. Es de suponer que en esas sesiones medievales debieron descubrir qué era lo que le torturaba en concreto a ese demonio. Pero tal información si alguna vez se consignó, se había perdido. Fue una pena, porque íbamos a necesitar de bastantes sesiones para descubrir que a este demonio le atormentaba muchísimo tener que repetir fragmentos de la Sagrada Escritura. Y especialmente todo lo relativo a Dios como Luz. Muchas sesiones antes había dicho. Yo vi la luz y me alejé de ella. Lo dijo con tremenda pena y rabia. No le dimos mayor importancia a aquella afirmación, pero la tenía.

He observado infinidad de ocasiones que cuando uno le ordena algo a un demonio como besar un crucifijo o decir una alabanza a Dios, se niega. Pero si uno se lo ordena en el nombre de Jesús y repite esa orden con fe, al final obedece. Pero es todo un espectáculo ver la cara de odio y repugnancia que pone el demonio al tener que besar una cruz o rezar una oración. Ese tipo de acciones le atormentan, le dan asco. Pero hay un poder que le obliga a hacerlo. Eso sí, hay que dar la orden en el nombre de Jesús, de lo contrario jamás lo hará. También se le puede ordenar: por mi poder sacerdotal... o por el poder de la Cruz de Cristo... o por los sufrimientos del Redentor en la Pasión... etc. Al demonio hay que ordenarle las cosas, no se le pide nada. Pero aunque hay que ser imperativo, no sirve de nada gritar o enfadarse. El darle órdenes de hacer cosas religiosas le atormenta mucho, de forma que hay un momento en que ya no aguanta más y se marcha. Todas las órdenes y oraciones le van debilitando, y al final no puede resistir la fuerza de las preces y sale.

En un momento dado, le ordené rezar la oración de la Salve, lo hizo al final, arrastrando las sílabas. El odio a la Virgen era tremendo, ya de por sí era una predicación, una predicación de amor a la Virgen. Porque, evidentemente, si los demonios odian tanto a la Virgen María es que Ella es poderosísima. No en vano tiene el título de Reina de los Ángeles.

Cuando el demonio rezó la Salve dijo: Dios te salve Reina y Madre, esperanza vuestra, a ti llaman los desterrados hijos de Eva... Todas las oraciones y textos de la Sagrada Escritura, si se le hacen repetir, los recita, pero cambiando aquello que no se refiere a ellos, los demonios. Por ejemplo, cuando el Evangelio de San Juan dice que la Palabra plantó su tienda y habitó entre nosotros, el demonio dice y habitó entre vosotros. Le he mandado repetir infinidad de textos durante meses, nunca lo he cogido en ningún error. A veces le he hecho repetir frases teológicas que le atormentaran especialmente. Y él las ha repetido, pero alguna de ellas yo no me había dado cuenta de que para un espíritu caído no era válida. En esos casos, el demonio al instante ha exclamado: ¡eso no! En todos los casos, lo he meditado un momento y me he dado cuenta de que tenía razón.

Nunca en tantos meses el demonio que repetía las frases que le mandaba repetir se equivocó, ni una sola vez. Dada la duración de las sesiones, dado que estaba improvisando sobre la marcha, en alguna ocasión yo si que me equivoqué. Por ejemplo, si le decía que repitiera Dios es Rey. Él lo repetía. El Señor me creó, lo repetía. Pero poco a poco iba diciendo cosas que le atormentaran más, pero algunas de más complejidad teológica. Por ejemplo, si le mandaba repetir cuanto más me valiera no haber desobedecido, lo decía. Pues esta aseveración sólo implicaba el reconocimiento intelectual de que su opción le había traído perjuicios. Pero en un momento le mandé repetir me arrepiento de haberme alejado de Dios. Entonces dijo ¡no! Yo insistí en mi orden, finalmente me dijo rabioso: si quieres lo repito, pero no es verdad.

