MADRID, viernes 4 mayo 2012 (ZENIT.org).- La Virgen María ha sido
honrada y venerada como Madre de Dios desde los albores del cristianismo. Con
ocasión del mes de mayo ofrecemos un artículo sobre los orígenes de la devoción
mariana publicado en: www.primeroscristianos.com.
“Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1, 48)
Como han puesto en evidencia los
estudios mariológicos recientes, la Virgen María ha sido honrada y venerada
como Madre de Dios y Madre nuestra desde los albores del cristianismo.
En los tres primeros siglos la
veneración a María está incluida fundamentalmente dentro del culto a su Hijo.
Un padre de la Iglesia resume el
sentir de este primigenio culto mariano refiriéndose a María con estas
palabras: «Los profetas te anunciaron y los apóstoles te celebraron con las más
altas alabanzas».
De estos primeros siglos sólo pueden
recogerse testimonios indirectos del culto mariano. Entre ellos se encuentran
algunos restos arqueológicos en las catacumbas, que demuestran el culto y la
veneración, que los primeros cristianos tuvieron por María.
Tal es el caso de las pinturas
marianas de las catacumbas de Priscila: en una de ellas se muestra a la Virgen
nimbada con el Niño al pecho y un profeta (quizá Isaías) a un lado; las otras
dos representan la Anunciación y la Epifanía.
Todas ellas son de finales del siglo
II. En las catacumbas de san Pedro y san Marceliano se admira también una
pintura del siglo III/IV que representa a María en medio de san Pedro y san
Pablo, con las manos extendidas y orando.
Una magnífica muestra del culto
mariano es la oración “Sub tuum
praesidium” (Bajo tu amparo nos acogemos) que se remonta al siglo
III-IV, en la que se acude a la intercesión a María.
Los Padres del siglo IV alaban de
muchas y diversas maneras a la Madre de Dios. San Epifanio, combatiendo el
error de una secta de Arabia que tributaba culto de latría a María, después de
rechazar tal culto, escribe: «¡Sea honrada María! !Sea adorado el Señor!».
La misma distinción se aprecia en
san Ambrosio quien tras alabar a la «Madre de todas las vírgenes» es claro y
rotundo, a la vez, cuando dice que «María es templo de Dios y no es el Dios del
templo», para poner en su justa medida el culto mariano, distinguiéndolo del
profesado a Dios.
Hay constancia de que en tiempo del
papa san Silvestre, en los Foros, donde se había levantado anteriormente un
templo a Vesta, se construyó uno cuya advocación era Santa María de la Antigua.
Igualmente el obispo Alejandro de Alejandría consagró una Iglesia en honor de
la Madre de Dios. Se sabe, además, que en la iglesia de la Natividad en
Palestina, que se remonta a la época de Constantino, junto al culto al Señor,
se honraba a María recordando la milagrosa concepción de Cristo.
En la liturgia eucarística hay datos
fidedignos mostrando que la mención venerativa de María en la plegaria
eucarística se remonta al año 225 y que en las fiestas del Señor --Encarnación,
Natividad, Epifanía, etc.- se honraba también a su Madre. Suele señalarse que
hacia el año 380 se instituyó la primera festividad mariana, denominada
indistintamente «Memoria de la Madre de Dios», «Fiesta de la Santísima Virgen»,
o «Fiesta de la gloriosa Madre».
El testimonio de los padres de la Iglesia
El primer padre de la Iglesia que
escribe sobre María es san Ignacio de Antioquía (+ c. 110), quien contra los
docetas, defiende la realidad humana de Cristo al afirmar que pertenece a la
estirpe de David, por nacer verdaderamente de María Virgen.
Fue concebido y engendrado por Santa
María; esta concepción fue virginal, y esta virginidad pertenece a uno de esos
misterios ocultos en el silencio de Dios.
En San Justino (+ c. 167) la
reflexión mariana aparece remitida a Gen 3, 15 y ligada al paralelismo
antitético de Eva-María.
En el Diálogo con Trifón, Justino
insiste en la verdad de la naturaleza humana de Cristo y, en consecuencia, en
la realidad de la maternidad de Santa María sobre Jesús y, al igual que San
Ignacio de Antioquía, recalca la verdad de la concepción virginal, e incorpora
el paralelismo Eva-María a su argumentación teológica.
Se trata de un paralelismo que
servirá de hilo conductor a la más rica y constante teología mariana de los
Padres.
