jueves, 7 de junio de 2012

CUERPO Y SANGRE DE CRISTO – JUEVES 07 DE JUNIO


SIETE VERBOS ELEMENTALES DE ACCESO A LA EUCARISTÍA


La elección de estos siete verbos -TENER HAMBRE – COMPARTIR MESA – RECORDAR – ENTREGAR – ANTICIPAR – «TRAGARSE» A JESÚS – BENDECIR- está hecha mirando aquello que en la celebración de la Eucaristía aparece recordado, representado, dicho y recibido y que puede ir configurando la vida de los que participamos en ella. En realidad, más que de «acceso» habría que hablar de «circularidad», porque tratar de vivirlos nos adentra en la Eucaristía; pero es el misterio que allí celebramos lo que de verdad nos renvía a vivirlos en nuestra existencia cotidiana.

Llamo «elementales» a estos verbos en la misma perspectiva de estas preguntas que también lo son:

«¿Cómo se puede explicar el hecho - dice J.M. Castillo - de que una persona se pase gran parte de su vida comulgando a diario y, después de muchos años recibiendo cada día a Jesús en la Eucaristía, resulte que tiene los mismos defectos que al principio, o incluso que tenga defectos y faltas más importantes que cuando empezó a comulgar? ¿Cómo se puede explicar que tanta gracia, acumulada durante tantos años, no se note, al menos de alguna manera, en la vida concreta de esa persona?»

2. «¿Cómo es posible - se pregunta A. Paoli - que, en países de mayoría católica, mucha gente piadosa que frecuenta la Iglesia, que todos los días recibe la Eucaristía y que habla de Cristo y adora a Cristo, viva indiferente ante la injusticia y la desigualdad y, más aún, contribuya con sus opciones políticas y económicas a mantener cada vez más la desigualdad y la injusticia?»

3. No me considero capaz de contestar a la radicalidad de esas preguntas. Solamente pretendo provocar una reflexión que puede hacerse en ámbito comunitario y que al menos nos ayude a planteárnoslas con un poco más de honradez.

1. TENER HAMBRE

DESEO/HAMBRE/COMIDA: En una asamblea numerosísima de religiosas en una casa en medio del campo, celebraba la Eucaristía un obispo. Todo estaba resultando extremadamente solemne, las rúbricas eran escrupulosamente observadas, y la homilía versaba sobre la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, a razón de diez minutos por nota. En el jardín había una algarabía de pájaros acomodándose en los árboles al atardecer, y me distraje pensando que si estuviera Jesús sentado entre los fieles, como laico que era, a lo mejor se habría levantado y le habría pedido con muchísimo respeto al obispo si no le importaba callarse un momentito para que todos pudiéramos escuchar a los pájaros. Eso me inundó de consolación, que llegó a su cumbre cuando, en el ofertorio, el que ayudaba a misa tropezó, empujó el cáliz, se derramó el vino, y la agitación que provocó hizo que aquello empezara a parecerse a una cena de verdad.

Y es que a fuerza de estilizar los símbolos, de respetar los ritos y de cuidar la liturgia, corremos el peligro de olvidar que en el origen de lo que celebramos hubo una cena de despedida, y que a lo que estamos invitados es, no a un espectáculo, ni a una representación, ni a una conferencia, sino a una comida fraterna.

Y, para comer, lo primero que uno necesita es tener hambre. Esta realidad, estremecedora en dos tercios de nuestro mundo y que tendría que quitarnos el sueño al tercio restante, tiene mucho que ver con un cierto «estado de vigilia» que mantiene despierto el deseo.

De entre todas las estrategias pastorales de las que echamos mano a la hora de motivar a la gente para que participe en la Eucaristía (y de motivarnos nosotros, que buena falta nos hace), quizá ésta de invitar a contactar con la autenticidad del deseo sea de las más olvidadas. Y, sin embargo, es la que toca la zona más honda de nuestro ser.

