Son muy frecuentes las noticias sobre los malos tratos que reciben muchas mujeres.
Es una vergüenza que esto ocurra en nuestra sociedad por mucho que se diga que ha ocurrido siempre; no se puede justificar ni tolerar. Es indigno e indignante. Inconcebible en una sociedad que llamamos cristiana, democrática y progresista. Mientras esto siga así, seguiremos siendo una sociedad moralmente subdesarrollada.
En este campo la Iglesia también tiene una palabra que decir, tanto por su visión de la dignidad de la persona humana, como por su defensa de la igualdad entre hombre y mujer.
Al salir en defensa de las mujeres maltratadas, quiero presentar la lacra social que suponen los malos tratos físicos o síquicos que reciben del marido o del compañero sentimental como vienen en llamar a quien convive con ella. Allá cada uno con su opción libre con respecto al matrimonio o a la convivencia sin más. No comparto, como es natural, la sustitución del matrimonio por la convivencia. Pero condeno con todas mis fuerzas los malos tratos a las esposas o a las mujeres con quienes se convive. Si en el matrimonio es grave el maltrato, también lo es, de manera especial, en el caso de alguna convivencia, sobre todo, cuando se trata de mujeres que se han visto abocadas a ella por no encontrar un camino de futuro abierto fuera de la misma.
Este hecho de los malos tratos a la mujer ¿no nos estará diciendo que falta educación en valores? Este problema, como otros, no se soluciona sólo con leyes más severas aunque también son muy necesarias. Habría que insistir en la necesidad de la formación moral, de la formación en valores; de lo contrario, por muchas leyes que se promulguen, no se conseguirán grandes metas.
Apunto algunas causas que, a mi modo de ver, influyen en esta situación. En primer lugar, la falta de elevación cultural de muchas de nuestras mujeres mayores, y la instrumentalización de la mismas en función del servicio que pueda prestar al hombre; ha estado siempre en segundo plano, tanto fuera como dentro del matrimonio. Gracias a Dios, en los últimos años se ha avanzado mucho en su elevación cultural, pero queda aún mucho camino por andar, ya que a la mujer se la ha tenido muy al margen de la vida social, relegada a las labores domésticas y sujeta al marido considerado como el señor de la casa.
Señalo también el hecho de que nuestra sociedad anda un poco a la deriva en el aprecio de los valores morales, y no acaba de encontrar el camino educativo para llegar vivencialmente a la igualdad de derechos y al respeto que debemos a todos como personas. La solución no está en hacer en las escuelas vestuarios comunes para chicos y chicas, ni en enseñarles a masturbarse, viendo en ello un progreso.
De una o de otra manera, nuestra sociedad ha ido dejando de lado los valores cristianos e, incluso, humanos y, en aras de la libertad, ha ido desterrando a Dios de su horizonte y ahora ve que, por mucho que se esfuerce en la legislación, ha perdido el norte y no acaba de solucionar ni el respeto mutuo ni la paz ni la violencia ni la justicia ni la convivencia, objetivos tan necesarios como deseados por todos; pero, mientras los auténticos valores cristianos y humanos no impregnen nuestras vidas, pocos avances podrán conseguirse. Algo de esto ya lo estamos experimentando.
De ahí, la necesidad de una visión cristiana de la dignidad de la persona, de la igualdad de todos como hijos de Dios, de la misión que Dios ha dado a cada uno que debe desarrollarse en el amor, y de la realización de la misma en el matrimonio, en la sociedad y en la familia. Desde estos supuestos se abre un camino a la esperanza.
Y de ahí también, la urgencia de que los cristianos, cualquiera que sea el puesto que ocupemos en la sociedad, apoyemos todas las iniciativas que se tomen en favor de la mujer maltratada, desde la denuncia, a la acogida, y que fomentemos todo lo que favorezca su elevación cultural y moral, que, indudablemente, la ayudará a ser respetada y querida.
José Gea
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