Un caso real de posesión demoníaca.
El extraño caso que aquí se cuenta, resulta extraño
incluso para mí mismo. Y si me fue resultando menos extraño fue porque se fue
desplegando paulatinamente. No hace falta decir que de todo lo que se cuenta en
estas líneas fui testigo ocular. Dentro de un siglo o dos, sin duda algún
investigador tratará de teorizar acerca de lo que verdaderamente pasó. Pero yo
sé lo que realmente sucedió. Los sucesos están frescos, demasiados testigos
siguen vivos. Ahora, todavía, no caben las teorías que desdigan lo que aquí se
dice, pues los testimonios son demasiado numerosos. Los hechos, de momento, no
dejan lugar a teorías oscuras. La luz que nos ha cegado todavía disipa la
oscuridad de esas teorías, la oscuridad de esas explicaciones que en el futuro
negarán lo que aquí se cuenta. Pero yo estuve allí, y cuento lo que vi.
Todo lo que voy a contar en esta
historia como sacerdote puedo asegurar que es verdad, todos los nombres son
reales. Y cada vez que se da un nombre, se ofrecen datos adjuntos para poder
comprobar que son personas reales a las que se les puede consultar. No
obstante, un sólo nombre es ficticio, el de la posesa, a la que se le adjudica
el nombre ficticio de Marta. Conocedor como soy de los verdaderos nombres de la
posesa y su madre, callaré sus identidades. Después de un año viéndonos
semanalmente, no sólo los nombres, apellidos, trabajo, lugar de residencia y
teléfonos, sino toda su vida era conocida por mí, porque ya entraron a formar
parte de mi vida. Aquellos que viven una tragedia como un naufragio o una
guerra y pasan meses juntos establecen vínculos y lazos que permanecen para
toda la vida, así también las muchas cosas que vivimos durante más de un año,
los muchos sufrimientos, llantos, risas y alegrías han hecho que aquella madre
e hija formen ya parte de mi familia.
En el año 2001 yo vivía mi tranquila vida como párroco
de una deliciosa parroquia sin saber que una perfecta desconocida llamada Marta
y que estaba luchando por su vida en un hospital, me iba a cambiar la vida.
Vivía lejos de mí, en otra provincia, nunca nos habíamos conocido, y, sin
embargo, nuestras vidas se iban a entrelazar de un modo inextricable. Los
médicos comentaban la extraña enfermedad que padecía aquella universitaria vigilada
24 horas en la UCI un extraño síndrome cuyo nombre callaré para evitar la
identificación de esta jovencita de una carrera de ciencias. La chica estuvo al
borde de la muerte durante doce días mientras su madre no hacía más que rezar y
rezar para que su hija viviera.
La enfermedad pasó. La joven volvió a su casa. La vida
de aquella madre e hija que vivían solas debía haber vuelto a la normalidad.
Pero no fue así. La madre comenzó a notar cosas extrañas. Ruidos, crujidos de
difícil explicación recorrían la casa. Trató de no darle mayor importancia.
Sin embargo, pronto comenzó a notar en
su hija reacciones que en ella no eran normales. Había discusiones a la hora de
ir a misa en los días festivos, en algunos momentos mostraba animadversión
hacia lo religioso, bostezos casi continuos en el momento en que ella, la
madre, comenzaba a rezar, a veces una mirada aterradora que jamás había visto
en su hija. La hija comenzaba a mostrar dificultad para centrarse en sus
estudios, embotamiento, dolores punzantes y repetitivos en cualquier parte del
cuerpo, sobre todo en la cabeza.
Pero todo esto sólo era el comienzo, un día estaban
madre e hija juntas en el salón cuando la madre aterrada observó sin dar
crédito a sus ojos como su hija entraba en trance, se quedaba inmóvil y
comenzaba a levitar con el butacón. La madre no podía creer lo que estaba
viendo. El pesado butacón con su hija sentada encima se levantaba lentamente
del suelo un palmo, permaneciendo suspendido en el aire. Desde ese momento tuvo
la invencible seguridad de que lo que tenía su hija no era nada que pudiera ser
curado con medicinas. Seguridad inconmovible que le acompañaría durante los dos
años siguientes. Todo esto puede parecer increíble al incrédulo, puede ser
motivo de mofa para el escéptico... pero cuando se ve no hay lugar para el
escepticismo. Cuando uno ve con sus propios ojos estas cosas la incredulidad ya
no es posible. La sonrisa del escéptico se hiela en la cara, los ojos refutan
todas las teorías. Las razones nada pueden frente a lo que ven los ojos.
En ese momento comienza un peregrinaje eclesiástico,
peregrinaje que cuento con la esperanza de que aprendiendo en cabeza ajena se
pongan los medios para que no tenga que volver a repetirse nunca más. Cuento
este viacrucis eclesiástico para que aprendiendo en cabeza ajena (o dicho de
otra manera, aprendiendo a costa de sufrimiento ajeno), los que tengan
autoridad en la Iglesia entiendan que hay que tomar medidas para que casos así
no se repitan.
La madre pidió audiencia con el obispo de su diócesis.
Penetró en las estancias de palacio con la confianza de una hija que va a pedir
ayuda a su padre, a un sucesor de los Apóstoles. Comprobó que si los curas
habían sido tajantes, el obispo, por el contrario fue exquisitamente
diplomático y cortés. Le aconsejo como primera medida que vaya a un psiquiatra,
usted y su hija. La mujer se marchó confiada pensando que por fin su hija iba a
ser atendida. Vana ilusión. No sabían que tras la despedida del prelado, éste
dio la indicación a su secretario de que nunca más volviera a concederles
audiencia.
Pero la madre hizo justamente lo que le
había indicado el obispo, ir a un psiquiatra. El psiquiatra escribió un informe
indicando que la chica estaba mentalmente sana. Pero cuando quisieron volver a
ver al obispo, se encontraron con que éste había dado órdenes tajantes de que
no se les volviera a conceder audiencia. La madre no cejó en su empeño. Y las
dos comenzaron a peregrinar por los despachos e iglesias de párrocos,
religiosos y vicarios episcopales, un esperanzado viacrucis de petición de
ayuda, una ayuda a la que tenían derecho, pero al fin y al cabo un itinerario
de audiencias con bastante poco resultado.
La madre, como el proceso de búsqueda de exorcista se alargaba comenzó a rezar al lado de su hija, fue entonces cuando aterrada observó como la hija se convulsionaba sobre la cama. Eran unas convulsiones terribles, el cuerpo de su hija se levantaba medio metro sobre las sábanas como un juguete de peluche sacudido por una fuerza tremenda. Aquellas convulsiones pasaron al cabo de unos minutos, pero la tragedia que iban a vivir sólo estaba comenzando.
La madre, como el proceso de búsqueda de exorcista se alargaba comenzó a rezar al lado de su hija, fue entonces cuando aterrada observó como la hija se convulsionaba sobre la cama. Eran unas convulsiones terribles, el cuerpo de su hija se levantaba medio metro sobre las sábanas como un juguete de peluche sacudido por una fuerza tremenda. Aquellas convulsiones pasaron al cabo de unos minutos, pero la tragedia que iban a vivir sólo estaba comenzando.