Lo que ocurre es que requiere un trabajo de poda que no siempre estamos dispuestos a hacer, porque al Deseo con mayúscula lo debilitan y lo adormecen los pequeños deseos parásitos que se encarga de inocularnos una sociedad especialista en generarlos. Y así andamos, ingenuos y desprevenidos, dejándonos invadir en zonas de nuestro ser que deberían ser el espacio de ese deseo que expresa tan bien el simbolismo del AT:

«Mi alma te ansía en la noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti, ¡con qué ansia por tu nombre y tu recuerdo!

» (Is 26,8-9).

«Mi garganta tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra seca, agostada, sin agua…

Me saciaré como de enjundia y de manteca y mis labios te alabarán jubilosos

» (Sal 63,2.6).

«Escucha, pueblo mío, por lo que más quieras, Israel, a ver si me escuchas: abre toda tu boca, que yo la llenaré….

Ojalá me escuchara mi pueblo y caminara Israel por mi camino: te alimentaría con flor de harina, te saciaría de miel silvestre … »

(Sal 81,9.16).

«¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta pascua antes de padecer … !» (Lc 22,14), decía Jesús; pero nosotros andamos desganados o aparentemente satisfechos, entretenidos en mil distracciones, y el deseo hondo del Señor y su Reino nos resultan demasiado exigentes, y su pretensión de totalizar nuestra vida una exageración propia de tiempos juveniles que se quedaron ya atrás.

«Cuando vuelva el hijo del Hombre, ¿encontrará deseo en la tierra?», podríamos decir parafraseando la frase de Lucas (cf. /Lc/18/08). Porque quizá nosotros tenemos ya bastante con programar un viaje o planear unas vacaciones, estar al tanto de las últimas noticias, conseguir que nos conozca y reconozca una docena más de personas, obtener la felicitación de un jefe, no tener ni un minuto libre (la agenda llena nos inunda de un prestigio estresado que se lleva mucho… ), escribir el artículo que dará que hablar, o lograr, por fin, aquel coche que no desmerece de nuestra importancia… Es difícil «tener hambre» si son ésas o parecidas las claves desde donde nos movemos.

Cuenta el libro de los Reyes que, cuando Elías caminaba por el desierto hacia el Horeb y desfallecía en la marcha, un ángel lo reconfortó con pan y agua, «y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta llegar al Horeb, el monte de Dios» (1 Re 19,8). Experimentamos hambre cuando estamos en marcha hacia algún «Horeb», cuando nos desgasta el trabajo por el Reino, la preocupación por los otros, la lucha por un mundo más humano y por abrir caminos al Evangelio; pero el andar pendientes del «que si subo – que si bajo», agarrados a la barra del caballo del tío-vivo que gira en torno a nosotros mismos, nos anestesia peligrosamente y paraliza la urgencia de acudir a ese Pan que sostiene nuestras fuerzas.

«Querellémonos de nosotros - decía Juan de Ávila -, que, por querer mirar a muchas partes, no ponemos la vista en Dios y no queremos cerrar el ojo que mira a las criaturas para, con todo nuestro pensamiento, mirar a sólo él. Cierra el ballestero un ojo para mejor ver con el otro y acertar en el blanco, ¿y no cerraremos nosotros toda la vista a lo que nos daña, para mejor acertar a cazar y herir al Señor?. Coja y recoja su amor y asiéntelo en Dios quien quiere alcanzar a Dios» (4).

La teología y la espiritualidad han dado un giro, y nos parece fatal eso de «no mirar a las criaturas»; pero su equivalente fin de siglo sería eso que A. Chércoles llama «la mirada carroñera», que ve la realidad como adquisición y revela nuestra codicia posesiva. «Sin Eucaristía no podríamos vivir», dicen que decían los primeros cristianos, ballesteros determinados a dar en el blanco, convencidos de necesitar un alimento de vida que viniera de fuera de ellos mismos, y revelando una actitud que está en las antípodas de la autosuficiencia y de la dispersión.

