En la dilatada historia de la
esclavitud, que es el auténtico núcleo de la historia de la humanidad, es
preciso abrir diferentes capítulos para no vernos envueltos en un totum revolutum que dificulte su visión e
interpretación. Hemos de contemplar por una parte la esclavización de los
animales domésticos, con especial mención a los animales de labor, y por otra
la esclavización propiamente humana: la de individuos de la propia especie. Y
como es bueno fijarse en los nombres que les pusimos a las cosas, fijémonos de
paso en que a la esclavización animal la llamamos domesticación (de la familia
de doméstico, derivado de domus =casa,
que significa tanto “el de casa” como “el criado”): ¿qué será y qué raíces no
tendrá eso del “maltrato doméstico”? Y al proceso de esclavización de los
animales lo llamamos domar y también amaestrar (¡qué mala sombra!, derivado de
maestro).
Es importante empezar por esta
capital distinción entre esclavitud animal y esclavitud humana, porque es ahí
donde se ha producido la más potente línea de cohonestación de la esclavitud:
en la negación de la condición humana de aquellos a los que se ha querido
esclavizar. Y esto no se ha hecho sin más, distinguiendo sólo entre hombre y
animal (bestia por mal nombre y alimaña aún peor), sino que incluso dentro de
la propia especie se han distinguido grados de humanidad: más humano y menos
humano. El episodio más reciente de esta fórmula, y orientado precisamente a
justificar la esclavización de los pueblos e individuos “menos humanos” por los
“más humanos” lo protagonizó el más conspicuo de los filósofos del siglo XX:
Friedrich Nietzsche; y en su filosofía del “Superhombre” se asentó el más
reciente movimiento de restauración de la esclavitud. Un movimiento que la
ciencia hizo suyo, que lució el aura de la inteligencia durante muchos decenios
y que fue elogiado y alentado por toda la comunidad científica, con muy pocas
excepciones. Recordemos de paso las sesudas exégesis teológicas sobre si las
mujeres y los negros tenían alma propiamente humana o algún otro género de alma
en tránsito a la humanidad pero sin alcanzarla.
Cuando hablamos de esclavos por
tanto, no debemos olvidar a los animales cautivos especializados cada uno en
distintos trabajos y servicios. Los que menos nos cuesta asimilar a los
esclavos son el buey y el mulo, porque como nosotros son trabajadores
vitalicios. Viven para trabajar. Los utilizamos incluso como paradigma del
trabajo humano duro. Cuando la ley de Moisés prohíbe trabajar en sábado, no son
sólo los esclavos los que han de abstenerse de trabajar, sino también el buey y
el mulo. El buen israelita renunciaba el sábado al trabajo propio, por
supuesto; pero también al ajeno, sea un esclavo quien realiza el trabajo, sea
un buey o un mulo. Pero eso era antes, porque hoy el trabajo dignifica: no sólo
al esclavo, sino incluso al asno. Y ya no digamos de la dignificación del toro
por el trabajo, previa castración. Él no va más de la dignidad por el trabajo:
el toro alcanzando la cúspide de su dignidad al hacerse buey.
En la explotación de los animales, a
las hembras se las somete a una forma específica de esclavización aprovechando
sus impulsos y aptitudes naturales: yendo totalmente a favor de la naturaleza y
forzándola todo lo posible en la dirección productiva: por lo general, no a
través de la coacción directa, sino mediante la selección genética. Si las
gallinas ponen huevos todos los días y las vacas nos producen hasta 60 litros
diarios de leche, no es a causa de la violencia que ejercemos sobre cada animal
para que dé esa producción, que también; sino a causa del cultivo selectivo de
los individuos de mayor rendimiento y el descarte de los menos productivos. A
la hembra de la especie gallo la explotamos haciéndole producir huevos: para el
consumo unos, y para la reproducción otros; y pollos para el consumo y para la
reproducción. Se trata en cualquier caso de explotación sexual reproductiva. A
la hembra de la especie toro la explotamos también sexualmente, atendiendo al valor
reproductivo de su función sexual: tanto consumiendo sus terneros como consumiendo
su leche.