Días después, madre e hija fueron a ver
a un sacerdote. Pidieron hablar a solas con él. Cuando la madre le explicó su
caso, el sacerdote sonrió con la mayor de las incredulidades. La madre estaba
llena de aflicción, le pedía ayuda, pero el sacerdote les aconsejó un
psiquiatra. El sacerdote no sólo les aconsejó eso, sino que les trató con el
mayor de los desprecios. Aquel hombre que representaba la fe, que se suponía que
era un mensajero de la fe, les trató con una dureza que ambas recordarían
durante los años siguientes con gran dolor. La negativa a ayudarles marcó el
comienzo de las visitas a una larga lista de sacerdotes y religiosos en
general. Todos se mostraron férreos en sus respuestas. Vaya a un psiquiatra.
Ninguno de ellos se molestó en examinar a su hija. ¿Para qué? La hija llegó
incluso a ser expulsada de malas maneras de un confesionario cuando trató de
suplicar, de implorar, ayuda de un jesuita.
Una madre puede llegar a ser insistente hasta límites
increíbles. Así que la madre la llevó un día a su parroquia, iglesia distinta
de la de los religiosos a los que había acudido la primera vez. Le pidió al
párroco que la bendijera. Él lo hizo sin darle mayor importancia, cuando de
pronto se encontró con la chica furiosa cayendo al suelo y revolviéndose allí
en la sacristía. Los gritos, la mirada, la furia era tal que el anciano párroco
se llevó un gran susto, para ser exactos, el susto de su vida. El sobresalto
fue tal que nervioso cogió el teléfono y llamó a uno de los vicarios
episcopales. Mira, no tengo ni idea de qué sea esto, pero lo que acabo de ver
no es normal, debió decirle. Al final uno de los vicarios episcopales, en un
alarde de generosidad, ante la insistencia de la madre, ante el párroco que
comenzaba a ponerse al lado de la madre, envió un psiquiatra a que la
examinara. Sólo la sacristía fue testigo de aquella hora de conversación entre
el médico y la chica.
Como es lógico el informe sobre el caso se entregó al
vicario episcopal. Dijera lo que dijera el médico lo cierto es que al final el
vicario logró del obispo que diera permiso al párroco para que la exorcizara.
El párroco, sin usar ritual alguno, comenzó a darle bendiciones y a rezar por
ella. Hay que hacer notar que el cura hizo exactamente lo inverso a lo que hay
que hacer en estos casos. Ojalá que el párroco hubiera visto al menos El
Exorcista. Pero parece que ni de esa mínima formación gozaba, pues hizo justo
al revés de lo que se debe. Entre otras cosas, cuando el demonio comenzaba a
gritar o a agitarse, paraba sus oraciones hasta que se tranquilizara. O sea,
justo al revés. Así, de este modo tan infructuoso siguieron un par de breves e
inútiles sesiones. Sea por la impresión de lo que vio, sea por la edad, sea por
lo que sea, el párroco enfermó gravemente y hasta esas oraciones se detuvieron
sine die. La enfermedad se veía que iba por lo menos para varios meses.
Mientras tanto en casa la madre no podía hacer la más
leve oración en presencia de su hija. Cualquier rezo por breve que fuera,
incluso en silencio, provocaba en Marta gritos, amenazas y unas miradas
verdaderamente malignas que helaban la sangre de la madre. Al detener sus
oraciones, la hija volvía a su estado normal y no recordaba nada. La madre si
rezaba debía hacerlo en otra habitación, y aun así su hija entraba en trance en
la habitación de al lado. Mientras tanto la vida de la madre y la hija fuera de
casa, continuaba normal. La madre seguía trabajando en su puesto de trabajo y
la hija seguía yendo a la universidad sin que nadie sospechara nada.
Pero la madre estaba decidida a que las noches de
pesadilla que estaban pasando en casa acabaran. En cierta conversación con un
sacerdote, éste le dijo. No tenemos a nadie preparado para ocuparse de estos
casos.
-¿Pues adónde debo ir? -preguntó desesperada la madre.
Como el sacerdote no le daba respuesta la madre dijo
con la mayor mansedumbre.
-Mire, he leído que en Roma hay un
exorcista - el padre Gabriele Amorth -, yo pago el viaje a uno de sus sacerdotes
para que vaya, se prepare y pueda ayudar a mi hija.
Pero no, ni con tantas facilidades lograría que su
hija fuera atendida. El párroco y uno de los vicarios episcopales estaban
dispuestos a ayudarla, pero buena parte del clero seguía pensando que esto eran
cosas del pasado. Después de tantos meses, después de tantas puertas a las que
había llamado, una cosa quedó clara, de su diócesis no podía esperar la
solución del problema de su hija. ¿Qué podía hacer? Se le ocurrió a la madre
pedir en información el número de casi todos los obispados de España. Les llamó
y les fue preguntando si en esa diócesis había algún exorcista o algún
sacerdote que pudiera atender el caso de su hija. El resultado fue negativo. En
todas se les dijo que no había nadie. La madre no hacía cada día más que rezar
y rezar por que el Señor arreglara el problema de su hija. Con lágrimas y horas
y horas de rosarios la madre veía con tristeza que estaban en un callejón sin
salida. Estuvo pensando en ir a Roma a ver al exorcista de Roma, el padre
Gabriele Amorth.
Tiempo antes, uno de los vicarios episcopales había
logrado contactar con un sacerdote de Roma que habló con el exorcista de la
diócesis de Roma para consultarle si debía aquella mujer trasladarse a que él
la viera. El padre Amorth le envió un fax. En él se decía que no se desplazara
a Roma, sino que se le exorcizara en España. Era lógico que le respondiera eso,
¿cuánto podía durar un exorcismo? Podía ser cosa de una sesión, de semanas o de
meses, no podían hospedarse en Roma indefinidamente.
La madre estaba bastante desesperada.
Era una mujer bondadosa, afable, muy religiosa, jamás se hubiera esperado una
respuesta así no de un clérigo u otro, sino de todos. El padre Gabriele Amorth,
el único experto que conocía y que estaba dispuesto a ayudarle le decía que no
fuera a Roma. Evidentemente una estancia de meses en el extranjero, abandonando
la madre el único trabajo que las mantenía, las hubiera dejado en la
bancarrota.
La madre y la hija seguían solas, su
padre había muerto hacía años. Ambas se querían mucho y todos estos
sufrimientos reforzaban más y más su afecto. Parecían completamente abandonadas
a su suerte, pero es interesante advertir que en una de las últimas y
tormentosas conversaciones con un religioso de su ciudad la hija sacó fuerzas
de donde pudo y tuvo esta despedida enérgica. Padre, si usted no me ayuda, Dios
me ayudará.
La madre era una mujer de fe, y creía en
lo que su hija acababa de decir, pero no se veía luz al final del túnel, ni el
más leve rayo de esperanza. Sin embargo, no se imaginaba aquella mujer dolorida
hasta qué punto Dios la había inspirado al decir estas palabras. No se imaginaba
cuan generosamente, cuan sobreabundantemente, el Todopoderoso las iba a ayudar.
Aquel religioso debió volver a sus quehaceres sin pensar que Dios le podía
haber hablado a través de aquella chica. No debió darle vueltas al mensaje tan
terrible que Dios le estaba dando. Padre, si usted no me ayuda, Dios me
ayudará.