Y nosotros ¿nos atreveríamos a decir con sinceridad que no podríamos vivir sin Eucaristía, o ésta es para nosotros una especie de «plus piadoso», un complemento alimenticio que no nos dejaría hambrientos si prescindiéramos de él… ?

1. Podemos preguntamos por nuestros deseos/hambres:

- dónde los tenemos puestos

- cómo los alimentamos

- cuáles son nuestros «deseos parásitos»…

2. Puede resultar liberador poner nombre a nuestras tentaciones de saciedad satisfecha para mantener despierto el deseo de otro Pan diferente del que intentan vendernos desde tantos mercados.

2. COMPARTIR MESA

«No serás amigo de tu amigo hasta que os hayáis comido juntos un celemín de sal», dice un proverbio árabe. Y eso supone tiempo compartido, conversación prolongada, confidencias entre amigos… Compartir la mesa es el gran símbolo de la convivialidad, de la reconciliación y la inclusión; y, desde el AT, los banquetes son la mejor metáfora de lo que Dios prepara a su pueblo:

«El Señor de los ejércitos prepara para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos.

El Señor Dios aniquilará la muerte para siempre, enjugará las lágrimas de todos los rostros y alejará el oprobio de su pueblo de todo el país, lo ha dicho el Señor» (ls 25,6-8).

La imagen que elige Jesús para hablarnos de lo que es central en el Reino, no es la visión extática y beatífica que ha contaminado de platonismo nuestras imágenes de vida eterna, sino un banquete, una comida festiva. Su gesto de compartir mesa con gente marginal no era un acto eucarístico en el sentido estricto del término, pero sí prefiguraba y preparaba la Eucaristía como culminación de algo que se había ido gestando y expresando en aquellas comidas en las que los últimos eran acogidos y tenían un lugar preferente. La primera comunidad recordaba este gesto, profundamente subversivo precisamente porque incluía a judíos y no judíos, a libres y esclavos, a mujeres y hombres, a pobres y ricos.

«Partir el pan expresaba y creaba la fraternidad, porque suprimía las barreras discriminatorias. No era un rito de evasión o de enclaustramiento, sino un compromiso y una toma de posición frente a una sociedad dividida en grupos opuestos. Partir el pan iba unido a la preocupación por que comieran los pobres y desposeídos de la comunidad, y esto no sólo por razones humanitarias, sino, sobre todo, por una exigencia de formar la Iglesia concreta, que tiene el deber de rechazar la distinción entre ricos y pobres» (5).

1. Preguntarnos

- cómo y con quiénes compartimos el banquete de nuestra vida;

- a quiénes sentamos a nuestra mesa: la de nuestro tiempo, nuestra amistad, nuestros bienes, nuestro interés…

- a quiénes excluimos y por qué.

2. Dejarnos «provocar» por estos textos, tratar de detectar qué dinamismos de inclusión están ya presentes y actuantes dentro y fuera de la Iglesia, para adherimos a ellos. Discurrir cómo podemos crecer en ese talante de incorporar, agregar, atraer, vincular… Proyectar «estrategias de inclusión», modos concretos de continuar en lo corriente de nuestra vida la experiencia de ser incluidos que vivimos en cada Eucaristía.

«La Eucaristía es la \\’operación igualdad\\’. Eucaristía es el pequeño grupo desmenuzado, individualizado y desigual de Hch 4,32, que se hace comunidad, es decir, se hace \\’un solo corazón y una sola alma\\’. Y se hace comunidad porque \\’nadie llama suyos a sus bienes, sino que todo lo tiene en común\\’.

A Dios se le glorifica única y exclusivamente de una manera eucarística; se le glorifica con el pan y el vino; se le glorifica repartiendo, comunicando, realizando la comunión real y material, económica entre nosotros. Existe una sola forma de glorificar a Dios: es la forma de crear comunión entre nosotros. Toda forma de glorificación de Dios, si no pasa por la Eucaristía, por esta voluntad absoluta de compartir con los demás, de celebrar, de comprometerse para celebrar una reconciliación con los hombres, no es culto a Dios, es una burla»(6).