Otra cosa interesante de observar es que cuando a un demonio se le ordena en el nombre de Jesús que responda a una pregunta, una de dos, o se calla o si responde dice la verdad. Desde luego, si se insiste en el nombre de Jesús acaba diciendo la verdad, porque a veces la primera respuesta puede ser cualquier cosa.

Sólo una vez por más que le di vueltas pensé que Zabulón me estaba engañando por más que insistí en mi orden, el hecho me dejó muy perplejo. En un momento dado invoqué a varios santos. En mi oración en voz alta le pedía a la madre Teresa de Calcuta y a José María Escrivá de Balaguer que nos ayudaran. Entonces aquella voz desagradable habló, cosa extraña, pues casi nunca decía nada salvo que se le obligara a hablar. Pero en esa ocasión dijo: ella si que es una santa (la madre Teresa de Calcuta), él no (Josemaría Escrivá de Balaguer). Yo le repliqué al momento diciéndole que estaba mintiendo. El demonio me dijo: piensa lo que quieras, pero no es santo. Le dije que creía a la Iglesia, y si la Iglesia me decía que Josemaría Escrivá era santo, pues lo era, y punto. Y es más, quise comprobar el poder del nombre de Cristo y le ordené que dijera la verdad. Pero ante mi sorpresa, por más que se lo ordené se mantuvo en su afirmación sin ceder.

Aquello me dejó muy perplejo. Era la primera vez que sucedía. Hasta entonces el poder del nombre de Jesús siempre le había obligado a decir la verdad. Durante un día le di muchas vueltas y al día siguiente de forma repentina me vino a la mente la respuesta. Respuesta que me llenó de alegría, porque podía seguir confiando en el poder del nombre de Jesús. Y de admiración, porque nunca pensé que el demonio podía ser tan escurridizo, tan serpentino y astuto en un simple comentario hecho tan de paso. El demonio no había rectificado porque había dicho la verdad. Cuando dijo que la madre Teresa de Calcuta era una santa se refería a que había llevado una vida santa y ejemplar. Pero cuando dijo que Josemaría Escrivá no era santo, era verdad, pues todavía no había sido canonizado. Iba a ser canonizado la semana siguiente, pero todavía no estaba canonizado. El demonio había usado esa argucia semántica para sembrar la duda. La madre Teresa era santa de facto, Josemaría Escrivá no lo era de iure. Aunque Zabulón no era Satán, Padre de la mentira, si que era maestro del error y estaba dispuesto a usar en una frase un término en dos sentidos distintos, pero verdaderos, con tal de sembrar la desconfianza hacia la santidad hacia el, entonces, beato Josemaría y hacia el juicio de la Iglesia. Debo reconocer que su semilla diabólica, semilla que siembra la duda, hizo que desconfiara por un momento del juicio de la Iglesia, y por ende de la vida de aquel beato. Por un momento en aquella cripta bajo tierra, capilla iluminada por las velas; solos como estábamos (la madre, la posesa y yo), la siembra de la duda comenzó a echar sus malignas raíces en mi mente. No lo digo por quedar bien, pero no consentí en la duda. En cuanto vino a mi mente la advertencia del pecado que se me presentaba en aquel pensamiento, lo deseché.

Pero la duda era tremenda, era la duda acerca del juicio de la Iglesia, acerca de la vida de un santo y, en definitiva, acerca de la bondad de una institución de la Santa Madre Iglesia. Yo había improvisado sin pensarlo aquella invocación al beato, y el demonio, había añadido aquel comentario al instante, al segundo. Él conocía el más allá, él nunca había salido victorioso al poder del nombre de Jesús. Por más que le hubiera abrasado tener que reconocer la verdad y confesarla, siempre se había visto obligado al final a hacerlo. Aquel comentario venenoso que había lanzado el demonio, hubiera sido muy destructivo si hubiera habido personas alrededor menos formadas. Pero al día siguiente, cuando me vino a la mente la solución, vi con claridad que la astucia del demonio se volvía en su contra. Pues si aquel ángel caído había tratado de denigrar la santidad del nombre de aquel beato, entonces era el mayor elogio que podía hacerle. La mayor alabanza de su santidad era precisamente esa, el haber buscado una argucia tan astuta, tan retorcida, para atacarle.