La vida continuó para ellas, una vida
alterada en que lo paranormal se hacía presente cada día. Una vida en que la
hija sólo podía rezar con esfuerzos titánicos, para caer finalmente en la
pérdida de la consciencia primero y en los gritos después. En estos casos, si
la familia puede pagarlo, el final de este tipo de personas suele ser el
internamiento en un centro psiquiátrico. Una cadena perpetua en busca de una
salud mental que nunca acaba de llegar. Afortunadamente el que la madre hubiera
presenciado la levitación del butacón con la hija encima había alejado la peligrosa
quimera de buscar la solución por ese camino que la hubiera llevado a la
locura. La medicación actuando sobre su cerebro, en internamiento en un centro,
hubieran llevado a aquella universitaria sana a la demencia. Pero la madre
resistía y la hija se ponía en las manos de Dios. Las dos guardaban su secreto
sin hacer partícipes de él ni a familiares ni amigos. Ni siquiera los hermanos
mayores de Marta o sus tíos sabían nada del calvario que estaban sufriendo
aquellas dos mujeres. Los meses siguieron transcurriendo.
Al final y a través de un cúmulo de
casualidades - Dios está siempre tras las casualidades -, supieron de un
sacerdote que atendía casos de supuesta posesión. Sacerdote el cual que soy yo.
Tras treinta o cuarenta llamadas buscando o preguntando, por fin dieron con mi
número telefónico. Cuando oí la humilde voz de la madre oí la voz de alguien
que ha sufrido mucho. La voz mansa y afligida de los que han sufrido mucho
durante años, es una voz especial. Aquella mujer con una grandísima humildad,
con miedo de impacientarme, de dar un paso en falso, me preguntó si podía
explicarme su caso porque necesitaba ayuda. Le dije que por supuesto, que la
escuchaba. Le dio un vuelco el corazón, se debía esperar que le dijera que no
tenía tiempo, que no podía ayudarla, que se dirigiera a su diócesis o lo que
fuera. Pero ante su sorpresa le dije que le escuchaba. Después de tantas
puertas cerradas, todas, alguien del clero la escuchaba. Me explicó su caso. Yo
vi que por lo que contaba era un caso claro de posesión así que fui a por mi
agenda y le di hora y día para que me vinieran a ver en mi parroquia.
Cuando varios días después llegaron a mi
parroquia les escuché, les hice las preguntas que consideré pertinentes y después
oré por ella. Al momento dio todos los signos de posesión.
Mara Marta y su madre, tras dos años, su
tiempo de espera por fin había acabado. Tenían que venir de lejos, cada viaje
que iban a hacer de ahora en adelante, suponía una serie de incomodidades para
ellas. Graves incomodidades que no puedo especificar como otros tantos detalles
de esta historia, para no revelar ningún hecho que permita identificarlas. Pero
a pesar de que cada sesión suponía un inmenso sacrificio por el mero hecho de
tener que llegar hasta mi parroquia, las sesiones de oración por Marta darían
comienzo de inmediato y ya no se detendrían hasta que el demonio saliera.
Así aquel sábado 2 de marzo de 2002, dieron comienzo
las oraciones por aquella chica. Oraciones que pensaba que se prolongarían en
todo caso dos o tres días más. Iluso de mí, no sabía lo que aquella chica tenía
dentro, no sabía los planes que tenía Dios para aquel caso.
Aquel día estuvimos dos horas orando. Digo estuvimos,
pues había pedido a cuatro personas que vinieran a orar por ella y a ayudarme a
sujetarla si era preciso. Al poco de dar comienzo a las oraciones, le pregunté
al demonio que cuántos había dentro. Contestó que cinco. La chica presentaba
los signos normales de posesión. Las cosas sagradas (crucifijos, agua bendita,
santo crisma) le producían una profunda aversión que le llevaba a gritar y
retorcerse. Habíamos colocado una colchoneta allí en el suelo, ante el altar,
sujetándola entre varios sobre esa colchoneta, procedimos a pedir a Dios la liberación
de ella.
Cuando le pregunté en latín a aquel demonio cómo había
entrado se resistió a responder. Pero insistí en la orden en el nombre de
Jesús. Aquel demonio no quería hablar, pero el nombre de Jesús le obligaba. En
ese nombre santísimo hay un poder que fuerza a los demonios a responder. Al
final respondió. Pero cuando lo hizo yo no entendí nada. Era el nombre de un
chico. ¿Qué significaba aquello? La madre me dijo que era el nombre de un
compañero de clase de su hija. En latín volví a insistir en que me dijera de
qué medios concretos se había servido para entrar en esa persona. Tras insistir
yo en mi orden, la respuesta entrecortada que obtuve fue hechizo de muerte.
Todo estaba claro. La enfermedad que había padecido y que casi la había matado
era el fruto de un hechizo que había llevado a cabo ese chico. Por las muchas
oraciones de su madre Marta se había salvado, pero había quedado posesa.
Normalmente este tipo de cosas no suceden aunque alguien haga un hechizo, pero
cuando se invoca a estas fuerzas demoníacas cualquier cosa puede pasar. Cuando
una persona va a misa y se confiesa está protegida por Dios. Y probablemente si
hubiera rezado el rosario hubiera estado protegida. Pero sólo con la misa, y aun
confesándose de vez en cuando, no fue suficiente para que el hechizo no hiciera
efecto en su cuerpo en forma primero de enfermedad y de posesión después.
A partir de entonces tuvimos una sesión
cada semana, de dos horas y media. Un día a la semana, durante toda la mañana,
nos encerrábamos en la capilla situada bajo el templo propiamente dicho, una
capilla bajo tierra y con paredes de hormigón, y orábamos con fervor a Dios
para que librara de aquel mal.
Al principio de cada sesión siempre comenzaba la
oración arrodillado en la capilla, pidiéndole a Dios que nos ayudara y nos
iluminara. En silencio, en el interior de mi corazón decía esta oración: Dios
Padre, derrama sobre nosotros la Sangre que Tu Hijo vertió en la Cruz por amor
a los hombres, y que esa Sangre preciosa nos proteja de todo ataque del maligno.
Tras eso pedíamos a todos los santos que nos ayudasen. La letanía incluía a
todos los santos que venían a mi memoria. Y después seguíamos orando horas y
horas. Horas y horas, días y días, semanas y semanas. Y lo que fue más duro
para Marta, meses y meses. Al menos la chica al acabar cada sesión no recordaba
nada, lo cual era una gran ventaja. Sólo tenía una vaga sensación como de haber
pasado por una pesadilla.
En las sesiones estábamos normalmente
cuatro o cinco personas rezando el rosario todo el tiempo. Las sesiones a nadie
dejaban indiferente. A unos les impactaban más y a otros menos. Algunos
quedaban aterrados ante aquellos gritos y convulsiones. Pero conforme pasaba la
primera media hora y veían que no pasaba nada más incluso los más impresionables
se iban tranquilizando. Una de las cosas que a mí me edificaba profundamente
era ver a la madre de rodillas sobre el duro suelo rezando rosario tras rosario
durante horas.
