viernes, 30 de septiembre de 2011

EL CIELO Y LA PARÁBOLA DEL RÍO



Podríamos decir que somos como un río al que le viene el agua de fuera.

El río es sólo cauce. Dios se ha insertado en nuestra vida por el bautismo y nos ha inundado con su vida divina. Somos cauces de esa vida con la que nos hemos encontrado sin ser conscientes de ello, los que fuimos bautizados de pequeños. Nos hemos encontrado con ella; no nos la hemos ganado ni merecido.

El agua del río refleja todo: cielo, árboles, piedras, montañas... y las nubes, y el sol. Desde el agua de nuestra vida reflejamos todo, pero algo así como una imagen invertida. Si somos río todo debemos verlo como imagen invertida; Todo lo hemos de reflejar como pendiente de arriba. Es una visión distinta de la realidad. Desde nuestra fe, todo debemos verlo sin consistencia propia, todo aparece como flotando en el aire; todo aparece como pendiente de Dios.

En nuestra vida, como en el río, hay saltos y remansos. Momentos de sosiego, de paz, de tranquilidad. Los hay también de actividad arrolladora. La misma agua, la misma vida, pero qué distintos los tramos por los que discurre. Podríamos decir que son como las distintas etapas de la vida, la niñez, la juventud, la adultez, la vejez.

La niñez viene a ser como el agua que corretea en su nacimiento; siempre corre, es limpia y transparente; la juventud viene a ser como el agua que salta impetuosa rompiendo cuantos obstáculos encuentra en su cauce; la adultez, como el agua que se recoge en los pantanos y que sirve para regar y para beber; es como agua que está al servicio de los hombres. Con el riego desaparecerá, pero irá engendrando vida en los campos, y los hará florecer y fructificar; en la vejez el río será un remanso de paz, dejando el poso de lo que ha arrastrado durante todas las etapas, hasta sumergirse para siempre en el mar. Esto podríamos decir que es una imagen de lo que es nuestra vida; en ella hay distintas etapas hasta llegar al cielo como el agua del río desemboca en el mar.

El agua sirve y sirve y sirve... y en su servicio va discurriendo por los niveles más bajos y desaparece empapando la tierra. Es humilde, corre siempre por lo más bajo. Ahí, en la hondura de la tierra es donde hace fructificar. Su servicio es llegar a dar vida a lo que hay abajo. Es aquello de la fuerza de los humildes. Si uno quiere ir por encima, se inutiliza para dar fruto.

El río recoge agua de otros manantiales que se identifican con la suya. No quiere distinguirse ni sobresalir. Recoge y aúna la vida que va hacia él, que se mezcla con la suya y su vida, unida a otras vidas, va dando frutos de vida. Los frutos son distintos y todos son posibles con la misma agua. Todo depende de lo que hay sembrado en la tierra. También nosotros produciremos los frutos de las semillas que tenemos dentro.

Y las aguas del río se funden con el agua del mar, pero sin estridencias. La vida camina hacia la vida, hacia la vida en plenitud. Como decía el poeta, la vida es como un río que viene a dar a la mar. Los ríos entran en la plenitud casi de manera imperceptible. Los ríos entran en el mar sin armar ruido, con suavidad. Podríamos decir, sin fuerza y sin empuje. Una no sabe si somos nosotros los que entramos en el mar, o es el mar quien entra en nosotros, adelantándose a recibirnos. Quedan atrás toda la fuerza y actividad desplegadas durante años y va a iniciarse una etapa de fusión con el mar, es decir, con la plenitud. En nuestro caso, la plenitud a la que llegamos es lo que llamamos cielo.

Ya al final de la vida uno va viendo de cerca la meta hacia la que siempre ha estado caminando, a veces muy consciente de ello, a veces un tanto inconsciente. Ve que, al llegar a la meta, su situación va a ser definitiva. Será el cielo al que llegarán todos los que hayan dejado correr el agua que recibieron y hayan regado los campos del mundo con el agua transparente y fresca del amor, que va produciendo frutos abundantes, es decir, todos los que hayan servido, no aquellos que se hayan quedado en charcas estancadas e infectas, sin salir de sí mismos.

José Gea

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