Meditar sobre aquello me recordaría que Zabulón era también un teólogo. Aquel ser que se retorcía, gritaba y aullaba, sabía más Teología que yo. Y en un segundo había formado una frase cuya primera parte era verdadera de hecho y cuya segunda parte era verdadera de Derecho. Según se interpretara aquella frase era cierta la visión tradicional de la Iglesia o por el contrario era cierta una visión según la cual los juicios de la sede de Pablo podían ser errados, sus santos pecadores, y sus instituciones malas. Además se me presentaba la sencillez y santidad de la Madre Teresa frente al juicio de la Sede Apostólica. No podía decirse más, en menos. Afortunadamente, una argucia del Maligno cuando es descubierta y expuesta a la luz reafirma más justo aquello que trata de negar. Y a veces la sombra de una gran duda puede ser tan nefasta como la rotundidad de una pequeña negación.

Aunque aquella frase fue una obra maestra del arte de la duda, fueron innumerables los momentos en que pude comprobar que aquella voz que hablaba por boca de la posesa en Teología nunca erraba. Por citar sólo un ejemplo, irrelevante por otra parte, en una ocasión la madre de la chica le hizo una pregunta a la posesa en medio de una sesión. No contestó. Entonces le dije: repite lo que ha dicho tu madre. Al instante, sin dudarlo ni una fracción de segundo, aquella voz ronca y desagradable dijo: yo no tengo madre. Era fácil cometer una equivocación así por mi parte, pero la voz nunca erró su respuesta durante meses.

Si le mandaba que alabara a Dios, podía hacerlo al final tras mucho ordenárselo, podía rezar el Sanctus de la misa, podía repetir frases tales como: cuánto más me hubiera valido obedecer a Dios; cuánto mejor hubiera sido no alejarme de la Luz; qué feliz sería si hubiese permanecido junto a la Palabra. Lo repetía con odio; pero lo repetía. Más cuando, le dije que repitiera: me arrepiento de haberme alejado de Dios. Al instante, contundente, dijo: ¡no, eso no es verdad! Le ordené con las más imperativas conjuraciones en nombre de Dios a que lo repitiera. Al final me dijo: si me lo ordenas, lo repetiré, pero no es verdad. Lo medité y vi que tenía razón él. El demonio puede alabar a Dios, forzado, pero puede alabarle. Pero arrepentirse no puede hacerlo. Para eso es necesaria una gracia. Gracia que él ya no recibirá. Las primeras frases (cuánto más me hubiera valido obedecer a Dios, cuánto mejor hubiera sido no alejarme de la Luz, qué feliz sería si hubiese permanecido junto a la Palabra) si que eran ciertas, pues él con su inteligencia sabe cuánto ha perdido en su rebelión. Pero una cosa es saber eso con su inteligencia, y otra el acto sobrenatural del arrepentimiento. Ejemplos de este profundo conocimiento teológico tuve muchos.

Alguna vez que otra le hice alguna pregunta a la que contestó: eso no es relevante. Efectivamente, el demonio no tenía ninguna obligación de contestar preguntas que fueran curiosas o que no sirvieran al caso. El demonio no tenía obligación de contestar y por más que oráramos la fuerza de la oración no sacaba de él ninguna respuesta porque Dios no le obligaba a ello. Por ejemplo, decía unas cosas muy extrañas en un idioma desconocido. Le pregunté qué idioma era ese, la respuesta fue que no era relevante y no hubo manera de sacarlo de su mutismo.