A lo largo de todas las sesiones y años
que llevo ayudando a la gente con este ministerio puede decir que he hablado
muchas veces con el demonio. Por supuesto que estos diálogos han tenido lugar
siempre a través de los posesos. Hablar con los demonios me ha revelado lo
terrible que es su psicología. Cuando en medio de las oraciones, retorciéndose
el poseso de dolor, le he dicho. ¡Necio!, ¿por qué sigues ahí dentro si estás
sufriendo? Él me respondía sin dudarlo ni un segundo: Para hacer daño. Un
demonio es un ser maligno que quiere hacerte sufrir con toda frialdad. Si puede
durante años, y no sentirá piedad alguna. El demonio no siente compasión ni por
un débil anciano enfermo ni por una linda niña rubia con toda la vida por
delante. Sólo desea torturarte, que padezcas, abocarte a la desesperación, al
alejamiento de Dios, conducirte hacia el suicidio, la locura, la depravación o
hacia cualquier otra cosa que nos haga llevar una vida más miserable.
Marta tenía cinco demonios en su cuerpo.
El primer demonio se llamaba Fausto, el tercero perfidia, el penúltimo en salir
Azabel, y el último, el más poderoso, Zabulón. Uno se marchó sin decir el
nombre. Todos los demonios, menos el último, fueron saliendo uno a uno en un
total de ocho sesiones. Quizá Fausto no era nombre de demonio, sino de un
espíritu perdido o de un alma condenada (a efectos del exorcismo, las almas
condenadas se asimilan en todo a los demonios. Los espíritus perdidos son las
almas de aquellos que han muerto sin pedir perdón a Dios, pero sin rechazarlo
de forma definitiva. Estas últimas son almas dejadas para el día del Juicio Final).
Curiosamente al penúltimo demonio, Azabel, lo que más
le atormentaba fue el sonido de los besos de la madre a un crucifijo que tenía
en las manos. Insisto, descubrimos al cabo de horas de oración que era ese
sonido lo que le volvía loco de dolor. Me vais a matar, repetía el demonio. Ya
me habéis torturado bastante por hoy, decía suplicante. Cada vez que la madre
de Marta besaba sonoramente el crucifijo que tenía en sus manos, la posesa se
retorcía como si estuviera a punto de morir. Al final las convulsiones fueron
tremendas, y salió. La tranquilidad volvió a la chica que yacía serena sobre la
colchoneta.
Al seguir con las oraciones sabíamos que todavía
quedaba un demonio. Zabulón. Cuando se le ordenaba que besara una estampa de la
Virgen le daba mordiscos. Sin embargo, a pesar de esta rebeldía, cuando se le
ordenaba beber el agua bendita en el nombre de Cristo, la bebía. Aunque había
que ordenarle después que la tragara, pues de lo contario más de una vez algún
poseso me ha regado la cara varios minutos después con el contenido de su boca.
Cuando le ordenaba a Zabulón que repitiera versículos del prólogo del Evangelio
de San Juan, lo hacía pero con rabia, como si las palabras fueran aceite
hirviendo en su boca. Y, además, siempre que llegaba a la palabra Dios decía
Él, para no pronunciar una palabra que le resultaba tan odiosa.
Es interesante referir que al investigar acerca del
nombre Zabulón descubrí que ese demonio era la cuarta vez que aparecía en la
historia. La penúltima conocida fue con el padre Cándido Amantini, maestro del
padre Gabriele Amorth. Pero también vi que ese mismo demonio respondió que ese
era su nombre en Loudum, cerca de la Rochelle en el siglo XVII en Francia en un
exorcismo que se prolongó muchísimo y en el que ocurrieron muchos hechos
extraordinarios. Y ya debía haber aparecido antes al menos una cuarta vez,
porque el nombre de Zabulón ya había quedado reflejado en ciertos escritos
medievales como un nombre perteneciente al demonio, aunque ya no había memoria
de cuando había ocurrido la posesión en la que se obtuvo el conocimiento de su
nombre. Es de suponer que en esas sesiones medievales debieron descubrir qué
era lo que le torturaba en concreto a ese demonio. Pero tal información si
alguna vez se consignó, se había perdido. Fue una pena, porque íbamos a
necesitar de bastantes sesiones para descubrir que a este demonio le
atormentaba muchísimo tener que repetir fragmentos de la Sagrada Escritura. Y
especialmente todo lo relativo a Dios como Luz. Muchas sesiones antes había
dicho. Yo vi la luz y me alejé de ella. Lo dijo con tremenda pena y rabia. No
le dimos mayor importancia a aquella afirmación, pero la tenía.
He observado infinidad de ocasiones que cuando uno le
ordena algo a un demonio como besar un crucifijo o decir una alabanza a Dios,
se niega. Pero si uno se lo ordena en el nombre de Jesús y repite esa orden con
fe, al final obedece. Pero es todo un espectáculo ver la cara de odio y
repugnancia que pone el demonio al tener que besar una cruz o rezar una
oración. Ese tipo de acciones le atormentan, le dan asco. Pero hay un poder que
le obliga a hacerlo. Eso sí, hay que dar la orden en el nombre de Jesús, de lo
contrario jamás lo hará. También se le puede ordenar: por mi poder
sacerdotal... o por el poder de la Cruz de Cristo... o por los sufrimientos del
Redentor en la Pasión... etc. Al demonio hay que ordenarle las cosas, no se le
pide nada. Pero aunque hay que ser imperativo, no sirve de nada gritar o
enfadarse. El darle órdenes de hacer cosas religiosas le atormenta mucho, de
forma que hay un momento en que ya no aguanta más y se marcha. Todas las
órdenes y oraciones le van debilitando, y al final no puede resistir la fuerza
de las preces y sale.
En un momento dado, le ordené rezar la oración de la
Salve, lo hizo al final, arrastrando las sílabas. El odio a la Virgen era
tremendo, ya de por sí era una predicación, una predicación de amor a la
Virgen. Porque, evidentemente, si los demonios odian tanto a la Virgen María es
que Ella es poderosísima. No en vano tiene el título de Reina de los Ángeles.
Cuando el demonio rezó la Salve dijo: Dios te salve
Reina y Madre, esperanza vuestra, a ti llaman los desterrados hijos de Eva...
Todas las oraciones y textos de la Sagrada Escritura, si se le hacen repetir,
los recita, pero cambiando aquello que no se refiere a ellos, los demonios. Por
ejemplo, cuando el Evangelio de San Juan dice que la Palabra plantó su tienda y
habitó entre nosotros, el demonio dice y habitó entre vosotros. Le he mandado
repetir infinidad de textos durante meses, nunca lo he cogido en ningún error.
A veces le he hecho repetir frases teológicas que le atormentaran
especialmente. Y él las ha repetido, pero alguna de ellas yo no me había dado
cuenta de que para un espíritu caído no era válida. En esos casos, el demonio
al instante ha exclamado: ¡eso no! En todos los casos, lo he meditado un
momento y me he dado cuenta de que tenía razón.
Nunca en tantos meses el demonio que
repetía las frases que le mandaba repetir se equivocó, ni una sola vez. Dada la
duración de las sesiones, dado que estaba improvisando sobre la marcha, en
alguna ocasión yo si que me equivoqué. Por ejemplo, si le decía que repitiera
Dios es Rey. Él lo repetía. El Señor me creó, lo repetía. Pero poco a poco iba
diciendo cosas que le atormentaran más, pero algunas de más complejidad
teológica. Por ejemplo, si le mandaba repetir cuanto más me valiera no haber
desobedecido, lo decía. Pues esta aseveración sólo implicaba el reconocimiento
intelectual de que su opción le había traído perjuicios. Pero en un momento le
mandé repetir me arrepiento de haberme alejado de Dios. Entonces dijo ¡no! Yo
insistí en mi orden, finalmente me dijo rabioso: si quieres lo repito, pero no
es verdad.