«Primero sea el pan, después la libertad.

La libertad con hambre es una flor encima de un cadáver.

Donde hay pan, allí está Dios.

\\’El arroz es el cielo\\’, dice un poeta de Asia; la tierra es un plato gigantesco de arroz, un pan inmenso y nuestro para el hambre de todos.

Dios se hace pan, trabajo para el pobre, dice el profeta Ghandi.

La Biblia es un menú de pan fraterno Jesús es el Pan vivo.

El universo es nuestra mesa, hermanos»(7).

3. RECORDAR

Tengo asociado el tema del recuerdo con una tarde de Jueves Santo en la Escuela Bíblica de Jerusalén, durante la procesión en la que se lleva el Stmo. Sacramento al monumento. Los celebrantes eran muchos, casi todos ellos ilustres profesores de Sagrada Escritura; y entre el gótico simple de la iglesia, los hábitos dominicanos, las facha impresionante de aquellos hombres, la ciencia que se suponía detrás de cada uno y las voces graves y bien timbradas con que cantaban el Pange Lingua, el impacto estético era fortísimo.

Y en aquel momento tuve la sensación - y que me perdonen los liturgistas - de que toda aquella belleza era ambigua. Es verdad que abría un camino hacia la trascendencia, pero suponía a la vez una amenaza por su capacidad de distraemos sutilmente de aquello que estábamos recordando. La solemnidad, el incienso, el latín, el gótico, las velas y las flores podían alejarnos de la historia dramática de la que estábamos haciendo memoria: un galileo arrastrado por las calles de Jerusalén, torturado en unos sótanos, abucheado por la multitud, sentenciado por las autoridades, ejecutado públicamente fuera de la ciudad.

Soy consciente de que éste es un tema delicado; pero, si nos atrevemos a abordarlo, quizá llegaríamos a un reconocimiento sanante de nuestra tendencia a «transfugamos» hacia la estética, la ritualización, la majestuosidad, la privatización o la «lightización» de todo lo que tenemos a nuestro alcance.

Porque «partir el pan» es mucho más que un gesto ritual: es una forma de comer que expresa una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él hizo: «partirse la vida», «vaciarse hasta la muerte», según la expresión del cuarto canto del Siervo (ls 53,12). De esa memoria nace nuestra fraternidad, y sólo se «reconoce a Jesús al partir el Pan» cuando el estilo de vida que él expresó en su entrega se hace presente, aunque sea germinalmente, en los que pretendemos seguirle. (10).

«Cuidado: guárdate muy bien de olvidar los hechos que presenciaron tus ojos, que no se aparten de tu memoria mientras te dure la vida» (Dt 4,9).

Recordar qué es lo que «presenciaron nuestros ojos», lo que significa para cada uno «hacer memoria de Jesús» y confesarnos las razones secretas por las que preferimos vivir desmemoriados a volver una y otra vez al recuerdo perturbador de quien llegó por nosotros «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). Y comprobar desde la propia experiencia cómo ese síndrome amnésico suele ir unido a la despreocupación y el olvido de todos los que hoy siguen en la cruz. (2).

El texto que viene a continuación puede ser terapéutico para nuestras evasiones ritualistas y tentaciones de trivialización:

