domingo, 16 de octubre de 2011

¿POR QUÉ SE ESCONDE DIOS?



¿POR QUÉ SE ESCONDE DIOS? (1)
Si no hubiera oscuridad, el hombre no notaría su corrupción - Pascal.

¿Por qué el Señor no se presentó ante el sanedrín ya resucitado?, ¿por qué no se apareció ante Herodes o Pilatos mostrándoles sus manos y pies llagados? ¿Por qué en la Eucaristía no surge una corte celestial de ángeles coronada por el mismísimo Señor en cuerpo glorioso? Ante espectáculos semejantes, ¿se figuran la perplejidad de Herodes, de Caifás, de Pilatos? ¿No se hubieran caído redondos suplicando misericordia y, convertidos al nuevo Dios, hubieran sido los mejores propagadores de la nueva fe?

Por otro lado nuestras Eucaristías estarían muy concurridas de fieles: cada vez que el sacerdote consagrara, prodigios celestiales se producirían ante nosotros confirmándonos en la fe católica. Sospecho que la Iglesia experimentaría un nuevo renacer; los ateos y agnósticos quedaría muy mal parados y una nueva época se presentaría a la humanidad.

Pero por suerte nada de esto ha pasado. Nada de esto pasará. ¿Por qué?

Siempre me han impresionado aquellos pasajes evangélicos en los que el Señor pide discreción a sus discípulos sobre su condición divina; en otros muchos textos Jesús advierte con severidad a quien ha curado milagrosamente que no hable con nadie sobre su curación. Por ejemplo, cuando resucitó a la hija de Jairo (Mc 5, 43) Jesús pide que nadie se enterase de semejante prodigio.

¿No es tanta discreción contradictoria con el mensaje de Jesús? ¿Por qué callar lo que, por otro lado, se anuncia?

Dice Fabrice Hadjadj que Dios juega al escondite con nosotros. No estoy muy seguro de que sea así. Imaginémonos un Dios que se muestra en todo su esplendor o, al menos, en el esplendor que pueda soportar el hombre. Una situación así, obligaría al hombre a creer en Él. ¿Cómo no creer en un Dios que se nos presenta en cada Eucaristía no bajo las modestas especies de pan y vino, sino en grandiosas manifestaciones perceptibles por nuestros sentidos?

Un Dios así se impondría a nuestra conciencia por la fuerza de su gloria, por su poder inabarcable, todopoderoso. Este Dios sometería al hombre a su magnificencia y el hombre, atenazado por un Dios esplendente, se vería encadenado a su luz. En efecto, todos creeríamos, el poder de Dios reinaría en la Tierra, el ateísmo desaparecería y la Iglesia, ¡por fin!, podría sin obstáculo ser portadora de la Revelación celestial.

Todo sin amor. Todo sin libertad. Satán habría vencido. No otro significado tiene la tercera tentación del demonio a Jesús en el desierto: De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: Todo esto te daré, si te postras y me adoras. Entonces le dijo Jesús: Vete, Satanás, porque está escrito Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto’” (Mt 4,8-10).

Un Dios poderoso, que reniega de la cruz y del amor, que por la fuerza del poder domina al hombre, no es realmente un Dios: es el demonio transfigurado en dios. No es de extrañar que Jesús llamara Satanás a Pedro cuando éste se resistió a que el Señor viajara Jerusalén para ser crucificado (Mt 16, 23).

Hablando de física, Hegel enseñaba que la luz se manifiesta como tal en la medida en que se distingue de la oscuridad. Porque hay oscuridad, hay luz. La enseñanza hegeliana es también válida en lo espiritual. Es imprescindible la oscuridad para poder ver la luz. Nuestra oscuridad - el pecado, la terrible miseria humana que hay en nosotros - permite buscar y vivir la luz de Dios. Felix culpa.

Sólo porque podemos decir no a Dios podemos ser abrazados por Él. ¿Paradoja dolorosa? Sin duda. ¿Pero querríamos un Dios cuya luz nos abrasase? Sí, es verdad, todo sería más fácil. Todo lo fácil que el demonio querría. Pero Dios se niega a ello.

Cuando pedimos que Dios se nos revele con la claridad del día, cuando exigimos a Dios que se haga presente en nuestra vida como si no lo estuviera ya o cuando le echamos en cara su silencio, su aparente ausencia, estamos reproduciendo sin saberlo la petición del tentador.

Al igual que en el desierto Dios se deja tentar por nosotros. Al igual que en aquella ocasión Dios no cae en la tentación. Por nuestro bien y para mayor desesperación del príncipe de este mundo.

¿POR QUÉ SE ESCONDE DIOS? (Y 2)
Maestro, ¿dónde vives? Venid y lo veréis - Jn 1, 38.

Hay veces que el silencio es más elocuente que la palabra; en ocasiones, la ausencia de una presencia interpela más que la misma presencia. Basta que un ser querido esté lejos durante días, para que notemos la necesidad que tenemos de él. Su ausencia nos descubre la importancia de su presencia en nuestra vida, a veces oscurecida por el tráfago de acontecimientos diarios.

Dios se oculta para que le echemos de menos. Su silencio, su ausencia suscita en nuestro corazón un anhelo de Él, una búsqueda. “¿Dónde estás?”, preguntamos, “¿a dónde se ha ido Dios?”, “¿se ha olvidado de mí”? Los salmos son un excelente ejemplo de esta experiencia humana de desolación y soledad.

