“Señor, para
mí nada quiero. Todo para tu gloria y por Amor”
«Le dijeron: ¿Pues qué milagro haces
tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres
comieron el maná en el desierto, como está escrito:
Les dio a comer pan del Cielo.
Les respondió Jesús: En verdad, en
verdad os digo que no os dio Moisés el pan del Cielo, sino que mi Padre os da
el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y
da la vida al mundo. Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Jesús
les respondió: Yo soy el pan de vida; el que viene a mino tendrá hambre, y el
que cree en mino tendrá nunca sed.»
(Juan 6, 30-35)
Jesús, Tú
eres «el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios es el que ha bajado del
Cielo.» Esa es tú obra, ése tú milagro: el gran milagro después de la
Resurrección. Todo tu empeño es hacerme ver que, tras la Redención, puedo ser
hijo de Dios, tener una vida espiritual, divina. Y esa vida eres Tú: «Yo soy el
pan de vida».
Jesús, ¿qué
me das con la Eucaristía?; ¿qué significa no tener más hambre ni tener más sed?
Cuando tomo un alimento cualquiera, lo convierto en parte de mi organismo, en
parte de mí mismo: lo que tenía menos vida pasa a formar parte de lo que tiene
más. Pero cuando comulgo, cuando como el Pan de Vida, no te asimilo; soy yo el
que paso a tener tu vida, el que me divinizo. Lo que el alimento material
produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en
nuestra vida espiritual.
La Comunión
con la Carne de Cristo resucitado, «vivificada por el Espíritu Santo y
vivificante», conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el
Bautismo» (CEC.- 1392). Jesús, en la Eucaristía no sólo recibo gracia, como en
cualquier otro sacramento, sino que te recibo a Ti mismo, el Autor de la
gracia; y aún más, al recibirte me hago Tú –Cristo- y puedo pedir al Padre en
tu nombre, y puedo darle gracias, y pedir perdón por mis pecados y por los
pecados de todos los hombres; y puedo amarle con el amor tuyo, Jesús, con el
auténtico amor filial del único Hijo de Dios.
«El más
grande loco que ha habido y habrá es Él ¿Cabe mayor locura que entregarse como
Él se entrega, y a quienes se entrega? Porque locura hubiera sido quedarse
hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían,
sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más.
Y se hizo comida, se hizo Pan. -¡Divino loco! ¿Cómo te tratan los hombres?...
¿Yo mismo?». (Forja.-824).
Jesús, si te
hubieras quedado como un niño, hubiera sido sentimentalmente enternecedor. Ni
siquiera los malvados se hubieran atrevido a maltratarte o a ofenderte. Pero mi
unión contigo sería meramente superficial: te podría cuidar, besar, querer, e
incluso adorar. Pero la Eucaristía es mucho más: al recibirte me convierto en
Ti; tal es la unión contigo que se realiza al comulgar.
Si cabe
imaginarse lo irrespetuoso que sería cogerte a Ti, en forma de niño, con unas
manos sucias, ¿qué será cuando no sólo es tocarte, sino convertirme en Ti?
¿Cómo voy a atreverme a recibirte con el alma manchada por el pecado, si Tú
eres «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»? ¿Cómo voy a dar un
cuerpo espiritualmente muerto para convertirse en tu Cuerpo? Jesús, no quiero
ni pensar en ello. Si no estoy en gracia, primero he de irme a confesar. Y si
no puedo, no comulgo, aunque quede mal, porque no tengo derecho a maltratarte
de esa manera.
«Yo soy el
pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre.» Jesús, que me dé cuenta de
una vez de lo que significa comulgar. Entonces entenderé con claridad que no
hay nada en la tierra más importante que recibirte en la Eucaristía. Por eso,
vale la pena hacer cualquier sacrificio para comulgar diariamente. Porque se
puede, si se entiende... y se ama.
La intención
es recta cuando Cristo es el fin y motivo de todas nuestras acciones: ¡La pureza
de intención nos es más que presencia de Dios! Por el contrario, quien busca la
aprobación ajena y el aplauso de los demás puede llegar a deformar la propia
conciencia: se puede tomar como criterio de actuación “el qué dirán” y no la
voluntad de Dios.
La
preocupación por la opinión de los demás podría transformarse en miedo al
ambiente, y en ocasiones, para no desentonar con él, se comienza con facilidad
a no ser del todo coherente con los principios. Se cae en la tentación de
inclinarse hacia el lado en que es más fácil recoger sonrisas y cumplidos, o,
en el mejor de los casos, del lado de la mediocridad. Por el contrario, el que
busca de verdad a Cristo ha de saber que su conducta será impopular y combatida
en muchas ocasiones. Los juicios humanos son a menudo errados y poco fiables.
Nuestro juez es el Señor. Y a Él es a quien debemos agradar.
Una mala
intención destruye las mejores actuaciones; la obra puede estar bien hecha,
incluso ser beneficiosa, pero, por estar corrompida en su fuente, pierde todo
su valor a los ojos de Dios. La vanidad o el buscarse a sí mismo puede
destruir, a veces totalmente, lo que podría haber sido una obra de santidad.
Sin rectitud de intención equivocamos el camino.
En algunas
ocasiones el recibir un pequeño elogio es un signo de amistad y puede ayudarnos
en el camino del bien. Pero debemos de dirigirlo con sencillez al Señor.
Además, una cosa es recibir un elogio, y otra, el buscarlo. Y siempre hemos de
estar atentos a las alabanzas. El Señor señala en diversas ocasiones el pago de
las buenas obras hechas sin rectitud de intención: ya recibieron su recompensa,
dice a los fariseos que buscaban ser alabados.
Esta
jaculatoria repetida con frecuencia nos ayudará a vivir el desprendimiento de
tantas cosas y a rectificar la rectitud de intención: “Señor, para mí nada
quiero. Todo para tu gloria y por Amor”
Para ser personas de intención recta
es conveniente examinar los motivos que mueven nuestras acciones. En presencia
del Señor podremos descubrir los puntos de cobardía o de vanagloria que puede
haber en nuestra conducta. Ninguno de nuestros actos pasa inadvertido ante
nuestro Padre Dios, nada le es indiferente. Somos más libres cuando hacemos las
cosas solamente por Él. Así no estaremos supeditados al “qué dirán” ni a la
gratitud humana, que es siempre frágil. La rectitud de intención nos señala el
camino de la libertad interior. Pidámosla a Nuestra Madre.
Por: Wilson
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