«Aquella noche Jesús se acordó del amor de su Padre y de la confianza que le permitía hablar con autoridad; veía, además, los conflictos a los que le habían arrastrado, poco a poco, sus solidaridades. Acorralado, como otros muchos antes y después de él; consciente de que habría podido hallarse del otro lado, del de los fuertes y poderosos, y sabiendo que aún podía luchar espada en mano, lo que hizo fue tomar un trozo de pan, partirlo y distribuirlo entre sus amigos diciendo: \\’Ésta es mi vida y os la doy a vosotros. Siempre que, de una u otra forma, os encontréis en mis circunstancias, acordaos de mí y haced lo que yo hago ahora\\’. Ésta es la historia que mueve a los cristianos a reunirse de cara a sus decisiones, sus opciones de solidaridad y los riesgos de su existencia para acordarse de Jesús, cuya vida y la de ellos mismos comparten bajo la forma de pan, continuando hoy de este modo en sus vidas lo que él vivió: su muerte y el sacrificio de su existencia en fidelidad a sus solidaridades. La muerte de Jesús se halla en el centro mismo de la Eucaristía, porque ésta remite a los cristianos a los conflictos históricos en que se encuentran metidos. Les indica que es precisamente en esos conflictos y en esas crisis y no en las nubes donde se puede discernir quien es Dios y cuál es el Dios de Jesús. La ejecución de éste plantea, con toda la seriedad que conllevan la muerte y el rechazo, la cuestión de nuestras solidaridades y de las solidaridades de Dios» (8).

4. ENTREGAR

Es éste un verbo que resulta extraño a nuestra cultura, en la que se conjugan precisamente los contrarios: apropiarse, guardar, retener, acumular, poseer…

Acostumbrados a la lógica del cálculo, de la medida y la cautela, no nos es fácil entrar en la lógica de la Eucaristía, en la que celebramos el máximo derroche, el total despilfarro.

Pero es precisamente eso lo que se nos llama a celebrar y a vivir: «haced esto en recuerdo mío». No dice «meditad», «escribid», «reflexionad teológicamente», «componed himnos», «bordad ornamentos», «organizad procesiones», «celebrad congresos», sino, sencillamente «hacedlo». No como una ejecución mimética, sino como algo que nace de dentro, de ese rincón secreto de nuestra verdad última.

Gracias al relato de la Cena, sabemos (podemos «conocer internamente», diría Ignacio de Loyola) lo que había en el interior de Jesús ante su muerte. Sin la Eucaristía, sería posible pensar que murió por una especie de «lógica de la necesidad», porque no podía ser de otro modo. Sabemos que no fue así: la noche en que iba a ser entregado, cuando su vida estaba en peligro, pero aún no había sido detenido y todavía estaba abierta la ocasión de escapar de una muerte que le pisaba los talones, él hizo el gesto de ponerse entero en el pan que repartió, e hizo pasar la copa con el vino de una vida que iba a derramarse hasta la última gota. Y aquel gesto y aquellas palabras, recordadas en cada Eucaristía, nos permiten adentrarnos en el misterio de una voluntad de entrega que se anticipa a la pérdida: nadie puede arrebatarle la vida, es él quien la entrega voluntariamente (cf. Jn 10, 18).

Siempre he pensado que las explicaciones «satisfactorias» (todo aquello de la ofensa infinita y de un dios neurótico necesitado de una víctima que le diera reparación adecuada) están grabadas de manera tan indeleble en el pueblo cristiano porque, en el fondo, nos hacen el favor de dejarnos a nosotros fuera de ese «ajuste de cuentas» entre el Padre y Jesús. Y eso nos resulta más cómodo que hacer de su entrega un estilo de vida, un camino de seguimiento, una llamada perentoria a continuar viviendo eucarísticamente, es decir, escapando de la espiral de la codicia y de la posesividad para entrar en la danza de la vida que no se retiene, en el gozo extraño de ofrecerse y darse, de desvivirse, de entregar todo lo que se es y se tiene.

1. Podríamos visualizar a cámara lenta el gesto del ofertorio, con todo lo que implica de desapropiación, desprendimiento, alegría de poder regalar, disponibilidad, esfuerzo por liberar la posesividad de nuestras manos. Y observar qué resistencias sentimos si lo que ofrecemos es el tiempo, las fuerzas, la atención desplazada de nosotros mismos hacia los demás, la tarjeta de crédito, las llaves de nuestra casa, esos días de «puente» largo que reservábamos para nosotros…

2. Al leer este poema de Rilke, podemos encontrar un reflejo de la actitud posesiva, que es la opuesta a la del don y en la que quizá nos reconoceremos «penitencialmente»…

«No te inquietes, Dios.

