Si nos ponemos a meditar, acerca de cuál es nuestra conducta y la de los demás con Dios…, veremos que no hay mucha identidad de opiniones, pues todas ellas difieren, en relación al concepto que tengamos cada uno, acerca de cuál ha de ser el modelo de esta conducta humana con Dios. Y todo lo que valoremos acerca de los demás, irá siempre en función del nivel de nuestra vida espiritual.
Curiosamente, se da la paradoja de que el que va para santo, caminando en las vías de la santificación, es muy exigente consigo mismo, pero muy condescendiente con las faltas de los demás, y al contrario, el que vive apartado del Señor, suele ser muy exigente con los que van a misa y muy transigente consigo mismo. En el primer casi, ello es fácil de explicar, porque cuanto más nos acerquemos al Señor, más nos identificaremos con Él, y más cerca estaremos de su frase: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Por el contrario, el que está empezando, o a medio camino, es muy exigente con los demás y sin venir a cuento, está dando muchas veces lecciones de moralidad a los demás. Concretamente, en época de cuaresma, esto se pone muy de manifiesto, en personas que hacen públicos alardes de guardar la cuaresma y se permiten el lujo de llamar la atención a los demás. Me recuerda el pasaje evangélico que dice: “¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo? ¿O como osas decir a tu hermano: Deja que te quite la paja del ojo, teniendo tú una viga en el tuyo? Hipócrita: quita primero la viga de tu ojo, y entonces veras de quitar la paja del ojo de tu hermano” (Mt 7, 3-5). Cada uno debemos ocuparnos básicamente de nuestra conducta con respecto al Señor, y no de la de los demás, pretendiendo enderezarla con reproches. El mejor reproche es estar callado y dar testimonio.
Lo esencial es que primariamente nos ocupemos de nuestra propia conducta, antes de querer entrometernos en la de los demás. Y para ello vamos a tratar de hablar con carácter genérico de este tema. Comenzaremos diciendo que, la conducta humana puede ser descrita someramente, como la manera habitual de comportarnos en situaciones similares a lo largo de nuestra vida. En el ser humano, su conducta solo ha de tener un fin, cual es el de atenerse siempre al cumplimiento de la voluntad de Dios, ejecutando todo aquello que sea necesario ejecutar, cumplimentando a su vez, el mandato de las divinas palabras: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).
El hermano Pedro Finkler, mantiene que: “Nuestro actual modo de ser (personalidad) y de obrar (conducta) es el resultado de un largo periodo de acontecimientos físicos, psíquicos, y sociales en los cuales hemos estado sumergidos directa o indirectamente desde el nacimiento hasta hoy. Es la parte de nuestra historia que se fijó en nosotros y que de algún modo, se integró definitivamente en nuestra personalidad. Somos realmente lo que de nosotros hace nuestra historia”.
Y en la formación de nuestra conducta, además de lo dicho, ha de tenerse presente una serie de reflexiones, tales como:
1º.- Que nuestra manera de vivir, influencia nuestra manera de pensar y nuestra manera de ser.
2º.- Que tal como indica el obispo Sheen. Nuestros amores y nuestros deseos, determinan nuestras penas. Si nuestro amor supremo se reduce al placer corporal, nuestro dolor máximo será la pérdida de la salud; si nuestro amor supremo es la riqueza, nuestro dolor máximo será la inseguridad que nos producirá la pérdida de nuestra riqueza. Si nuestro amor supremo es Dios nuestro temor mayor será el pecado.
3º.- San Gregorio Magno, decía que: “Solo cree de verdad el que práctica lo que cree”. Si nuestra fe es verdadera siempre viviremos conforme a lo que ella nos obliga. Hacer el “paripé”, de creerse uno que tiene fe y manifestarla públicamente para luego vivir de espaldas a ella, es una forma tonta de engañarnos a los demás y a sí mismo. En este mismo sentido el cardenal Newman, decía: “Es necesario que un hombre confiese su inmortalidad con sus palabras y viva además como quien procura entender lo que confiesa. Entonces se halla en camino de salvación y se dirige hacia el cielo aunque no haya conseguido todavía librarse completamente de las ataduras de este mundo”.
4º.- El que quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto, lo que no lo está permitido.
5º.- El que no hace sino lo estrictamente obligatorio, bien pronto no lo hará completamente.
