Se puede reconocer o aceptar, más o menos según la fe de cada cual, que Dios dirige o permite el devenir, y a esa acción la llamamos de distintas maneras, unas más acertadas que otras.
La mayoría de las personas la llama suerte o destino, los más pesimistas fatalidad, pero a mis amigos y a mí nos gusta llamarla Providencia (bueno, a muchos más), aunque al ser y sentirse tan cercana, en ocasiones, se nos escapa, permítaseme la licencia: “dioscidencia”.
La cosa no queda en una afirmación, más o menos formal o sonora, adecuada o no, de la concatenación de un hecho extraordinario en nuestra cotidianeidad. Siempre queda cierto espacio de temor, de duda, tentación, o sospecha que podemos estar soñando.
Aún no sabemos vivir lo extraordinario de forma ordinaria, ni viceversa. Decimos que ya les pasó a otros, más santos que nosotros, para justificarnos.
El problema, lo gordo, es cuando ves que quizá tu propia vida se está tejiendo en base a ésas, no digamos coincidencias con lo que Dios quiere, sino “dioscidencias”, lo que Dios quiere, así de directo. Que los hilos de la trama de nuestra vida los lleva Él, y de hecho se nota, ¡ay, vaya que se nota! Y hace, quiere hacer, una historia de salvación contigo, sí, has oído bien, conmigo y contigo.
Este término tan curioso, "dioscidencia", utilizado por varios amigos míos cuya memoria traigo aquí junto con este artículo (Eufemio y Genaro, entre otros), se verifica en los pequeños y grandes detalles de nuestra vida ordinaria. Y si no, ¿por qué, y sobre todo quién, hace coincidir tantas cosas, hechos concretos, para mi bien, para el bien de todos? ¿quién es capaz de sacar siempre, de nosotros y de cualquier lugar, de un abundante pecado una sobreabundante gracia?
He encontrado en muchas personas, amigas, este reconocimiento de las maravillas de un Dios cercano y atento en detalles hasta decir basta. No se le dice basta, es una forma de expresarse, claro está, pero da una idea de su paternidad y cuidados en acción, de su amor y belleza tan delicados, y totalmente sobreabundantes.
Ayer fue un día muy especial para mí, bueno realmente, si se sabe ver bien, todos lo son para la alegría y el bienestar. Pero es que ayer, me sentí muy cerca de Pedro el pescador de hombres, de san Pedro, en el día de su Solemnidad, junto con san Pablo, claro. Sin haberlo yo elegido, ayer fue el día en que por coherencia con mi ser iglesia, piedra viva de la misma, por fidelidad a mi dignidad e identidad de hijo de Dios, me embarqué en esta aventura de “Religión en Libertad”, en este blog que se llama, precisamente, “Echad vuestras redes”.
Pero es que además, ayer, para mí era un especial recuerdo de mi identidad y misión en la Iglesia, porque se cumplían cinco años desde la obtención de mi Diplomatura de Ciencias Religiosas, por la Universidad Pontificia Comillas. Desde entonces, he intentado con más ímpetu, si cabe, aprovechar al máximo posible en cuantas comunicaciones he podido tener para mostrar mi amor por la Iglesia en cada “red” en la que he estado hasta hora: clases de Religión Católica a niños, cursos y catequesis que he impartido a adultos acerca de los sacramentos, escribiendo para blogs en internet, en conferencias sobre la Palabra de Dios, y hasta en una ponencia de un Congreso de Filosofía que dí sobre el sentido religioso.
Y es que, como me ha escrito hace poco mi amigo Jorge, el pescador de hombres –es decir- el cura: “es el momento de ser no sólo creyentes y practicantes, sino militantes de nuestra fe. Hoy no se puede andar con ambigüedades. Y una cosa es ser crítico y otra arremeter contra nuestra madre la Iglesia por sistema”.
Por ello, para recordar y amar esta “dioscidencia” que nos tiene nuestro Padre, en la Red, en este blog, este amor que debemos tener siempre a la Iglesia Católica, en la que ni más ni menos que hemos descubierto a Jesucristo, quiero traer aquí un texto de las Sagradas Escrituras, que para mí es muy significativo respecto de la misión que tengo en este mundo. Se trata del testigo que a mí me pasaron los que me inculcaron la fe desde bien pequeño, mis padres y maestros (1 Jn 3, 1ss): “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro...”.
Luis Javier Moxó Soto
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