Está fuera de toda discusión que
también la hembra humana, antes de que se le asignase el nombre de mujer,
concretamente en el régimen de esclavitud (pero tampoco sería de extrañar que
antes lo hubiese sido en régimen ganadero), fue explotada sexualmente en el
mismo sentido en que se explota a las hembras de los demás animales cautivos,
que es lo mismo que decir esclavos: para el incremento de los individuos de la
especie mediante la reproducción; puesto que de una riqueza se trataba, y no
precisamente de la menos apreciada. Durante muchos siglos, el principal
“trabajo” de las esclavas fue el de “producir” esclavos, del mismo modo que el
“trabajo” más rentable de las ovejas es producir corderos. Y se trata
obviamente de un “trabajo” sexual. No son los sistemas muscular y locomotor los
que se explotan (como en el caso del buey y el mulo), sino el sexual. Y se
trata, evidentemente, de una explotación específica del género hembra.
Este régimen de explotación es el
que corresponde a un fuerte consumo de crías: así en la ganadería y así en la
esclavitud. Sin necesidad de suponer en la especie humana una era estrictamente
ganadera de carácter antropofágico (son muchos los indicios de que también por
ahí pasamos), bástenos pensar en la importante demanda de esclavos recién
nacidos que generaban los traficantes de esclavos dedicados a su cría y
crianza, con lo que la principal línea de explotación de las esclavas era la
sexual-reproductiva.
Pero si hubo explotación consuntiva
de los esclavos machos al estilo ganadero, en algún momento se produjo una
nueva revolución: el hombre-señor aprendió a explotar a los machos (que en el
bando del hombre-señor eran denominados “varones”) para el trabajo
fundamentalmente muscular: la agricultura, la ganadería, el servicio doméstico
más toda la artesanía que estas actividades demandaban y generaban, eran el
quehacer del esclavo macho; de estas actividades se exceptuaban las labores que
exigían menor empleo de fuerza muscular, (especialmente en el servicio
doméstico) que se reservaban por ello a las esclavas. Del servicio doméstico
reservado a éstas, eran parte primordial las crías (crías de esclavo, no
hijos).
Y he aquí que en este cambio de era empezó
a dejar de sacrificarse en gran número a los esclavos machos recién nacidos
(hecho del que la historia nos da cuenta bien cumplida). Se había encontrado
para ellos un nuevo destino: serían los indispensables brazos para poner en
marcha el gran invento del Neolítico: EL TRABAJO. Ellos serían la fuerza motriz
de la agricultura, de la ganadería y de las artes complementarias: La primera
máquina de trabajo (instrumentum vocale
=instrumento con voz – palabra - que decían los romanos). Ellos serían el
capital humano (el “capital” del que procede el “per cápita” lo constituía el ganado mayor).
El primer efecto de la dedicación al
trabajo de las crías macho de las esclavas, es decir de su conversión en
esclavos que alcanzan su plenitud funcional, es la liberación de los vientres
de las esclavas. Los machos han dejado de ser sacrificados de recién nacidos,
como son sacrificados los terneros y los corderos. Por consiguiente su vida se
ha prolongado, y ese cambio ha representado una sustancial liberación “laboral”
para los superexplotados vientres de las esclavas.
Esta “liberación laboral” del
vientre de la esclava, está absolutamente vinculado a la instauración de la
esclavitud funcional (laboral) del esclavo, paso gigantesco de la revolución
neolítica: como las crías macho de yegua, de camella, de burra, de mula y de
vaca (animales de labor todos ellos), las crías macho de esclava no nacen como
antaño condenadas ya al sacrificio tras una corta vida, sino que “gozan” de una
larga vida que fructificará en el trabajo. La gran revolución humana del
Neolítico ha producido uno de sus grandes frutos: la institución de la
esclavitud funcional para las crías macho de la esclava, es decir EL TRABAJO.
De ello resulta un esclavo intensamente explotado y aprovechado.
Desde la perspectiva sexual, en un
principio el esclavo macho fue explotado igual que se explotaba a los machos de
las especies esclavizadas para el trabajo: la castración se mostró como la
mejor fórmula. El toro, completamente inútil para el trabajo, resultó ser el
animal más rentable como trabajador, una vez convertido en buey mediante la
castración. Es altamente probable que ocurriese otro tanto con el hombre
convertido en esclavo: así lo sugiere este nombre, que nos viene del oriente
medio, de donde procede también la institución de los eunucos.
Pero como ocurre en la explotación
equina de alto nivel, en que se discute si es mejor castrar o no a los machos,
y cada criador y domador procede según su propio criterio, así ocurrió en la
especie humana. Los que practicaban la castración, a las crías macho de las
esclavas las llamaban “esclavos” (que viene a significar “castrados”); a los
que por el contrario los mantenían sin castrar, los llamaban “siervos” (en
latín, servus). La etimología de San
Isidoro quedaría más inteligible si hiciese referencia a que son los testículos
lo que en ellos se conserva.