San Ireneo de Lyon (+ c. 202), en un
ambiente polémico contra los gnósticos y docetas, insiste en la realidad
corporal de Cristo, y en la verdad de su generación en las entrañas de María.
Hace, además, de la maternidad divina una de las bases de su cristología: es la
naturaleza humana asumida por el Hijo de Dios en el seno de María la que hace
posible que la muerte redentora de Jesús alcance a todo el género humano.
Destaca también el papel maternal de Santa María en su relación con el nuevo
Adán, y en su cooperación con el Redentor.
En el norte de África Tertuliano (+
c. 222), en su controversia con el gnóstico Marción), afirma que María es Madre
de Cristo porque ha sido engendrado en su seno virginal.
En el siglo III se comienza a
utilizar el título Theotókos (Madre de Dios). Orígenes (+ c. 254) es el primer
testigo conocido de este título. En forma de súplica aparece por primera vez en
la oración Sub tuum praesidium. que –como hemos dicho anteriormente- es la
plegaria mariana más antigua conocida. Ya en el siglo IV el mismo título se
utiliza en la profesión de fe de Alejandro de Alejandría contra Arrio.
A partir de aquí cobra universalidad
y son muchos los Santos Padres que se detienen a explicar la dimensión
teológica de esta verdad -San Efrén, San Atanasio, San Basilio, San Gregorio de
Nacianzo, San Gregorio de Nisa, San Ambrosio, San Agustín, Proclo de
Constantinopla, etc.-, hasta el punto de que el título de Madre de Dios se
convierte en el más usado a la hora de hablar de Santa María.
La verdad de la maternidad divina
quedó definida como dogma de fe en el Concilio de Efeso del año 431.
Prerrogativas o privilegios marianos
La descripción de los comienzos de
la devoción mariana quedaría incompleta si no se mencionase un tercer elemento
básico en su elaboración: la firme convicción de la excepcionalidad de la
persona de Santa María - excepcionalidad que forma parte de su misterio - y que
se sintetiza en la afirmación de su total santidad, de lo que se conoce con el
calificativo de "privilegios" marianos.
Se trata de unos
"privilegios" que encuentran su razón en la relación maternal de
Santa María con Cristo y con el misterio de la salvación, pero que están
realmente en Ella dotándola sobreabundantemente de las gracias convenientes
para desempeñar su misión única y universal.
Estos privilegios o prerrogativas
marianas no se entienden como algo accidental o superfluo, sino como algo
necesario para mantener la integridad de la fe.
San Ignacio, san Justino y
Tertuliano hablan de la virginidad. También lo hace san Ireneo. En Egipto,
Orígenes defiende la perpetua virginidad de María, y considera a la Madre del
Mesías como modelo y auxilio de los cristianos.
En el siglo IV, se acuña el término aeiparthenos
—siempre virgen—, que san Epifanio lo introduce en su símbolo de fe y
posteriormente el II Concilio Ecuménico de Constantinopla lo recogió en su
declaración dogmática.
Junto a esta afirmación de la
virginidad de Santa María, que se va haciendo cada vez más frecuente y
universal, va destacándose con el paso del tiempo la afirmación de la total
santidad de la Virgen. Rechazada siempre la existencia, de pecado en la Virgen,
se aceptó primero que pudieron existir en Ella algunas imperfecciones.
Así aparece en san Ireneo,
Tertuliano, Orígenes, san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Efrén, san Cirilo
de Alejandría, mientras que san Ambrosio y san Agustín rechazan que se diesen imperfecciones
en la Virgen.
Después de la definición dogmática
de la maternidad divina en el Concilio de Efeso (431), la prerrogativa de
santidad plena se va consolidando y se generaliza el título de "toda
santa" –panaguia--. En el Akathistos se canta "el Señor
te hizo toda santa y gloriosa" (canto 23).
A partir del siglo VI, y en conexión
con el desarrollo de la afirmación de la maternidad divina y de la total
santidad de Santa María, se aprecia también un evidente desarrollo de la
afirmación de las prerrogativas marianas.
Así sucede concretamente en temas
relativos a la Dormición, a la Asunción de la Virgen, a la total ausencia de
pecado (incluido el pecado original) en Ella, o a su cometido de Mediadora y
Reina. Debemos citar especialmente a san Modesto de Jerusalén, a san Andrés de
Creta, a san Germán de Constantinopla y a san Juan Damasceno como a los Padres
de estos últimos siglos del periodo patrístico que más profundizaron en las
prerrogativas marianas.
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