Sin embargo, para echar de menos a Dios es imprescindible haber tenido experiencia de Él.

En cualquier caso, nos manejamos con metáforas; pero éstas a veces nos pueden engañar. ¿Realmente Dios no está a nuestro lado”?, ¿realmente el Señor nos abandonapara luego volver?, ¿es que acaso juega con nosotros para provocar en nosotros un mayor deseo de Él?, ¿juega con nosotros al escondite? Metáforas que nos pueden confundir.

En el primer capítulo del Evangelio de Juan se cuenta que dos discípulos del Bautista siguieron a Jesús. Él se vuelve y les pregunta “¿Qué buscáis?”. Antes, el Bautista había señalado a Jesús como el Cordero de Dios. Pues bien, a la pregunta de Jesús los discípulos le responden “¿dónde vives?”, a lo cual el Señor les invita a seguirle: venid y lo veréis”. Me atrevo a sugerir que este pasaje describe la estructura básica de la relación entre nuestro Señor y sus seguidores. En este pasaje, me parece, podemos encontrar luz a la pregunta sobre un Dios que se oculta. Veámoslo.

En primer lugar, los discípulos del Bautista siguen a Jesús porque su maestro lo ha señalado como el Cordero de Dios. Basta esta observación para que los discípulos sigan a Jesús. Lo siguen sin conocerle, quizá con curiosidad, porque su maestro lo había identificado con el Cordero. Es una noticia extraordinaria, pero todavía extraña para ellos. Probablemente lo que buscan es comprobar la verdad de las palabras de Juan el Bautista.

En efecto, en nuestra vida Jesús se suele hacer presente a través de otros que nos lo han señalado como el Dios vivo, salvador. Otros nos han hablado de Él. Padres, catequistas, sacerdotes, amigos. La noticia del Dios hecho carne la oímos como una extraña información de alguien que hizo el bien, milagros, prodigios. La importancia personal de la noticia de Dios es variable: unos la oyen y la ignoran, otros en cambio sienten la suficiente curiosidad como para saber algo más de Él. Los discípulos del Bautista, dejando a su maestro por unas horas, siguen al Mesías.

En segundo lugar, cuando el Señor comprueba que alguien se interesa por Él, se vuelve e interpela personalmente (“¿qué buscáis?”). Es la pregunta que también nos dirige a nosotros. No pregunta “¿qué quieres?”, “¿por qué me sigues?”. Es una pregunta indefinida en cuanto al objeto, pero que da por supuesto que quien le sigue busca algo”. ¿Qué buscamos cuando nos interesamos por el Señor? Es posible que nosotros mismos no podamos responder con claridad. En un primer encuentro sólo sabemos que sentimos una cierta curiosidad por Él; quizá en otros casos admiración o incluso una pizca de seducción mezclada con desconfianza.

Pero lo más interesante es la respuesta de los discípulos del Bautista. “¿Dónde vives?”, contestan a Jesús. Su contestación es otra pregunta, pero sobre la morada de Jesús, su hogar’, el lugar donde se hace presente del modo más cálido y habitual. Lo que buscan esos dos hombres es dónde vive Jesús. Es como si para saber quién es Jesús tuvieran que conocer donde vive Para ello se lo preguntan a Él. El pasaje termina informando que fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día. Insólitamente el Evangelio precisa la hora del día - era como la hora décima-.

La respuesta de los discípulos es la respuesta de quien quiere encontrar a Dios en su vida. No basta ya la autoridad de quien nos señala a Cristo como rey del universo; ya no es suficiente una búsqueda honesta pero inmadura. Quien dice que quiere saber dónde vive Jesús para compartir con Él su vida es alguien que sabe lo que quiere. Es un hombre que además se lo pregunta a Él (oración), que es el único que puede contestar. Vivir en la morada de Dios, en su Presencia es lo que busca el cristiano en su vida.

Solemos leer este pasaje del Evangelio de Juan de modo lineal. Vieron a Jesús, lo siguieron, fueron interpelados por Él, ellos le contestaron y todos fueron a la casa del Mesías donde pasaron el día.

Pero en nuestra vida nuestra relación con Dios no es tan sencilla ni rápida. La Presencia del Señor ya no es evidente para nuestros sentidos. Buscamos a Dios porque hemos oído de Él; el Señor nos pregunta y nosotros le seguimos torpemente con nuestro pecado. Pero seguimos sin saber dónde mora. Y preguntamos “¿dónde te escondes, Señor?”, “¿por qué te ocultas?”, como si realmente quisiera fastidiarnos escondiéndose. En realidad lo que preguntamos es Señor ¿dónde te has ido a vivir, que no te encuentro?”.

El Señor ni se esconde ni se oculta: su Presencia lo impregna todo y en todo está. Empezando por nuestro propio corazón. Nuestra ceguera nos impide vivir con Él cuando Él ya vive en y con nosotros.

Lo maravilloso de todo es que, por su misericordia, nos permita creer que Él se esconde y, así, podamos echarle de menos aunque siempre esté con nosotros.

La ausencia de Dios es presencia del Amor. El silencio de Dios es grito de Salvación. Búsqueda continua para encontrar a Aquel que siempre está.

Un saludo.

Carlos Jariod Borrego

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