En las civilizaciones (en rigor,
estructuras sociales de ciudad) que optaron por castrar a los esclavos
destinados al trabajo, la liberación sexual-reproductora de la mujer se mantuvo
en el estatus conseguido por la esclavización útil de los machos. Hemos de
dejar por lo menos planteadas varias preguntas al respecto. La poligamia
predominante en esas civilizaciones, ¿no será un resultado inevitable de la
castración de los esclavos machos? ¿Y no tendrá que ver la menor
presión-opresión sexual de la mujer oriental (aquí la llamamos “represión”: la
denominación no es altruista ni desinteresada), con la reducción de varones con
posibilidad de acceso a ella?
Sin embargo la opción que predominó
y configuró nuestra civilización, la occidental, fue justo la contraria: la de no
castrar a los esclavos machos destinados al trabajo. Otra pregunta que quizá
quede sin respuesta, pero que conviene hacerla, es si la circuncisión no será
justamente el rito alternativo de la castración (en exégesis religiosa,
rito-símbolo alternativo del sacrificio). Se da en la misma zona geográfica y
probablemente en el mismo momento histórico.
Pero lo que nos conviene valorar en
este momento, es cuál fue la solución sexual que se adoptó para los esclavos
machos en la civilización occidental, porque eso es de enorme relevancia para
entender lo que somos y lo que hacemos. En lo que luego fue el núcleo del
imperio romano, se decidió servirse del sexo (de la esclava) para asegurar y
estimular el trabajo de los esclavos y la plena aceptación de su esclavitud. En
esa civilización crearon dos instituciones al efecto: la prostitución como
calderilla, y el contubernio como moneda fuerte. Una solución que tiene su
paralelo en muchas otras civilizaciones,
Estamos en una nueva forma de
explotación sexual de la mujer esclava por parte del amo. Pero tal como en el
sistema anterior de sacrificio-consumo de las crías, éstas eran el auténtico
producto de la explotación sexual-reproductiva, al tiempo que el que hoy
llamamos “sexo” era un subproducto irrelevante, en esta nueva situación se
invierten los papeles: el auténtico producto de la explotación sexual de la
esclava es su utilización por el amo como moneda de pago “en sexo” para
retribuir el trabajo y la fidelidad de los esclavos machos. Las crías
resultantes de este negocio principal, son un subproducto, tan propiedad del
amo como el esclavo y la esclava. Obsérvese que no hablo de “hijos”, término
impropio para la esclavitud, puesto que los esclavos estaban privados del
derecho de familia (ius familiae):
privados por tanto de padre, madre, hijo, hermano, marido, mujer, abuelo, tío,
etc. Cada esclavo dependía directamente del amo, porque era propiedad suya.
Importante tema de reflexión para este tiempo en que hemos desmontado la
familia hasta su mismo núcleo, para pasar a depender cada uno individualmente
de nuestro nuevo amo: un amo empeñado en liberarnos de toda carga familiar,
devolviéndonos para ello al régimen de prostitución más contubernio.
Mientras en el mundo de los esclavos
se creaban y se perfeccionaban la prostitución y el contubernio como excelentes
formas de explotación sexual de la esclava (formas que han sobrevivido al paso
de los milenios), en el mundo de los señores se desarrollaba otra institución
que tenía la prole-descendencia como objeto directo de la “explotación”, y el
sexo como mero subproducto. Es el que se llamó matrimonio: “oficio de madre”.
Obsérvese que en ambos bandos (el de
los esclavos y el del señor) tenemos la utilización sexual de la mujer por
parte del hombre: un tema para tratar con calma. Romper la barrera entre
señores y esclavos (el nuevo producto resultante de esa fusión no se llamó
señor, sino “hombre”), y enderezar la relación hombre-mujer en esta nueva
institución (que conservó el nombre de “matrimonio”, el del bando de los
señores) fue una tarea enormemente ardua en la que se invirtió un enorme
esfuerzo de humanización, que lideró el cristianismo.
Es fácil
entender por esos antecedentes, la aberración y la suma ignorancia que hay en
pretender denominar “matrimonio” (¡oficio de madre!) cualquier forma de
acoplamiento sea de quien sea y con quien sea. Proseguiré en este interesante
tema del que únicamente he ofrecido los titulares.
Mariano Arnal
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