Otra cosa interesante de observar es que cuando a un
demonio se le ordena en el nombre de Jesús que responda a una pregunta, una de
dos, o se calla o si responde dice la verdad. Desde luego, si se insiste en el
nombre de Jesús acaba diciendo la verdad, porque a veces la primera respuesta
puede ser cualquier cosa.
Sólo una vez por más que le di vueltas pensé que
Zabulón me estaba engañando por más que insistí en mi orden, el hecho me dejó
muy perplejo. En un momento dado invoqué a varios santos. En mi oración en voz
alta le pedía a la madre Teresa de Calcuta y a José María Escrivá de Balaguer
que nos ayudaran. Entonces aquella voz desagradable habló, cosa extraña, pues
casi nunca decía nada salvo que se le obligara a hablar. Pero en esa ocasión
dijo: ella si que es una santa (la madre Teresa de Calcuta), él no (Josemaría
Escrivá de Balaguer). Yo le repliqué al momento diciéndole que estaba
mintiendo. El demonio me dijo: piensa lo que quieras, pero no es santo. Le dije
que creía a la Iglesia, y si la Iglesia me decía que Josemaría Escrivá era
santo, pues lo era, y punto. Y es más, quise comprobar el poder del nombre de
Cristo y le ordené que dijera la verdad. Pero ante mi sorpresa, por más que se
lo ordené se mantuvo en su afirmación sin ceder.
Aquello me dejó muy perplejo. Era la primera vez que
sucedía. Hasta entonces el poder del nombre de Jesús siempre le había obligado
a decir la verdad. Durante un día le di muchas vueltas y al día siguiente de
forma repentina me vino a la mente la respuesta. Respuesta que me llenó de
alegría, porque podía seguir confiando en el poder del nombre de Jesús. Y de
admiración, porque nunca pensé que el demonio podía ser tan escurridizo, tan
serpentino y astuto en un simple comentario hecho tan de paso. El demonio no
había rectificado porque había dicho la verdad. Cuando dijo que la madre Teresa
de Calcuta era una santa se refería a que había llevado una vida santa y
ejemplar. Pero cuando dijo que Josemaría Escrivá no era santo, era verdad, pues
todavía no había sido canonizado. Iba a ser canonizado la semana siguiente,
pero todavía no estaba canonizado. El demonio había usado esa argucia semántica
para sembrar la duda. La madre Teresa era santa de facto, Josemaría Escrivá no
lo era de iure. Aunque Zabulón no era Satán, Padre de la mentira, si que era
maestro del error y estaba dispuesto a usar en una frase un término en dos
sentidos distintos, pero verdaderos, con tal de sembrar la desconfianza hacia
la santidad hacia el, entonces, beato Josemaría y hacia el juicio de la
Iglesia. Debo reconocer que su semilla diabólica, semilla que siembra la duda,
hizo que desconfiara por un momento del juicio de la Iglesia, y por ende de la
vida de aquel beato. Por un momento en aquella cripta bajo tierra, capilla
iluminada por las velas; solos como estábamos (la madre, la posesa y yo), la
siembra de la duda comenzó a echar sus malignas raíces en mi mente. No lo digo
por quedar bien, pero no consentí en la duda. En cuanto vino a mi mente la
advertencia del pecado que se me presentaba en aquel pensamiento, lo deseché.
Pero la duda era tremenda, era la duda acerca del
juicio de la Iglesia, acerca de la vida de un santo y, en definitiva, acerca de
la bondad de una institución de la Santa Madre Iglesia. Yo había improvisado
sin pensarlo aquella invocación al beato, y el demonio, había añadido aquel
comentario al instante, al segundo. Él conocía el más allá, él nunca había
salido victorioso al poder del nombre de Jesús. Por más que le hubiera abrasado
tener que reconocer la verdad y confesarla, siempre se había visto obligado al
final a hacerlo. Aquel comentario venenoso que había lanzado el demonio,
hubiera sido muy destructivo si hubiera habido personas alrededor menos
formadas. Pero al día siguiente, cuando me vino a la mente la solución, vi con
claridad que la astucia del demonio se volvía en su contra. Pues si aquel ángel
caído había tratado de denigrar la santidad del nombre de aquel beato, entonces
era el mayor elogio que podía hacerle. La mayor alabanza de su santidad era
precisamente esa, el haber buscado una argucia tan astuta, tan retorcida, para
atacarle.
Meditar sobre aquello me recordaría que
Zabulón era también un teólogo. Aquel ser que se retorcía, gritaba y aullaba,
sabía más Teología que yo. Y en un segundo había formado una frase cuya primera
parte era verdadera de hecho y cuya segunda parte era verdadera de Derecho.
Según se interpretara aquella frase era cierta la visión tradicional de la
Iglesia o por el contrario era cierta una visión según la cual los juicios de
la sede de Pablo podían ser errados, sus santos pecadores, y sus instituciones
malas. Además se me presentaba la sencillez y santidad de la Madre Teresa
frente al juicio de la Sede Apostólica. No podía decirse más, en menos.
Afortunadamente, una argucia del Maligno cuando es descubierta y expuesta a la
luz reafirma más justo aquello que trata de negar. Y a veces la sombra de una
gran duda puede ser tan nefasta como la rotundidad de una pequeña negación.
Aunque aquella frase fue una obra maestra del arte de
la duda, fueron innumerables los momentos en que pude comprobar que aquella voz
que hablaba por boca de la posesa en Teología nunca erraba. Por citar sólo un
ejemplo, irrelevante por otra parte, en una ocasión la madre de la chica le
hizo una pregunta a la posesa en medio de una sesión. No contestó. Entonces le
dije: repite lo que ha dicho tu madre. Al instante, sin dudarlo ni una fracción
de segundo, aquella voz ronca y desagradable dijo: yo no tengo madre. Era fácil
cometer una equivocación así por mi parte, pero la voz nunca erró su respuesta
durante meses.
Si le mandaba que alabara a Dios, podía
hacerlo al final tras mucho ordenárselo, podía rezar el Sanctus de la misa,
podía repetir frases tales como: cuánto más me hubiera valido obedecer a Dios;
cuánto mejor hubiera sido no alejarme de la Luz; qué feliz sería si hubiese
permanecido junto a la Palabra. Lo repetía con odio; pero lo repetía. Más
cuando, le dije que repitiera: me arrepiento de haberme alejado de Dios. Al
instante, contundente, dijo: ¡no, eso no es verdad! Le ordené con las más
imperativas conjuraciones en nombre de Dios a que lo repitiera. Al final me
dijo: si me lo ordenas, lo repetiré, pero no es verdad. Lo medité y vi que
tenía razón él. El demonio puede alabar a Dios, forzado, pero puede alabarle.
Pero arrepentirse no puede hacerlo. Para eso es necesaria una gracia. Gracia
que él ya no recibirá. Las primeras frases (cuánto más me hubiera valido
obedecer a Dios, cuánto mejor hubiera sido no alejarme de la Luz, qué feliz
sería si hubiese permanecido junto a la Palabra) si que eran ciertas, pues él
con su inteligencia sabe cuánto ha perdido en su rebelión. Pero una cosa es
saber eso con su inteligencia, y otra el acto sobrenatural del arrepentimiento.