6º.- Señala el obispo Sheen que: “Vivir en medio de la infección del mundo y al mismo tiempo estar inmunizado contra él es algo imposible sin la gracia”.
7º.- Hay un aforismo, que dice: “Si uno no vive de acuerdo con lo que piensa, termina pensando de acuerdo con lo que vive”.
8º.- Tenemos que no olvidar que la sabiduría humana se empeña siempre, en medir las cosas divinas con el metro de las humanas. En la generalidad de los casos esto es debido a su soberbia que le impide reconocer que existe una unidad de medida superior a la suya.
9º.- Para uno que quiera santificarse, solo debe de serle importante, todo lo que a Dios le acerque. Por ello, todo lo que tenemos y hacemos, debe de estar ordenado, como dice San Ignacio de Loyola, a alcanzar nuestro fin último que es la gloria de Dios y nuestra salvación, por eso en el uso de las cosas, el hombre tanto ha de usar de ellas, en cuanto le ayudan para su fin, y tanto ha de privarse de ellas en cuanto ellas le impiden, el cumplimiento de su fin.
10º.- La disposición interior del alma, determina el juicio sobre las cosas. Es decir, pensamos de nuestro prójimo, según lo que somos nosotros mismos, o en otras palabras: “Se cree el ladrón que todos son de su misma condición”.
11º.- Escribía San Agustín: “Procura que haya armonía entre tu lengua y tu vida, entre la boca y la conciencia, a fin de que no suceda que tus buenas palabras sean un testigo acusador de tu mala conducta”.
12º.- No olvidemos que la puerta de entrada en el cielo no es muy ancha: “¡Que angosta es la puerta, y que estrecha la senda que conduce a la vida, y que pocos son los que atinan con ella!” (Mt 7,14).
13º.- Que en la formación de nuestra conducta y como norma para transitar por esta vida hay que ser simples y prudentes: “Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas” (Mt 10,16).
14º.- Que: “Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu”. (Ga 5,25).
15º.- Que conforme nos dice Jean Lafrance: “Es el pecado el que ha roto la unidad entre las diferentes zonas de nuestra persona. Nos hemos hecho “Dobles” y es preciso luchar para que el Espíritu espiritualice al cuerpo. “No entiendo lo que me pasa pues no hago lo que quiero; y lo que detesto es justamente lo que hago… Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, más con la carne, a la ley del pecado” (Rm 7,15-25).ç
16º.- En el hombre, su conducta está determinada, por la naturaleza y calidad espiritual de los actos que realice y estos actos a su vez los ejecuta en función de su personal escala de valores. Con carácter muy general, la escala de valores de las personas, hoy en día, desgraciadamente, considera fundamental su cuerpo y accesoria su alma. En consecuencia, en esta época, resulta que es fundamental cuidar el cuerpo antes que el alma; alimentar su cuerpo antes que su alma; desarrollar su cuerpo antes que su alma; actuar en función de lo que su cuerpo le pide sin atender a su alma. Pero el que así actúa, lamentablemente olvida que su cuerpo morirá y se pudrirá, sin perjuicio de la futura resurrección de la carne, pero su alma es inmortal, jamás morirá. De aquí el temor a la muerte, de aquel que solo se ha preocupado en vida de su cuerpo. Cuanto mayor cuidado hayamos dado en vida a nuestra alma, menos temor tendremos a la muerte.
1º.- Que nuestra manera de vivir, influencia nuestra manera de pensar y nuestra manera de ser.
2º.- Que tal como indica el obispo Sheen. Nuestros amores y nuestros deseos, determinan nuestras penas. Si nuestro amor supremo se reduce al placer corporal, nuestro dolor máximo será la pérdida de la salud; si nuestro amor supremo es la riqueza, nuestro dolor máximo será la inseguridad que nos producirá la pérdida de nuestra riqueza. Si nuestro amor supremo es Dios nuestro temor mayor será el pecado.
3º.- San Gregorio Magno, decía que: “Solo cree de verdad el que práctica lo que cree”. Si nuestra fe es verdadera siempre viviremos conforme a lo que ella nos obliga. Hacer el “paripé”, de creerse uno que tiene fe y manifestarla públicamente para luego vivir de espaldas a ella, es una forma tonta de engañarnos a los demás y a sí mismo. En este mismo sentido el cardenal Newman, decía: “Es necesario que un hombre confiese su inmortalidad con sus palabras y viva además como quien procura entender lo que confiesa. Entonces se halla en camino de salvación y se dirige hacia el cielo aunque no haya conseguido todavía librarse completamente de las ataduras de este mundo”.
