Es lamentable que las voces disidentes no hagan otra cosa que desafiar, olvidando que el desafío de la Iglesia es ser "signo de contradicción"
He leído con interés de iniciado una “carta abierta” que Leonard Swidler, profesor invitado
en los años sesenta y setenta de la Facultad de Teología en la Universidad de Tubinga - de la que fuera titular Ratzinger - escribe a Benedicto XVI, suplicándole volver a “sus fuentes reformistas”, aquellas que postulaba el Concilio Vaticano II y que “públicamente” defendía el profesor Ratzinger.
Swidler se refiere a “un quíntuple giro copernicano” prometido por el Vaticano II (“el giro hacia la libertad, el giro hacia el mundo, el giro en el sentido de la historia, la reforma interna, y, sobre todo, el diálogo”), y que (calificando con dureza el profesor) “fue deliberadamente frustrado por tu predecesor y, ahora, cada vez más por ti”.
¿En qué consiste el giro hacia la libertad? ¿Se trataría quizá de una concesión por parte de la Iglesia católica a las diversas sensibilidades con el fin de que se asuma un nuevo sistema de intervención jerárquica? Una verdadera libertad sólo puede alcanzarse sobre la base de la comunión, no sobre impulsos autónomos que, lejos de crear unidad en la diversidad, producen patentes errores de subjetivismo. Es lamentable que las voces disidentes no hagan otra
cosa que desafiar, olvidando que el desafío de la Iglesia es ser “signo de contradicción”.
¿Qué significa un “giro hacia el mundo”? Cualquier viraje secularizador politiza la Iglesia, en la cínica pretensión de un continuo revisionismo personal, libre de dogmas y de autoridad, exento de tradición y raíces, donde el católico queda asimilado por los criterios del mundo y en nada - ni siquiera en el lenguaje o en las costumbres - se diferenciaría del que no lo es. Era Spaemann el que advertía que una Iglesia adaptada al espíritu de los tiempos interesará cada vez menos en el futuro, si pensamos que los momentos más fecundos son períodos de repliegue y discernimiento.
¿Y el supuesto giro en el sentido de la historia? Afortunadamente, la Iglesia católica ha resultado inmune al mito de la Historia, prolongación del mito del Progreso. ¿Es necesario adaptarse a los tiempos exteriores, a las formas de vida que vaya generando la aceleración y el sentido de la historia? ¿No será que la vivencia y el tiempo interior, la trama personal de cada uno, coincide
-justificando así nuestros desarreglos interiores- con la supuesta exigencia del dinamismo cambiante del mito de la Historia?
Por otro lado, la reforma interna sólo sería deseable y fecunda cuando sea necesaria y, sobre todo, cuando no sea el resultado de la exigencia de influir desde abajo para ocupar por libre o en equipo el poder. ¿O acaso todo hasta ahora es un despropósito, una empresa errónea y malévola, una página sombría de una Iglesia que no quiere comprender a otra iglesia debidamente progresada,
víctima constante de la condenación al ostracismo y al silencio, incomprendida y dolorosamente oprimida en un permanente y vergonzoso ajuste de cuentas?
¿Qué diálogo, en fin, se quiere o se postula desde la disidencia o desde las exigencias de romper con una Iglesia supuestamente estancada en la época medieval, que dificulta el alumbramiento de una nueva y mejor iglesia, adaptada por fin a las necesidades humanas y a la mentalidad moderna desde la feliz consecución de una democracia cristiana, de un liberalismo católico hecho
posible por iluminados reformadores benéficos?
La verdad no es el resultado del discurso, ni el diálogo engendra la verdad, más allá de cualquier corrección o aclaración. Si es necesaria la disposición al diálogo, es decir a interpretar las distintas posturas desde el principio de la caridad, lo es más la determinación hacia la verdad como el punto de partida para cualquier diálogo.
Esta tendencia secularizadora en el seno de la Iglesia, cuyas raíces se encuentran en las denominadas democracias cristianas, es ya muy antigua y ronda siempre la mente humana. Si cedemos a las solicitaciones del exterior y abandonamos nuestro angustiado solipsismo y enrocamiento; si la Iglesia se incorpora al espíritu de los tiempos y dialoga con el mundo moderno, sin el miedo de ser arrollados por el flujo renovador y el carácter incontenible de la
evolución histórica, o de quedar asimilados a la mentalidad progresista y las pasiones humanas más extendidas y aceptadas, entonces brotará la grandeza de la Iglesia en esta hora y su significación histórica será más influyente y poderosa.
El racionalismo engendró el mito de la Modernidad y el mito de la Historia, que es lo mismo que el mito del Progreso. El peligro del mito no está en su propuesta sino en su aceptación como una fuerza necesaria e inevitable, en que la idea reformista demandada con desesperación por Swildler acabe dominando el ámbito secular, siendo bien recibida incluso por el catolicismo. Si esto sucediese, la Iglesia sería sólo parte de la sociedad, un poder más junto a cualquier otro, una ideología, olvidando la verdadera patria del cristiano que camina hacia bienes invisibles y, por eso mismo, no puede hacerse igual al mundo.
Roberto Esteban Duque
Sacerdote y profesor de Teología Moral.
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