Ejemplos de este profundo conocimiento teológico tuve muchos.
Alguna vez que otra le hice alguna pregunta a la que
contestó: eso no es relevante. Efectivamente, el demonio no tenía ninguna
obligación de contestar preguntas que fueran curiosas o que no sirvieran al
caso. El demonio no tenía obligación de contestar y por más que oráramos la
fuerza de la oración no sacaba de él ninguna respuesta porque Dios no le
obligaba a ello. Por ejemplo, decía unas cosas muy extrañas en un idioma
desconocido. Le pregunté qué idioma era ese, la respuesta fue que no era
relevante y no hubo manera de sacarlo de su mutismo.
En otra ocasión estaba haciéndole repetir frases,
frases teológicas que le atormentaban mucho, del tipo que he mencionado antes, llevábamos
ya una o dos horas y yo ya estaba muy cansado, francamente muy cansado,
entonces fruto de la fatiga no coordiné muy bien la frase, la traté de cambiar
sobre la marcha (pues las improvisaba) y el resultado fue que me salió una
afirmación teológica que no tenía ni pies ni revés. El demonio aunque no abrió
la boca, puso cara de decir eres imbécil. Cualquiera que emplee un segundo en
imaginar visualmente la escena se dará cuenta de lo gracioso que era aquello.
Ante lo chusco de la situación no pude evitar el comenzar a reírme, de mi
frase, de la cara de la posesa. Yo, como santa Teresa, tengo una risa bastante
contagiosa, quizá un poco estruendosa, y el resultado es que en un ambiente tan
serio y crispado, contagié la risa a todos. Cual fue mi sorpresa al ver que
también el poseso en trance comenzó a reírse. Me quedé muy sorprendido. La risa
fue leve, mínima, pero la había hecho. El demonio podía reírse. ¡Le había
contagiado la risa!
Llegué a la conclusión de que el sentido
del humor es consustancial a todo ser inteligente. Todo ser dotado de
raciocinio puede sentir lo gracioso de una situación. Desde luego no había
ningún problema teológico en que a un espíritu caído le hiciera gracia algo. El
demonio como espíritu no puede reír. Algo le puede hacer gracia, pero reír es
una operación corporal. Pero cuando posee un cuerpo, los sentimientos de su
espíritu angélico si que en ocasiones se manifiestan a través del cuerpo que
posee: llorando, dando gritos de horror, risa maligna, etc.
No lo he dicho al comienzo pero todas
las sesiones de oración por Marta tuvieron lugar en mi parroquia. Una parroquia
cerca a menos de media hora del centro de Madrid. En la iglesia hay varias
capillas; todas las oraciones las hicimos en la capilla de Santo Tomás Becket
que está bajo tierra lo cual hacía imposible que ningún sonido se oyera fuera
de la iglesia. La capilla usada en invierno para las misas de los días de
diario está presidida por el sagrario y una reproducción de metro y medio de
altura que representa un fresco: un majestuoso cristo románico del ábside de
San Clemente de Tahull. Dos bancos situados como dos coros monásticos recorrían
las paredes de la capilla. La iluminación y el ambiente, tan románico, hacían
que cualquiera que entrase se sintiese naturalmente inclinado a la oración.
En una sesión, comencé a orar, entró en trance, se
quedó quieta, pero ni gritó, ni se agitó. No entendía que pasaba. Insistí, pero
nada. Le levantaba los párpados, los ojos estaban en blanco, pero no hacía nada
más. Al cabo de más de una hora por fin se agitó. En un momento dado hizo gesto
con la mano de escribir. Le traje papel y bolígrafo. Y tumbada, sin mirar, con
los ojos en blanco, escribió sobre el papel apoyado en su vientre la siguiente
frase: tenía refuerzos. Estaba Satán, añadió.
Desde entonces, siempre oro antes de comenzar una
sesión para que Dios derrame la preciosísima sangre de su Hijo sobre ese lugar
de manera que no puedan otros demonios ayudar al que está siendo exorcizado.
Después de pedir eso, con el hisopo, rodeo el perímetro interior de la capilla aspergiendo
agua bendita.
Me pregunté por qué había escrito aquello de que tenía
refuerzos. Me di cuenta de que el poder de nuestra oración a veces le obligaba
a revelarnos cosas. Aquello de la escritura ocurriría más veces otros días,
normalmente hacia el final de la sesión. En un momento dado, hacía con la mano
el gesto de escribir y si le llevábamos papel escribía. Era curioso que al
escribir no se salía del papel a pesar de escribir en una postura tan incómoda.
Pues escribía tumbada totalmente, con el papel apoyado sobre su vientre, y con
los ojos cerrados y en blanco bajo los párpados. Y no sólo no se salía del
papel sino que incluso ponía los puntos sobre las íes. Curiosamente cada
demonio tenía su estilo de letra. Un día, incluso, escribió en hebreo.
Como ya he dicho, los demonios no
quieren decirnos nada que nos sirva, pero el poder de la oración les obliga. Y
eso lo hemos comprobado porque a veces los rosarios y otras oraciones que
hacíamos les forzaban a revelar lo que más les atormentaba o, incluso, a
revelarnos lo que les iba a hacer salir. Pues cada demonio tiene algo que es lo
que más le atormenta a él en especial.
Al demonio no hay que preguntarle nada
ocioso. Pero algunas preguntas son útiles. Tales como el número de demonios que
hay dentro, sus nombres, qué hay que hacer para que salgan... Los que no saben
de esta materia dicen que no tiene sentido preguntarles, porque Satán es el
padre de la mentira. Tienen razón, pero a veces el poder de Dios le obliga a
responder. Si uno le conmina a decir la verdad en el nombre de Jesús una de
dos: o no responde o si responde dice la verdad. Si siempre dice la mentira no
tendría sentido preguntarle. Pero el mismo Jesús en ocasiones hizo preguntas a
los demonios. El mismo Cristo le preguntó a uno cuál era su nombre, cuántos
estaban dentro... tal como aparece en el capítulo del endemoniado de Gerasa en
San Lucas.
La chica posesa en el momento que entraba en trance
por supuesto obedecía a cualquier orden dada en latín. Un día le ordené: in
nomine Iesu, vigesimum secundum psalmum dic. Que significa, en el nombre de
Jesús, recita el salmo número 22. La posesa no dijo nada, pero cuando ya creía
que no respondería comenzó a musitar: Dios mío, por qué me has abandonado. Me
di cuenta de que ese era el comienzo de un salmo, pero no el 22. Fui a por una
Biblia y comprobé que el demonio no se había equivocado. Sólo que yo le había
preguntado por el salmo 22 de la numeración de la Neovulgata y el demonio me
había respondido con el 22 de la numeración de la Biblia hebrea.
Puesto que sólo había comenzado a recitar el salmo le
volví a ordenar que lo recitara íntegro. Pero cuál fue mi sorpresa cuando Zabulón
protestó lleno de congoja que de ninguna manera: tú me mandas eso para aumentar
la fe de los que están aquí, ¡no pienso decirlo! No me pude aguantar la risa,
mi carcajada fue monumental. En medio de la seriedad del momento, la risa me
vino una y otra vez durante un par de minutos. Fue algo muy gracioso ver al
demonio como si dijera: esto ya es el colmo, me usas hasta para tus
apostolados. Se sentía un demonio utilizado.