4º.- El que quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto, lo que no lo está permitido.
5º.- El que no hace sino lo estrictamente obligatorio, bien pronto no lo hará completamente.
6º.- Señala el obispo Sheen que: “Vivir en medio de la infección del mundo y al mismo tiempo estar inmunizado contra él es algo imposible sin la gracia”.
7º.- Hay un aforismo, que dice: “Si uno no vive de acuerdo con lo que piensa, termina pensando de acuerdo con lo que vive”.
8º.- Tenemos que no olvidar que la sabiduría humana se empeña siempre, en medir las cosas divinas con el metro de las humanas. En la generalidad de los casos esto es debido a su soberbia que le impide reconocer que existe una unidad de medida superior a la suya.
9º.- Para uno que quiera santificarse, solo debe de serle importante, todo lo que a Dios le acerque. Por ello, todo lo que tenemos y hacemos, debe de estar ordenado, como dice San Ignacio de Loyola, a alcanzar nuestro fin último que es la gloria de Dios y nuestra salvación, por eso en el uso de las cosas, el hombre tanto ha de usar de ellas, en cuanto le ayudan para su fin, y tanto ha de privarse de ellas en cuanto ellas le impiden, el cumplimiento de su fin.
10º.- La disposición interior del alma, determina el juicio sobre las cosas. Es decir, pensamos de nuestro prójimo, según lo que somos nosotros mismos, o en otras palabras: “Se cree el ladrón que todos son de su misma condición”.
11º.- Escribía San Agustín: “Procura que haya armonía entre tu lengua y tu vida, entre la boca y la conciencia, a fin de que no suceda que tus buenas palabras sean un testigo acusador de tu mala conducta”.
12º.- No olvidemos que la puerta de entrada en el cielo no es muy ancha: “¡Que angosta es la puerta, y que estrecha la senda que conduce a la vida, y que pocos son los que atinan con ella!” (Mt 7,14).
13º.- Que en la formación de nuestra conducta y como norma para transitar por esta vida hay que ser simples y prudentes: “Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas” (Mt 10,16).
14º.- Que: “Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu”. (Ga 5,25).
15º.- Que conforme nos dice Jean Lafrance: “Es el pecado el que ha roto la unidad entre las diferentes zonas de nuestra persona. Nos hemos hecho “Dobles” y es preciso luchar para que el Espíritu espiritualice al cuerpo. “No entiendo lo que me pasa pues no hago lo que quiero; y lo que detesto es justamente lo que hago… Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí. Descubro, pues, esta ley: aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirve a la ley de Dios, más con la carne, a la ley del pecado” (Rm 7,15-25).ç
16º.- En el hombre, su conducta está determinada, por la naturaleza y calidad espiritual de los actos que realice y estos actos a su vez los ejecuta en función de su personal escala de valores. Con carácter muy general, la escala de valores de las personas, hoy en día, desgraciadamente, considera fundamental su cuerpo y accesoria su alma. En consecuencia, en esta época, resulta que es fundamental cuidar el cuerpo antes que el alma; alimentar su cuerpo antes que su alma; desarrollar su cuerpo antes que su alma; actuar en función de lo que su cuerpo le pide sin atender a su alma. Pero el que así actúa, lamentablemente olvida que su cuerpo morirá y se pudrirá, sin perjuicio de la futura resurrección de la carne, pero su alma es inmortal, jamás morirá. De aquí el temor a la muerte, de aquel que solo se ha preocupado en vida de su cuerpo. Cuanto mayor cuidado hayamos dado en vida a nuestra alma, menos temor tendremos a la muerte.
El Abad Boyland O. Cist. R., decía: “La regla de conducta, para el católico que quiere vivir la plenitud de su vida, es buscar a Cristo y estar unido a Él, por la diaria oración lectura y meditación, por el uso frecuente de los sacramentos, especialmente el de la Santísima Eucaristía y por el cumplimiento de la voluntad de Dios. No es necesario un programa más elevado para alcanzar la santidad. Cualquiera de quien se pueda decir al final de su vida, “hizo la voluntad de Dios”, es perfecto”.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.
Juan del Carmelo
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