Aquel que desea unirse con alguien debe, por supuesto, adoptar su manera de ser, imitándolo.
Es pues una necesidad para el alma que desea convertirse en esposa de Cristo, hacerse conforme a la belleza de Cristo, por medio de la virtud, según el poder del Espíritu. Porque no es posible que se una a la luz aquel que no brilla con el reflejo de esta luz. Y he aprendido del Apóstol Juan: Cualquiera que tiene esta esperanza se santifica, como Cristo mismo es santo (1 Jn 3,3). El Apóstol Pablo escribe también: Sean mis imitadores como yo lo soy de Cristo (1 Co 11,1).
El alma que quiere levantar vuelo hacia lo divino y adherirse fuertemente a Cristo, debe pues alejar de sí toda falta; las que se cumplen visiblemente con las acciones: quiero decir, el robo, la rapiña, el adulterio, la avaricia, la fornicación, el vicio de la lengua, en resumen, todos los géneros de faltas visibles; y también los males que se introducen subrepticiamente en las almas, y que permaneciendo escondidos para la gente del exterior, devoran al hombre de una manera cruel: es decir, la envidia, la incredulidad, la malignidad, el fraude, el deseo de lo que no conviene, el odio, el fingimiento, la vanagloria, y todo el enjambre engañador de estos vicios que la Escritura odia, que rechaza con disgusto al igual que los pecados visibles, como si fueran de la misma ralea y generados del mismo mal.(San Gregorio de Nisa, La Meta Divina y la Vida Conforme a la Verdad Cap 1, fragmento)
En mi comentario resaltaría la frase “hacerse conforme a la belleza de Cristo, por medio de la virtud, según el poder del Espíritu” presente en este texto de San Gregorio. Pero ¿Cómo podemos hacernos conformes a la belleza de Cristo?
Lo primero sería recordar que ya somos imagen de Dios, puesto que fuimos creados a su imagen y semejanza (Gn 1:26-27) Pero esta definición no implica que seamos copia ni iguales a Dios. Además, tras el pecado original, la imagen y semejanza ha sido drásticamente emborronada por el pecado.
Tal como dice San Gregorio, tenemos que rechazar toda falta e intentar reflejar la Luz de Dios, que es Cristo mismo (Jn 1,9) Tenemos que convertirnos. "El alma que quiere levantar vuelo hacia lo divino y adherirse fuertemente a Cristo, debe pues alejar de sí toda falta". ¿Podemos transformar nuestra naturaleza agrietada por nosotros mismos? ¿Difícil? Más bien imposible si contamos con sólo con nuestras fuerzas. ¿Cómo hacerlo entonces? Pero: Cualquiera que tiene esta esperanza se santifica, como Cristo mismo es santo (1 Jn 3,3).
Pongamos un símil: ¿Cómo elevar un pesado fardo que excede nuestras fuerzas? Seguramente piensen en una palanca como la opción adecuada. También podemos utilizar una máquina hidráulica basada en le principio de Pascal. De todas maneras, aunque los elementos analógicos cambien, el símil es el mismo.
¿De qué partes consta una palanca? Tenemos un brazo, plancha o tablón suficientemente largo e indeformable y un sólido punto de apoyo. Colocamos la palanca de forma que la longitud entre el punto de apoyo y el peso sea menor que entre el mismo punto de apoyo de nosotros. Nuestra escasa fuerza se ejerce sobre el extremo contrario al que colocamos el fardo y... ¡Vaya! El pesado fardo sube de manera milagrosa. ¿Cómo es posible? Nuestra fuerza es la misma, pero hemos conseguido lo imposible.
La razón del aparente "milagro" operado con la palanca es un principio universal que se estudia en física y sobre el que no voy a extenderme. Lo interesante es determinar las analogías y aprender de ellas.
“Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo” decía Arquímedes. ¿Qué mejor punto de apoyo que Dios Padre? El es referencia universal y causa de todas las causas. Cristo oraba al Padre y pedía que su voluntad fuese la que viniera a nosotros. La oración al Padre es fundamento de nuestra conversión.
¿Qué será la plancha o tablón? ¿Qué representa la tenacidad, templaza y sostén de todo cristiano? El Espíritu Santo. Los dones que Dios nos ofrece por medio del Espíritu son la tabla rígida y sólida que necesitamos. ¿Pedimos a Dios los dones del Espíritu? Sin ellos poco podemos transformar en nosotros.
¿Ya está? No. Falta algo. La palanca tiene un elemento adicional que no siempre se considera: la proporción. Las distancias que existen entre fardo, punto de apoyo y el punto de aplicación de la fuerza dan lugar a dos segmentos diferentes, que sumados dan la longitud total de la plancha. No cualquier proporción de estos segmentos da lugar un resultado positivo en la labor de elevar el fardo.¿Quién es la proporción universal que revela a Dios en el mundo? ¿Quién es la Piedra Angular de toda obra humana y divina? Cristo. ¿Dónde está Cristo? En los sacramentos, en la Palabra de Dios y en medio de nosotros cada vez que nos reunimos en Su Nombre. La frase de San Gregorio: hacerse conforme a la belleza de Cristo, toma ahora un especial significado. Imitar a Cristo es asimilar en nosotros la proporción necesaria para nuestra conversión. Sean mis imitadores como yo lo soy de Cristo (1 Co 11,1).
Bueno, alguno se preguntará ¿En dónde participamos nosotros en este símil? Participamos por medio de nuestra voluntad que es la escasa y frágil fuerza a de la que disponemos. Irrisoria, mínima, pero imprescindible.
Hay una reflexión adicional que no se nos debe escapar ¿Podemos considerar a Dios como una herramienta a nuestro servicio? Si leemos este símil podríamos entender que la palanca está dispuesta para hacer nuestra voluntad por medio de Dios. Pero esto no es así. Dios no está para lo que queramos. Dios está presente en universo y se hace evidente por medio de su voluntad. La voluntad de Dios es el motor inmóvil, causa primera de toda transformación.
¿Cuál es la voluntad de Dios hacia nosotros? Nuestra conversión. Nuestra transformación en herramientas perfectas. Herramientas con las que El trabaja y transforma el mundo en su Reino.
Ya nos dijo Cristo: Yo os digo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (LC 11, 9-13)
Néstor Mora Núñez
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