En otra ocasión estaba haciéndole repetir frases, frases teológicas que le atormentaban mucho, del tipo que he mencionado antes, llevábamos ya una o dos horas y yo ya estaba muy cansado, francamente muy cansado, entonces fruto de la fatiga no coordiné muy bien la frase, la traté de cambiar sobre la marcha (pues las improvisaba) y el resultado fue que me salió una afirmación teológica que no tenía ni pies ni revés. El demonio aunque no abrió la boca, puso cara de decir eres imbécil. Cualquiera que emplee un segundo en imaginar visualmente la escena se dará cuenta de lo gracioso que era aquello. Ante lo chusco de la situación no pude evitar el comenzar a reírme, de mi frase, de la cara de la posesa. Yo, como santa Teresa, tengo una risa bastante contagiosa, quizá un poco estruendosa, y el resultado es que en un ambiente tan serio y crispado, contagié la risa a todos. Cual fue mi sorpresa al ver que también el poseso en trance comenzó a reírse. Me quedé muy sorprendido. La risa fue leve, mínima, pero la había hecho. El demonio podía reírse. ¡Le había contagiado la risa!

Llegué a la conclusión de que el sentido del humor es consustancial a todo ser inteligente. Todo ser dotado de raciocinio puede sentir lo gracioso de una situación. Desde luego no había ningún problema teológico en que a un espíritu caído le hiciera gracia algo. El demonio como espíritu no puede reír. Algo le puede hacer gracia, pero reír es una operación corporal. Pero cuando posee un cuerpo, los sentimientos de su espíritu angélico si que en ocasiones se manifiestan a través del cuerpo que posee: llorando, dando gritos de horror, risa maligna, etc.

No lo he dicho al comienzo pero todas las sesiones de oración por Marta tuvieron lugar en mi parroquia. Una parroquia cerca a menos de media hora del centro de Madrid. En la iglesia hay varias capillas; todas las oraciones las hicimos en la capilla de Santo Tomás Becket que está bajo tierra lo cual hacía imposible que ningún sonido se oyera fuera de la iglesia. La capilla usada en invierno para las misas de los días de diario está presidida por el sagrario y una reproducción de metro y medio de altura que representa un fresco: un majestuoso cristo románico del ábside de San Clemente de Tahull. Dos bancos situados como dos coros monásticos recorrían las paredes de la capilla. La iluminación y el ambiente, tan románico, hacían que cualquiera que entrase se sintiese naturalmente inclinado a la oración.

En una sesión, comencé a orar, entró en trance, se quedó quieta, pero ni gritó, ni se agitó. No entendía que pasaba. Insistí, pero nada. Le levantaba los párpados, los ojos estaban en blanco, pero no hacía nada más. Al cabo de más de una hora por fin se agitó. En un momento dado hizo gesto con la mano de escribir. Le traje papel y bolígrafo. Y tumbada, sin mirar, con los ojos en blanco, escribió sobre el papel apoyado en su vientre la siguiente frase: tenía refuerzos. Estaba Satán, añadió.

Desde entonces, siempre oro antes de comenzar una sesión para que Dios derrame la preciosísima sangre de su Hijo sobre ese lugar de manera que no puedan otros demonios ayudar al que está siendo exorcizado. Después de pedir eso, con el hisopo, rodeo el perímetro interior de la capilla aspergiendo agua bendita.

Me pregunté por qué había escrito aquello de que tenía refuerzos. Me di cuenta de que el poder de nuestra oración a veces le obligaba a revelarnos cosas. Aquello de la escritura ocurriría más veces otros días, normalmente hacia el final de la sesión. En un momento dado, hacía con la mano el gesto de escribir y si le llevábamos papel escribía. Era curioso que al escribir no se salía del papel a pesar de escribir en una postura tan incómoda. Pues escribía tumbada totalmente, con el papel apoyado sobre su vientre, y con los ojos cerrados y en blanco bajo los párpados. Y no sólo no se salía del papel sino que incluso ponía los puntos sobre las íes. Curiosamente cada demonio tenía su estilo de letra. Un día, incluso, escribió en hebreo.