Ellos dicen \\’mío\\’ a todas las cosas que son pacientes.

Son como el viento que roza la rama y dice \\’mi árbol\\’.

Ellos apenas notan cómo arde su mano, de modo que también en su limbo último

podrían sostenerlo sin quemarse.

Dicen \\’mío\\’ como el que al conversar con campesinos llama amigo al príncipe si el príncipe es muy grande y está lejos.

Dicen \\’mío\\’ y llaman su posesión a lo que se cierra cuando se acercan, al modo que un insulso charlatán llama acaso suyo al sol y al relámpago…» (9)

3. Para tener memoria agradecida, nos ayudaría «levantar acta» de tantas actitudes de entrega gratuita como existen a nuestro alrededor y que quizá no reconocemos por pura miopía del corazón…

5. ANTICIPAR

Si algo fue difícil de encajar para los primeros cristianos, fue el retraso de la llegada del Señor y del Reino. Detrás de muchas imágenes de las parábolas que llamamos «escatológicas», se esconde el intento de descifrar una realidad desconcertante: por eso hablan de «noche», de «ausencia», de «retraso»… ; por eso su fe necesitó, como la nuestra, dirigir su mirada a «las cosas últimas», escucharlas, simbolizarlas, imaginarlas, convertirlas en palabras pronunciables. A esa necesidad profunda de «anticipar», de pre-gustar ya aquí algo de lo que será definitivo, responde «literariarnente» el Apocalipsis, y «sacramentalmente» la celebración eucarística.

«El hebreo, viviendo entre las demás cosas, las ve todas como promesas: para el hebreo la piedra no \\’tiene\\’ dureza, no \\’es\\’ dura en el sentido que el griego daría a estas palabras. La piedra, por eso que llamamos dureza suya, se le presenta como permaneciendo firme en el futuro, comportándose sólidamente en él. La piedra \\’es\\’ dura significa: la piedra permanecerá. La verdad no es así un atributo del presente, sino una promesa del futuro. (… ) La verdad no está oculta tras el movimiento, como en Grecia, sino tras la historia. La verdad es cuestión de tiempo. Lo que las cosas son, su destino, será transparente cuando llegue la \\’consumación de los siglos» (10).

«La verdad es cuestión de tiempo». La Eucaristía nos revela cómo será el futuro: una humanidad reconciliada y fraterna; una mesa para todos, en la que circularán el Pan y la Palabra; una comunidad reunida en torno al Resucitado y participando de su Vida. Al acercamos a ella desde la experiencia dolorosa de un mundo dividido y roto, nuestra esperanza se rehace al celebrar anticipadamente la realización del sueño de Dios sobre su mundo. Vivir la Eucaristía como anticipación utópica, como «maqueta» del mundo que el Padre quiere, nos hace volver a lo cotidiano más capaces de perdonar y de ser perdonados, más decididos a trabajar por ensanchar espacios en los que cada hombre y cada mujer encuentren su lugar en torno a la mesa común, más dispuestos a ser pan compartido y presencia real del amor de Dios para los últimos. (10).

«Al comulgar aquel día en aquel pueblecito cerca de La Habana, sentí que el día anterior había vivido la más grande y verdadera \\’procesión del Santísimo\\’. Al pasear por sus calles, entrar en las casas, compartir los dolores, la alegría, el milagro de la vida con la mujer diabética recién parida, la tarta compartida para seis donde no hay ni harina ni azúcar…. habíamos sido Eucaristía unos para otros, nos habíamos entregado mutuamente desde lo más profundo y mejor de nosotros… Sentí la necesidad de adorar a Jesús-Eucaristía en nosotras y en los hermanos cubanos. Éramos una misma cosa, un mismo corazón entregado y compartido» (Reflexión de una provincial de mi congregación a raíz de una visita a Cuba).

Podemos evocar otras situaciones en las que el vivir «eucarísticamente» nos ha hecho gustar de antemano lo que es nuestro destino final.