En otro momento hice otro experimento.
Sin mover los labios, sólo con la mente, me dirigí a él y le ordené: dime los
últimos cuatro versículos del Apocalipsis. No dijo nada; pero al cabo de un par
de minutos, con su voz ronca y llena de odio exclamó: no me gusta el
Apocalipsis.
Pero lo que más me ha impresionado de
los casos de posesión que he visto en todos estos años que llevo recibiendo
gente no han sido los fenómenos extraordinarios, ni la fuerza, ni el
conocimiento de cosas ocultas, sino los diálogos. Hablar con un ser condenado
para toda la eternidad es algo impresionante. El odio, la rabia, la ira, la
furia que denotan sus palabras por pocas que sean es algo que nunca se olvida.
Sus respuestas eran telegráficas, pero llenas de una profundidad insondable. La
insondable profundidad de un odio eterno. El abismo de profundidad de un espíritu
que sabe que Dios existe y al que nunca verá. De verdad que escuchar a alguien
así supone una verdadera predicación. Ya sólo oír el tono de la voz del demonio
hablando a través de un ser humano, su furia, rabia y odio, son cosas que no se
olvida.
Por eso aquellas sesiones hicieron un gran bien a mi
alma. Fueron una fuente de acrecentamiento espiritual, un don de Dios. Y las
sesiones continuaban. Ya llevábamos tres meses. Ya era como una rutina, una vez
a la semana, llegaban a mi parroquia y una nueva sesión daba comienzo. Un día
me dijo la madre que esa semana había estado en el hospital. Zabulón había
provocado un accidente que hizo que ella tuviera que ser atendida en un
hospital. Y de hecho durante la sesión de oración el demonio dijo que si que había
intentado matarla. Me gustaría dar más detalles del tipo de accidente que
sufrió, pero la madre al leer el manuscrito me tachó todo lo relativo a este
interesante suceso.
Pero con independencia de los detalles, esa era otra
cosa que habíamos visto con claridad, los demonios hablaban entre ellos, se
ponían de acuerdo, estaban dispuestos a provocar algún tipo de accidente que
acabara con la vida de la posesa o la mía. Incluso la vida de la madre estaba
en peligro, pues los demonios sabían que muerta la madre, la hija podría
sumirse en una depresión o en cualquier otro problema que pusiera fin a esta
lenta liberación. Estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de que todo este
proceso no acabara con el triunfo de Cristo. Pero ninguno tuvimos ningún temor
por esta noticia, la Virgen María nos protegería. Y protegiéndonos Ella, no
había nada que temer.
Uno de los demonios que quedaban se llamaba Azabel.
Cuando salió de la posesa se apagó una vela del altar. Justo cuando va a salir
un demonio es cuando se producen tanto la agitación como los gritos más
intensos. Son tan tremendos que incluso uno que no sepa sobre esta materia, al
verlo, se da cuenta de que va a ocurrir algo.
Otra de las cosas que se puede hacer es darles la
comunión. La posesión es algo que afecta sólo al cuerpo, de manera que el alma
puede estar en gracia de Dios. Le pregunté antes de empezar la sesión si podía
comulgar, me dijo que sí. Si uno durante la sesión va con la comunión y quiere
darle de comulgar, el sacerdote observará que el poseso cierra la boca con
todas sus fuerzas. No debe tratar de introducir a la fuerza la eucaristía en la
boca. Además de que eso sería indecoroso para la comunión, no se lograría. Y si
se lograra la escupiría. Por eso la administración de este sacramento debe hacerse
sólo cuando el demonio obedece, para lograr lo cual a veces se requieren horas.
Horas de oración que le van doblegando. Al final, cuando ya obedece de forma
continuada a besar la cruz o una estampa, es el momento de darle la comunión.
Pero he dicho cuando ya obedece de forma continuada. Y aun así, cuando llega el
momento de recibir la comunión se resiste mucho.
Como la posesa estaba siempre con los ojos cerrados,
antes de darle la comunión le ordenaba que abriera los ojos y que mirara la
Santísima Eucaristía. Abría los ojos y los mostraba en blanco, pero insistiendo
por fin bajaba las pupilas y miraba la forma que le mostraba en mis manos. Al
principio la mirada de la posesa al mirar la forma era nuestra, pero segundos
después mostraba pánico. Muchas veces al mirarla ha comenzado su cabeza a
temblar y se ha marchado rápidamente gateando hacia atrás sin dejar de mirar la
Sagrada Eucaristía. Es entonces cuando con autoridad le ordeno que vuelva. La
posesa lentamente obedece. Después le ordeno que se arrodille, al final lo
hace. Y cuando recibe la comunión hay que ordenarle que cierre la boca. Y
después que la trague, sino puede tenerla largos minutos en la boca. Es
curioso, sólo cuando entra en el estómago es cuando se produce la explosión de
convulsiones y gritos. En la boca no, sino cuando la traga.
Muchas veces (en más de veinte ocasiones) he observado
justo en ese momento unas convulsiones imposibles incluso para un consumado
gimnasta. Pues en cuestión de fracciones de segundo levanta las extremidades inferiores
y las baja con todas sus fuerzas. Y antes de que las piernas caigan sobre la
colchoneta levantaba el torso hacia arriba. De forma que había unos instantes
en que el cuerpo quedaba completamente suspendido en el aire. A toda velocidad
estas convulsiones se repetían durante cuatro o cinco minutos en cada sesión
tras recibir la comunión.
Al principio pensábamos que era cosa de pocas semanas
más. Los demonios iban saliendo. Un día quedaban ya tres. Otro día dos.
Finalmente uno. En ocho ocasiones fueron expulsados paulatinamente todos, pero
el último se resistió de un modo tremendo. Ya he dicho al comienzo que el
último demonio respondía al nombre de Zabulón. Zabulón era el nombre de uno de
los hijos de Jacob. Pero el nombre también significaba morada. El sentido del
nombre en este demonio estaba claro. Zabulón tenía ese nombre porque era un
demonio que hacía morada en el poseso. Y así fue, se resistía y se resistía a
salir. Se retorcía, gritaba, aullaba, pero tras dos horas continuaba en el
cuerpo. Las semanas comenzaron a pasar. Un buen día la madre me dijo por
teléfono algo que yo no sabía.
-Padre, no he querido decírselo para no
desmoralizarle. Pero el nombre de Zabulón aparece en el libro del padre
Gabriele Amorth - un libro que habían leído madre e hija y que se titula Habla
un exorcista.
-¿Y qué dice?
-Pues el padre Gabriele dice que hay
demonios que son como los peces gordos del infierno - usaba esa palabra - y que
cuesta mucho sacarlos. Da una lista de nombres, y en esa lista aparece este
nombre: Zabulón.
Al colgar el teléfono, como tenía el libro, comprobé
lo que me había dicho. Y efectivamente allí estaba lo que la madre me comentó.
Si hay demonios que cuesta más que otros el sacarlos, hay algunos que son los
peores de entre los peores. Y entre ellos estaba éste: Zabulón.
Bien, no me desmoralicé lo más mínimo.
Le había dicho que seguiríamos rezando el tiempo que hiciera falta.