Como ya he dicho, los demonios no quieren decirnos nada que nos sirva, pero el poder de la oración les obliga. Y eso lo hemos comprobado porque a veces los rosarios y otras oraciones que hacíamos les forzaban a revelar lo que más les atormentaba o, incluso, a revelarnos lo que les iba a hacer salir. Pues cada demonio tiene algo que es lo que más le atormenta a él en especial.

Al demonio no hay que preguntarle nada ocioso. Pero algunas preguntas son útiles. Tales como el número de demonios que hay dentro, sus nombres, qué hay que hacer para que salgan... Los que no saben de esta materia dicen que no tiene sentido preguntarles, porque Satán es el padre de la mentira. Tienen razón, pero a veces el poder de Dios le obliga a responder. Si uno le conmina a decir la verdad en el nombre de Jesús una de dos: o no responde o si responde dice la verdad. Si siempre dice la mentira no tendría sentido preguntarle. Pero el mismo Jesús en ocasiones hizo preguntas a los demonios. El mismo Cristo le preguntó a uno cuál era su nombre, cuántos estaban dentro... tal como aparece en el capítulo del endemoniado de Gerasa en San Lucas.

La chica posesa en el momento que entraba en trance por supuesto obedecía a cualquier orden dada en latín. Un día le ordené: in nomine Iesu, vigesimum secundum psalmum dic. Que significa, en el nombre de Jesús, recita el salmo número 22. La posesa no dijo nada, pero cuando ya creía que no respondería comenzó a musitar: Dios mío, por qué me has abandonado. Me di cuenta de que ese era el comienzo de un salmo, pero no el 22. Fui a por una Biblia y comprobé que el demonio no se había equivocado. Sólo que yo le había preguntado por el salmo 22 de la numeración de la Neovulgata y el demonio me había respondido con el 22 de la numeración de la Biblia hebrea.

Puesto que sólo había comenzado a recitar el salmo le volví a ordenar que lo recitara íntegro. Pero cuál fue mi sorpresa cuando Zabulón protestó lleno de congoja que de ninguna manera: tú me mandas eso para aumentar la fe de los que están aquí, ¡no pienso decirlo! No me pude aguantar la risa, mi carcajada fue monumental. En medio de la seriedad del momento, la risa me vino una y otra vez durante un par de minutos. Fue algo muy gracioso ver al demonio como si dijera: esto ya es el colmo, me usas hasta para tus apostolados. Se sentía un demonio utilizado.

En otro momento hice otro experimento. Sin mover los labios, sólo con la mente, me dirigí a él y le ordené: dime los últimos cuatro versículos del Apocalipsis. No dijo nada; pero al cabo de un par de minutos, con su voz ronca y llena de odio exclamó: no me gusta el Apocalipsis.

Pero lo que más me ha impresionado de los casos de posesión que he visto en todos estos años que llevo recibiendo gente no han sido los fenómenos extraordinarios, ni la fuerza, ni el conocimiento de cosas ocultas, sino los diálogos. Hablar con un ser condenado para toda la eternidad es algo impresionante. El odio, la rabia, la ira, la furia que denotan sus palabras por pocas que sean es algo que nunca se olvida. Sus respuestas eran telegráficas, pero llenas de una profundidad insondable. La insondable profundidad de un odio eterno. El abismo de profundidad de un espíritu que sabe que Dios existe y al que nunca verá. De verdad que escuchar a alguien así supone una verdadera predicación. Ya sólo oír el tono de la voz del demonio hablando a través de un ser humano, su furia, rabia y odio, son cosas que no se olvida.

Por eso aquellas sesiones hicieron un gran bien a mi alma. Fueron una fuente de acrecentamiento espiritual, un don de Dios. Y las sesiones continuaban. Ya llevábamos tres meses. Ya era como una rutina, una vez a la semana, llegaban a mi parroquia y una nueva sesión daba comienzo. Un día me dijo la madre que esa semana había estado en el hospital. Zabulón había provocado un accidente que hizo que ella tuviera que ser atendida en un hospital. Y de hecho durante la sesión de oración el demonio dijo que si que había intentado matarla. Me gustaría dar más detalles del tipo de accidente que sufrió, pero la madre al leer el manuscrito me tachó todo lo relativo a este interesante suceso.