2. «Mis manos, esas manos y Tus manos hacemos este gesto, compartida la mesa y el destino, como hermanos, las vidas en Tu muerte y en Tu vida.

Unidos en el pan los muchos granos, iremos aprendiendo a ser la unida Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.

Comiéndote sabremos ser comida.

El vino de sus venas nos provoca.

El pan que ellos no tienen nos convoca a ser Contigo el pan de cada día.

Llamados por la luz de Tu memoria, marchamos hacia el Reino haciendo Historia, fraterna y subversiva Eucaristía» (11)

6. «TRAGARSE» A JESÚS

Por más que lo he intentado, no he conseguido encontrar otro verbo menos áspero que éste, que al menos tiene la ventaja de ser familiar en nuestro vocabulario: «no trago a tal persona»; «ese disgusto aún no me lo he tragado… »; «todavía lo tengo aquí» (y señalamos la garganta)… Nos es fácil sacar la lengua o poner la mano para comulgar y tragamos el Pan, y luego volver a nuestro sitio con recogimiento y dar gracias lo mejor que podemos. Pero, de vez en cuando, tendríamos que cambiar la expresión «comulgar» por la de «tragarnos a Jesús», para caer un poco más en la cuenta de lo que significaría «tragamos» su mentalidad (es el metanoeite [«cambiad de mentalidad»] de Mc 1, 15, o el «tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús» de Flp 2,5), sus preferencias, sus opciones, su estilo de vida, su extraña manera de vivir, de pensar y de actuar.

Recuerdo una devota costumbre que me inculcaron de niña que se llamaba «hacer una comunión espiritual»: consistía en mandar el Corazón al sagrario (se recomendaba mucho hacerlo en los viajes, al divisar un campanario) y desear recibir a Jesús espiritualmente, ya que no podía hacerse sacramentalmente. Se me ocurre que podría ser un buen ejercicio hacer algo parecido abriendo el Evangelio al azar y, cuando leamos, por ej.: «El que quiera ser el mayor entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt 23,12); «No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22); «Me dan compasión estas gentes, dadles vosotros de comer» (Mc 6,34.37 ); «No amontonéis tesoros en la tierra» (Mt 6,19); «Las prostitutas os precederán» (Mt 21,3 1) «Prestad sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35)…, hacer el gesto interior de «tragarnos» eso, de comulgar con ello, de desear, al menos ir poniéndonos de acuerdo con Jesús, creciendo en afinidad con él, pidiendo al Padre, con la pobreza de quien se siente incapaz desde sus fuerzas, que «nos ponga con su Hijo» y nos haga ir teniendo «parte con él» (cf. Jn 13,8), con las consecuencias de que sea el «Primogénito de una multitud de hermanos … »

Este fragmento de un poema de Benjamín González Buelta puede ayudamos a continuar esta reflexión en una actitud más orante:

«Te ofreces a nosotros para que comulguemos con tu presencia y, al acogerte a ti, hecho de tiempo y de historia nuestra, acojamos también la vida de los otros que en ti se ha hecho sacramento cercano.

Te ofreces a nosotros para que comulguemos con tu proyecto que congrega y resucita tantas horas humanas desmenuzadas como harina por mecanismos que giran como prensas y molinos.

Un día, toda la historia descansará en tu encuentro, reconciliada eternidad, como el pan y el vino de la vida tuya y nuestra, compartidos sin codicia en la mesa fraterna donde festejaremos sin ocaso» (12)

7. BENDECIR

Es el verbo central de la Eucaristía y la médula de nuestra vida. La palabra griega eucharistía (acción de gracias) tuvo más fortuna en el NT que eulogia (alabanza), la otra palabra con que la Biblia griega traduce la berakah hebrea (bendición); y cuando decimos «eucaristía», estamos recogiendo toda la herencia de bendición, de alabanza y de agradecimiento desbordante que recorre todo el AT. Una de las experiencias más gozosas de Israel es la de reconocer que la bendición de su Dios le concede vida, fecundidad, protección. Decir «bendición» es decir regalo, don gratuito (el «bendecir» de Dios es «bienhacer», dice Alonso Schökel), y los creyentes bíblicos reaccionan con una «bendición ascendente» que dirige hacia el Señor su alabanza y su acción de gracias. La bendición es el término que condensa la riqueza y la originalidad de la tradición en que aprendió a orar Jesús.

