martes, 29 de marzo de 2011

A CADA DÍA LE BASTAN SUS DISGUSTOS


Y tanto. Cada día. Parece frustrante.


El Espíritu Santo inspiró bien a san Mateo en el capítulo VI de su evangelio. No es necesario elucubrar más de lo preciso, ni dramatizarlos hasta el extremo. Templemos ánimos. Afrontemos lo que hay, lo que viene. Con espíritu fuerte y enamorado. Cada día algo distinto, variado. Pero siempre una pena, un peso que se nos pone encima y el corazón en alerta. La vida: esa inquietud que no cesa, que nos tiene en vilo mientras dura. Pensamos que alguna jornada estará libre de disgustos.


Hay noches que parece que ya está, que es posible un sosiego razonable. Pero nada. En cuanto nos damos la vuelta pasa, ocurre. Un disgusto. Una aflicción. La dichosa pesadumbre del último momento. Lo peor es que discutimos, lo peor es la rebelión, la soberbia. Por aquí no paso. ¡Ya está bien! Y el disgusto se torna gresca, la contradicción se vuelve tristeza. Y no hay nada peor que un hombre triste. Sobre todo de noche.


Nos cuesta elevar las miras, pedir perdón, intentar zanjar la polémica. Porque somos pusilánimes a la hora de amar. ¿Desde cuándo el amor no sufre si quiere ser amor, si ama? Y esos disgustos profesionales, y los imprevistos que disparan en emboscada mientras abres un sobre, o miras las cuentas, o respondes al teléfono, o caminas por la calle. Ese vértigo… Y cavilas en la enfermedad del amigo o en la muerte de esa madre tan joven. A cada día le bastan sus disgustos. Y ya vale. ¡Dichosa ansiedad! Dios. Y en ese instante te pones en la piel de tu padre. Dios. ¿Cómo puedo quejarme tanto? ¿Cómo quiero ser Cristo si doy más disgustos de los que recibo? Además los exagero y me parecen los míos los peores, los más dañinos. No me los merezco, no aguanto, no puedo. ¿Hasta cuándo? Pero este contrato dura hasta que duras aquí abajo. O quizá siga, vía purgativa (Dios no lo quiera).


Exageran quienes piensan que la vida es en sí misma el supremo disgusto, rematada un mal día a quemarropa por la muerte. No atinan. Es un dislate metafísico. No es cierto. Al cabo de todo un día hay mucho más, un infinito de pormenores, y sobre todo está la evangélica añadidura: esa gracia, esa alegría que se pone de pronto en una sonrisa o en una caricia, o cuando se limpia sin ganas la mesa.

Guillermo Urbizu

No hay comentarios:

Publicar un comentario