Pero con independencia de los detalles, esa era otra cosa que habíamos visto con claridad, los demonios hablaban entre ellos, se ponían de acuerdo, estaban dispuestos a provocar algún tipo de accidente que acabara con la vida de la posesa o la mía. Incluso la vida de la madre estaba en peligro, pues los demonios sabían que muerta la madre, la hija podría sumirse en una depresión o en cualquier otro problema que pusiera fin a esta lenta liberación. Estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de que todo este proceso no acabara con el triunfo de Cristo. Pero ninguno tuvimos ningún temor por esta noticia, la Virgen María nos protegería. Y protegiéndonos Ella, no había nada que temer.

Uno de los demonios que quedaban se llamaba Azabel. Cuando salió de la posesa se apagó una vela del altar. Justo cuando va a salir un demonio es cuando se producen tanto la agitación como los gritos más intensos. Son tan tremendos que incluso uno que no sepa sobre esta materia, al verlo, se da cuenta de que va a ocurrir algo.

Otra de las cosas que se puede hacer es darles la comunión. La posesión es algo que afecta sólo al cuerpo, de manera que el alma puede estar en gracia de Dios. Le pregunté antes de empezar la sesión si podía comulgar, me dijo que sí. Si uno durante la sesión va con la comunión y quiere darle de comulgar, el sacerdote observará que el poseso cierra la boca con todas sus fuerzas. No debe tratar de introducir a la fuerza la eucaristía en la boca. Además de que eso sería indecoroso para la comunión, no se lograría. Y si se lograra la escupiría. Por eso la administración de este sacramento debe hacerse sólo cuando el demonio obedece, para lograr lo cual a veces se requieren horas. Horas de oración que le van doblegando. Al final, cuando ya obedece de forma continuada a besar la cruz o una estampa, es el momento de darle la comunión. Pero he dicho cuando ya obedece de forma continuada. Y aun así, cuando llega el momento de recibir la comunión se resiste mucho.

Como la posesa estaba siempre con los ojos cerrados, antes de darle la comunión le ordenaba que abriera los ojos y que mirara la Santísima Eucaristía. Abría los ojos y los mostraba en blanco, pero insistiendo por fin bajaba las pupilas y miraba la forma que le mostraba en mis manos. Al principio la mirada de la posesa al mirar la forma era nuestra, pero segundos después mostraba pánico. Muchas veces al mirarla ha comenzado su cabeza a temblar y se ha marchado rápidamente gateando hacia atrás sin dejar de mirar la Sagrada Eucaristía. Es entonces cuando con autoridad le ordeno que vuelva. La posesa lentamente obedece. Después le ordeno que se arrodille, al final lo hace. Y cuando recibe la comunión hay que ordenarle que cierre la boca. Y después que la trague, sino puede tenerla largos minutos en la boca. Es curioso, sólo cuando entra en el estómago es cuando se produce la explosión de convulsiones y gritos. En la boca no, sino cuando la traga.

Muchas veces (en más de veinte ocasiones) he observado justo en ese momento unas convulsiones imposibles incluso para un consumado gimnasta. Pues en cuestión de fracciones de segundo levanta las extremidades inferiores y las baja con todas sus fuerzas. Y antes de que las piernas caigan sobre la colchoneta levantaba el torso hacia arriba. De forma que había unos instantes en que el cuerpo quedaba completamente suspendido en el aire. A toda velocidad estas convulsiones se repetían durante cuatro o cinco minutos en cada sesión tras recibir la comunión.