A través de ella, el creyente israelita entra en una triple relación con Dios, con el mundo y con los demás: al repetir insistentemente a lo largo del día «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por… », reconoce a Dios como origen de todo lo que existe, al mundo como un don que hay que acoger, y a los demás como hermanos con los que hay que participar del único banquete de la vida.

«Bendecir significa revelar la última identidad de las cosas, su profunda interioridad, que consiste en hacer entrar en relación con el Creador» (13). Los objetos, la actividad, el trabajo, las relaciones, el espesor de la vida… pueden volverse opacos y ser ocasión de desencuentro; pero la bendición consigue que la realidad se vuelva translúcida: ilumina nuestra mirada y la hace llegar hasta llegar hasta Dios, que es su origen (14).

La Eucaristía, que nació en ese contexto («Tomó el pan y, pronunciada la bendición, se lo dio… » [Mc 14,22; cf. Mt 26,26; Lc 22,15;1 Cor 11,241) es para nosotros la ocasión de convertir en bendición nuestra vida entera, de «arrastrar» hasta ella todo el peso de nuestro agradecimiento, todo lo que en nosotros y en toda la creación está llamado a convertirse en canción, en «un himno a su gloriosa generosidad» (Ef 1,14).

Tenemos en las manos y en el corazón la opción de vivir «en clave de murmuración» (quejas, resentimiento y desencanto, como Israel en el desierto (cf. Ex 16-171) o «en clave de bendición», descubriendo en la vida, más allá de su opacidad, la presencia que hacía estremecerse de alegría a Jesús (cf. Mt 11,25) cuando sentía la «afinidad» de sus preferencias con las del Padre.

La Eucaristía nos invita a comulgar con su bendición, su gozo se nos ofrece como un pan que se parte: «Al que venga, le daré un maná escondido … » (Ap 2,17). «Estoy a la puerta y llamo: si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20).

Quizá sólo seamos capaces de esos gestos elementales: poner la mesa, estar despiertos, quedarnos en silencio, vigilar, reconocer una voz, abrir la puerta, acoger agradecidos ese maná escondido.

2. «Sólo hay sacramento donde hay experiencia de fe»: Sal Terrae 67/11 (1979) 739-748.

3. Notas mecanografiadas de una conferencia pronunciada en Medellín.

4. «Carta a una señora en tiempo de Adviento», en Obras Completas del Beato Juan de Ávila, I, Madrid 1952, p. 563.

5. M. DíAZ MATEOS, «Te reconocimos, Señor, al partir el pan»: Páginas 89-90 (Lima, abril 1988) 35.

6. A. PAOLI, Op. cit., p. 7.

7. P. CASALDÁLIGA, Fuego y ceniza al viento, Santander 1984, p. 81.

8. G. FOUREZ, Sacramentos y vida del hombre. Celebrar las tensiones y los gozos de la existencia, Santander 1983.

9. R.M. RILKE, «El Libro de las horas». Antología poética, Madrid 1980.

10. X. ZUBIRI, «Sobre el problema de la filosofía»: Revista de Occidente 118 (1933) 95-96.

11. P. CASALDÁLIGA, Todavía estas palabras, Estella 1989, p. 80.

12. En el aliento de Dios. Salmos de gratuidad, Santander 1995, pp. 57-59.

13. C. DI SANTE, La priére d\\’Israél. Aux sources de la liturgie chrétienne, Paris 1986, p. 48.

14. Son ideas del Rabino BARUK GARZÓN en una conferencia sobre la oración judía que pronunció en la Facultad de Teología de Comillas (Madrid) en enero de 1995. SAL TERRAE 1995/05. Págs. 340-354

Dolores ALEIXANDRE

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