“No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío” (Is 43, 1)
Uno de los primeros actos de amor paternos es el de “dar un nombre” al hijo que va a venir. Sólo los padres pueden hacerlo; desde el momento en que el padre y la madre piensan en el nuevo nombre del hijo, éste es más real, más vivo en el corazón del hombre y de la mujer que lo han concebido. Dar el nombre es, si se quiere, dotar de mayor consistencia al hijo que ya está entre nosotros, pero cuyo rostro aún desconocemos. Es potestad de los padres, pues el hijo es posesión de ellos, es “suyo”.
Nombrar a un hijo es decirle: eres tan mío que tu nombre te lo que puesto yo; a partir de ahora yo, por amor, me encargo de ti y por ello yo también soy tuyo. Con el nombre los padres establecen una alianza que durará toda la vida entre el hijo y ellos. Alianza que les une de un modo inefablemente misterioso. Es como un sello, una marca indeleble que configura la identidad del hijo. Psicólogos y psiquiatras han escrito mucho sobre ello.
No sé si hemos reparado suficientemente en la importancia de que Dios nos reconozca por nuestro nombre. Estremece pensarlo y, cuando lo hacemos, la actitud más natural es la de la adoración y la alabanza. En efecto, Dios nos ha llamado por nuestro nombre y, llamándonos así, nos hace suyos reconociéndonos a través de él. Para Dios no somos abstracciones, ni números, ni parte minúscula de una muchedumbre ingente de seres humanos. No. Llamándonos por nuestro nombre el Señor asume nuestra vida tal como es, acepta nuestras luchas y miserias, las besa y nos fortalece en nuestro peregrinaje en el mundo. No podía ser de otro modo en un Padre que ama infinitamente a cada uno de sus hijos y los llama por su nombre.
Es verdad, Dios nos llama por nuestro nombre. Cuando estamos perdidos, solos, tristes, necesitamos que un ser querido nos llame por nuestro nombre y nos saque de nosotros mismos para reconocer que nuestro abatimiento es mera apariencia. Basta nuestro nombre pronunciado con amor para que caigamos en la cuenta de que no estamos solos.
El hombre contemplativo es el que escucha su nombre en boca de un Dios que le ama.
Pero el Señor no sólo nos nombra. Además, nos redime. Nos coge de la mano y nos saca de nuestro infierno particular, que es el pecado. Siempre me han impresionado especialmente los iconos que representan al Señor bajando a los infiernos: extendiendo la mano a aquellas almas que estaban esperando su venida, el Seños rescata las almas de su espera para llevarlas a la Gloria eterna. Por extensión, el Señor, que nombra a sus amigos, nos rescata del pecado y la muerte para llevarnos consigo a la plenitud eterna. No necesitamos esperar a la muerte; podemos vivir ya, aquí en el mundo, la mano misericordiosa de Dios que nos arranca de nuestras amarguras y apegos.
El hombre contemplativo es el que se deja encontrar por Dios para no perderse jamás.
Cuando escuchamos a Dios decir nuestro nombre y somos rescatados por Él no hay nada que temer. Ya no nos pertenecemos. Somos “suyos”. Los ateismos han creído que esa relación de pertenencia es una relación de posesión, con lo que el hombre pierde su libertad. Todo lo contrario. Puesto que somos de Dios nos encontramos a nosotros mismos, es decir, nos reconciliamos con Dios, con su creación y con nuestro yo. Somos plenamente libres. El mundo es un escenario en el que podemos vivir sin que nada perturbe nuestra pertenencia filial al Dios que nos nombra.
El hombre contemplativo busca el silencio de Dios para escuchar en el mundo su nombre y el Nombre de Dios.
Por eso el Hermano Rafael escribe a su tía, la Duquesa de Maqueda: “…qué duda cabe que puedes darte ‘de lleno’ a Dios, y estar en el mundo, sin que el mundo se entere ‘de nada’”.
Un saludo.
Carlos Jariod Borego
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