Al principio pensábamos que era cosa de pocas semanas más. Los demonios iban saliendo. Un día quedaban ya tres. Otro día dos. Finalmente uno. En ocho ocasiones fueron expulsados paulatinamente todos, pero el último se resistió de un modo tremendo. Ya he dicho al comienzo que el último demonio respondía al nombre de Zabulón. Zabulón era el nombre de uno de los hijos de Jacob. Pero el nombre también significaba morada. El sentido del nombre en este demonio estaba claro. Zabulón tenía ese nombre porque era un demonio que hacía morada en el poseso. Y así fue, se resistía y se resistía a salir. Se retorcía, gritaba, aullaba, pero tras dos horas continuaba en el cuerpo. Las semanas comenzaron a pasar. Un buen día la madre me dijo por teléfono algo que yo no sabía.

-Padre, no he querido decírselo para no desmoralizarle. Pero el nombre de Zabulón aparece en el libro del padre Gabriele Amorth - un libro que habían leído madre e hija y que se titula Habla un exorcista.

-¿Y qué dice?

-Pues el padre Gabriele dice que hay demonios que son como los peces gordos del infierno - usaba esa palabra - y que cuesta mucho sacarlos. Da una lista de nombres, y en esa lista aparece este nombre: Zabulón.

Al colgar el teléfono, como tenía el libro, comprobé lo que me había dicho. Y efectivamente allí estaba lo que la madre me comentó. Si hay demonios que cuesta más que otros el sacarlos, hay algunos que son los peores de entre los peores. Y entre ellos estaba éste: Zabulón.

Bien, no me desmoralicé lo más mínimo. Le había dicho que seguiríamos rezando el tiempo que hiciera falta.

La verdad es que el que aquello se prolongara en el tiempo me permitió ir invitando a distinguidos psiquiatras a que estudiaran el caso. No pocos catedráticos y prestigiosos especialistas pasaron por aquella capilla. Unos llegaban partiendo del hecho de que el espíritu no existía, otros no. Al final unos creían que aquello se podía explicar con categorías meramente psiquiátricas y otros no. En buena parte de los casos, después no quedábamos a comer juntos. Aunque sin la presencia de la madre y la hija, que por cuestiones de horario, nunca se podían quedar con nosotros.

Aquellas comidas resultaron apasionantes discusiones. Unos psiquiatras a favor, otros en contra. Incluso los contrarios a creer que existiera la posesión, reconocían que se trataba de un caso verdaderamente fascinante desde el mero punto de vista psiquiátrico. De entre todos los escépticos que pasaron quiero mencionar al catedrático Higueras de la facultad de medicina de Granada. Un contrincante verdaderamente inteligente donde los haya. En aquella comida en que estuvo el doctor Higueras, en aquella mesa redonda de un restaurante enfrente del obispado, mantuvimos una discusión verdaderamente antológica. Sólo aquellos cuatro psiquiatras, los bistecs de ternera asada y yo fuimos testigos de aquella discusión entre la psique y el espíritu, entre Freud y San Pablo. La mitad de los psiquiatras presentes estaban de mi lado, la otra mitad del lado de la disociación de la personalidad. Cuando le hablaba a mi adversario de los hechos extraordinarios, la respuesta era siempre: pero no han ocurrido delante de mí.

Efectivamente, no en todas las sesiones ocurrían las mismas cosas. En algunas sólo se daban las crisis de odio y furia. Algunas sesiones, incluso, eran decepcionantes para aquellos que iban en busca de cosas extraordinarias. Otras eran más aterradoras en gritos y cosas similares.