La verdad es que el que aquello se prolongara en el
tiempo me permitió ir invitando a distinguidos psiquiatras a que estudiaran el
caso. No pocos catedráticos y prestigiosos especialistas pasaron por aquella
capilla. Unos llegaban partiendo del hecho de que el espíritu no existía, otros
no. Al final unos creían que aquello se podía explicar con categorías meramente
psiquiátricas y otros no. En buena parte de los casos, después no quedábamos a
comer juntos. Aunque sin la presencia de la madre y la hija, que por cuestiones
de horario, nunca se podían quedar con nosotros.
Aquellas comidas resultaron apasionantes
discusiones. Unos psiquiatras a favor, otros en contra. Incluso los contrarios
a creer que existiera la posesión, reconocían que se trataba de un caso
verdaderamente fascinante desde el mero punto de vista psiquiátrico. De entre
todos los escépticos que pasaron quiero mencionar al catedrático Higueras de la
facultad de medicina de Granada. Un contrincante verdaderamente inteligente
donde los haya. En aquella comida en que estuvo el doctor Higueras, en aquella
mesa redonda de un restaurante enfrente del obispado, mantuvimos una discusión verdaderamente
antológica. Sólo aquellos cuatro psiquiatras, los bistecs de ternera asada y yo
fuimos testigos de aquella discusión entre la psique y el espíritu, entre Freud
y San Pablo. La mitad de los psiquiatras presentes estaban de mi lado, la otra
mitad del lado de la disociación de la personalidad. Cuando le hablaba a mi
adversario de los hechos extraordinarios, la respuesta era siempre: pero no han
ocurrido delante de mí.
Efectivamente, no en todas las sesiones
ocurrían las mismas cosas. En algunas sólo se daban las crisis de odio y furia.
Algunas sesiones, incluso, eran decepcionantes para aquellos que iban en busca
de cosas extraordinarias. Otras eran más aterradoras en gritos y cosas
similares.
Las sesiones siguieron. Seguían y seguían, las semanas
pasaban y pasaban, pero el último demonio no salía. ¿Estábamos haciendo algo
mal? Yo no desesperaba; pero aquello se estaba alargando mucho. En un momento
dado decidí preguntarle por qué no salía. Le ordené en nombre de Jesús que me respondiera,
insistí, perseveré en la pregunta. Finalmente dio una repuesta, quizá la única
respuesta que yo no me esperaba. De todas cuantas respuestas se me hubieran
podido ocurrir, ésta era la única que jamás se me habría ocurrido. La respuesta
fue: yo quiero salir. ¿¡Qué quería salir!? ¡Pues que saliese! No entendía nada.
Yo era el que le estaba queriendo hacer salir ¿y él quería salir? Con la cabeza
hecha un lío le pregunté que, entonces, por qué no salía. Insistí en mi
pregunta. Él no quería responder. Pero la fuerza de la oración le obligó
finalmente. Y si la primera respuesta había sido la respuesta más
desconcertante que había escuchado en toda mi vida, la segunda respuesta iba
ser todavía más desconcertante. Si la primera era un enigma, la segunda era un
enigma elevado al cubo. Dios no me deja, dijo finalmente. Yo ya no entendía
nada. Absolutamente nada. A la pregunta de por qué no salía, la respuesta había
sido: yo quiero salir. A la pregunta de por qué entonces no salía la respuesta
era: Dios no me deja. Aquello era el mundo al revés. Aquello subvertía todos
mis esquemas. El sacerdote tratando de hacer salir al demonio, el demonio
queriendo salir y Dios que no le dejaba salir. Desde luego el demonio quería
salir porque bien que gritaba y aullaba. Lo llevábamos atormentando durante
meses. En esos momentos yo era el cura más perplejo de toda la Iglesia
Católica. No se me ocurrió más que llevarlo al sagrario, justo delante del
Santísimo Sacramento. Y allí, tan cerca de nuestro Redentor, poniéndome en sus manos,
hacerle la pregunta lógica, la pregunta que evidentemente debía seguir a las
dos afirmaciones previas: ¿por qué Dios no te deja salir? Pero ¿podía haber
alguna respuesta plausible? ¿Podía decir algo que diera sentido a lo que no
parecía tener sentido alguno? Debo reconocer que allí junto al sagrario, frente
a una preciosa imagen románica de Jesús en majestad - la imagen del ábside de
San Clemente de Tahull -, no albergaba ya mucha esperanza de que pudiera
escuchar allí algo que me diera un poco de luz. Aun así, confiando más en Jesús
en el sagrario, hice con fe, en un supremo esfuerzo de fe, la pregunta: en el
nombre de Jesús, te ordeno que me digas por qué Dios no te deja salir. El
demonio dijo únicamente cuatro palabras. Musitó cuatro sencillas palabras: para
que se conciencien.
De pronto todo tenía sentido: las respuestas
anteriores, lo mucho que se estaba prolongando el caso... Todo, absolutamente
todo, tenía ya sentido, un sentido maravilloso que me llenó de gozo. El demonio
estaba sufriendo desde hacía meses, él quería salir. Pero Dios no le dejaba
salir todavía porque estaba usando este caso para comenzar un proceso de
concienciación de la gente. Para que la gente se concienciase que el demonio
existía, de que existían en el siglo XXI las posesiones y que la Iglesia tenía
el poder de exorcizar.
Todo tenía sentido. Las tres respuestas
encajaban perfectamente. Dios tenía sus planes. Incluso de la permisión del
mal, sacaba bienes el Todopoderoso.
Recuerdo qué profundamente gozoso salí de la capilla con la madre. El Señor nos estaba usando como instrumentos para concienciar a la gente de estas realidades. La madre había estado a mi lado todo el rato, de manera que había oído todo. Ella se ponía en las manos de Dios y convenía conmigo en que había que hacer lo posible para concienciar a la gente de estas realidades. Hasta ese momento la madre me había dado tantas facilidades para traer psiquiatras a las sesiones de oración porque quería que la gente se concienciase y que ninguna madre tuviera que pasar por las penalidades que ella había pasado hasta encontrar a un sacerdote que las atendiese. Pero ahora lo que veía claro es que aquel caso era algo más que otro caso de posesión. Era un caso en el que Dios tenía sus planes. La concienciación no era simplemente algo bueno y conveniente que podíamos hacer de paso que orábamos por Marta, sino que la concienciación de la gente era lo que Dios estaba buscando con la prolongación de un caso tan claro, tan de manual. Un caso en que la manifestación del demonio era tan evidente.
Recuerdo qué profundamente gozoso salí de la capilla con la madre. El Señor nos estaba usando como instrumentos para concienciar a la gente de estas realidades. La madre había estado a mi lado todo el rato, de manera que había oído todo. Ella se ponía en las manos de Dios y convenía conmigo en que había que hacer lo posible para concienciar a la gente de estas realidades. Hasta ese momento la madre me había dado tantas facilidades para traer psiquiatras a las sesiones de oración porque quería que la gente se concienciase y que ninguna madre tuviera que pasar por las penalidades que ella había pasado hasta encontrar a un sacerdote que las atendiese. Pero ahora lo que veía claro es que aquel caso era algo más que otro caso de posesión. Era un caso en el que Dios tenía sus planes. La concienciación no era simplemente algo bueno y conveniente que podíamos hacer de paso que orábamos por Marta, sino que la concienciación de la gente era lo que Dios estaba buscando con la prolongación de un caso tan claro, tan de manual. Un caso en que la manifestación del demonio era tan evidente.
Publicado por: Padre Fortea
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