Las sesiones siguieron. Seguían y seguían, las semanas pasaban y pasaban, pero el último demonio no salía. ¿Estábamos haciendo algo mal? Yo no desesperaba; pero aquello se estaba alargando mucho. En un momento dado decidí preguntarle por qué no salía. Le ordené en nombre de Jesús que me respondiera, insistí, perseveré en la pregunta. Finalmente dio una repuesta, quizá la única respuesta que yo no me esperaba. De todas cuantas respuestas se me hubieran podido ocurrir, ésta era la única que jamás se me habría ocurrido. La respuesta fue: yo quiero salir. ¿¡Qué quería salir!? ¡Pues que saliese! No entendía nada. Yo era el que le estaba queriendo hacer salir ¿y él quería salir? Con la cabeza hecha un lío le pregunté que, entonces, por qué no salía. Insistí en mi pregunta. Él no quería responder. Pero la fuerza de la oración le obligó finalmente. Y si la primera respuesta había sido la respuesta más desconcertante que había escuchado en toda mi vida, la segunda respuesta iba ser todavía más desconcertante. Si la primera era un enigma, la segunda era un enigma elevado al cubo. Dios no me deja, dijo finalmente. Yo ya no entendía nada. Absolutamente nada. A la pregunta de por qué no salía, la respuesta había sido: yo quiero salir. A la pregunta de por qué entonces no salía la respuesta era: Dios no me deja. Aquello era el mundo al revés. Aquello subvertía todos mis esquemas. El sacerdote tratando de hacer salir al demonio, el demonio queriendo salir y Dios que no le dejaba salir. Desde luego el demonio quería salir porque bien que gritaba y aullaba. Lo llevábamos atormentando durante meses. En esos momentos yo era el cura más perplejo de toda la Iglesia Católica. No se me ocurrió más que llevarlo al sagrario, justo delante del Santísimo Sacramento. Y allí, tan cerca de nuestro Redentor, poniéndome en sus manos, hacerle la pregunta lógica, la pregunta que evidentemente debía seguir a las dos afirmaciones previas: ¿por qué Dios no te deja salir? Pero ¿podía haber alguna respuesta plausible? ¿Podía decir algo que diera sentido a lo que no parecía tener sentido alguno? Debo reconocer que allí junto al sagrario, frente a una preciosa imagen románica de Jesús en majestad - la imagen del ábside de San Clemente de Tahull -, no albergaba ya mucha esperanza de que pudiera escuchar allí algo que me diera un poco de luz. Aun así, confiando más en Jesús en el sagrario, hice con fe, en un supremo esfuerzo de fe, la pregunta: en el nombre de Jesús, te ordeno que me digas por qué Dios no te deja salir. El demonio dijo únicamente cuatro palabras. Musitó cuatro sencillas palabras: para que se conciencien.

De pronto todo tenía sentido: las respuestas anteriores, lo mucho que se estaba prolongando el caso... Todo, absolutamente todo, tenía ya sentido, un sentido maravilloso que me llenó de gozo. El demonio estaba sufriendo desde hacía meses, él quería salir. Pero Dios no le dejaba salir todavía porque estaba usando este caso para comenzar un proceso de concienciación de la gente. Para que la gente se concienciase que el demonio existía, de que existían en el siglo XXI las posesiones y que la Iglesia tenía el poder de exorcizar.

Todo tenía sentido. Las tres respuestas encajaban perfectamente. Dios tenía sus planes. Incluso de la permisión del mal, sacaba bienes el Todopoderoso.

Recuerdo qué profundamente gozoso salí de la capilla con la madre. El Señor nos estaba usando como instrumentos para concienciar a la gente de estas realidades. La madre había estado a mi lado todo el rato, de manera que había oído todo. Ella se ponía en las manos de Dios y convenía conmigo en que había que hacer lo posible para concienciar a la gente de estas realidades. Hasta ese momento la madre me había dado tantas facilidades para traer psiquiatras a las sesiones de oración porque quería que la gente se concienciase y que ninguna madre tuviera que pasar por las penalidades que ella había pasado hasta encontrar a un sacerdote que las atendiese. Pero ahora lo que veía claro es que aquel caso era algo más que otro caso de posesión. Era un caso en el que Dios tenía sus planes. La concienciación no era simplemente algo bueno y conveniente que podíamos hacer de paso que orábamos por Marta, sino que la concienciación de la gente era lo que Dios estaba buscando con la prolongación de un caso tan claro, tan de manual. Un caso en que la manifestación del demonio era tan evidente.

Publicado por: Padre Fortea

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