domingo, 27 de febrero de 2011

PRINCESAS DEL MARTIRIO


Tengo en mis manos el ejemplar numerado 140 de la obra de Concha Espina Princesas del martirio”.
La obra apareció publicada el 15 de mayo de 1940 (Ediciones Armiño de Barcelona) y fue definida como exquisita y breve edición numerada de la que únicamente se hicieron 575 ejemplares, característica que la convertía en excesivamente selectiva. Al año siguiente la publica la Editorial Afrodisio Aguado de Madrid y en palabras de la propia autora se trataba de que fuera asequible al público lector y de modesta envoltura", es decir, un libro divulgativo, que pudiese atraer y llegar a muchos lectores. Y, eso es lo que pretendo, que una obra cuasi desconocida de esta autora sea un poco más conocida.

Pero empecemos por el principio, ya que algunos creerán que estamos hablando de la estación de la línea 9 del Metro de Madrid o del nº 1 de la Avenida Concha Espina donde se encuentra el mítico estadio Santiago Bernabeú. Y es importante recordar que María de la Concepción Jesusa Basilisa Espina, más conocida como Concha Espina (Santander, 14 de mayo de 1869 - Madrid, 19 de mayo de 1955), fue una de las mentes más preclaras de la literatura española de la primera mitad del siglo XX. Escritora española que fue candidata durante tres años consecutivos (1926, 1927 y 1928) al Premio Nobel de Literatura. En 1938 empezó a perder la vista y aunque fue operada, en 1940 quedó completamente ciega. Curiosamente ese fue el año en que publica Princesas del martirio.

Las Siervas de Dios.
Pero cuál es el tema de esta obra de Concha Espina. Y porqué ofrecemos éste testimonio para la JMJ2011. A la batería de respuestas que pueden sobrevenir a esta nueva serie de artículos respondo directamente.

La obra de Concha Espina narra el martirio de tres enfermeras de la Cruz Roja, las Siervas de Dios Pilar Gullón Yturriaga (Madrid, 29 de mayo de 1911), Octavia Iglesias Blanco (Astorga, 30 de noviembre de 1894) y Olga Pérez-Monteserín Núñez (París, 16 de marzo de 1913). Militantes de Acción Católica y de la asociación parroquial de Hijas de María de Astorga, y que colaboraban en distintas actividades pastorales y en obras de finalidad apostólica y social.

Las enfermeras voluntarias de la Cruz Roja rotaban cada quince días, y ellas tuvieron la posibilidad de regresar a Astorga y turnarse con otras jóvenes para cuidar a los heridos de la guerra civil en el Hospital de Sangre de Pola de Somiedo, pero pidieron quedarse también en el segundo turno. Fue cuando atacaron los milicianos republicanos. Las llevaron esposadas y atadas al pueblo. El jefe de la expedición, apodado El Patas, les ofreció dejarlas libres y volver a Astorga si renegaban de su fe y se sumaban a su partido. Al negarse ellas, las encerraron en una casa de Pola, que existe todavía, y El Patas les dijo a los milicianos que hicieran con ellas lo que quisieran durante la noche. Éstos las violaron y su jefe incluso hizo circular por el pueblo un carro de bueyes para que el chirrido de sus ejes hiciera más difícil oír los gritos de las tres enfermeras. Al día siguiente, el 28 de octubre de 1936, al mediodía, las fusilaron desnudas.

Aunque Octavia tenía 43 años, Pilar y Olga tenían 25 y 23 años respectivamente. Luego su testimonio es validísimo para nuestros jóvenes. Sus cuerpos reposan en la Catedral de Astorga.

El proceso de canonización de las Siervas de Dios se cerró en la diócesis de Astorga en marzo de 2007. Dos años antes se había constituido una Fundación (creada por Manuel Gullón y sus hermanos, familiares directos de Pilar y Octavia) con el fin de profundizar en este proceso.

ASÍ COMIENZA LA OBRA DE CONCHA ESPINA

PRINCESAS DEL MARTIRIO - CAMINO PRIMERO

Rosas de pasión.
En este ramaje tremendo y borrascoso de la guerra, abundan por el lado sombrío todos los desmanes y baldones, hasta el punto de no saber cuál nos produce más espanto y más nos colma de vergüenza y de lástima.

Diríase que en aquel infierno de bolcheviques y masones se busca un tenebroso contraste a las luces cristianas de nuestra España única, donde se transfloran las claridades de una civilización occidental; con el beneplácito de Spengler, que en sus Años decisivos nos concede cuanto en su obra anterior omitiera y negara a nuestro país, para darnos en este último libro una insigne categoría en Europa, como reserva humana excepcional.

Pero en esa diabólica robustez de lujurias criminales que tan dolorosamente necesitamos percibir, hay un triple delito, de tan aguda ferocidad, que tal vez no existe otro semejante en el diario negro de la comuna.

Voy a memorarle con atribulada memoria, entristecida por el hecho de que hoy me sirven las palabras menos que nunca, débiles por la anquilosis de un servicio forzoso y brutal.

Tanta veces, en estos años de lucha por la honra y por la vida, tenemos que acudir al vocabulario grueso de los calificativos y los anatemas.

Frente al destino.
Estas eran, Dios mío, tres mujeres de tu santa Fe. Estas fueron, Señor, tres vírgenes tuyas.

Habían florecido en el regazo austero de Maragatería, tierra matriarcal de acendradas raíces españolas, solar de insuperables reciedumbres femeninas.

Octavia, Pilar y Olga. Esta última la más joven, apenas dieciocho años, nació por casualidad en París, donde su padre, laureado artista, ha vivido con alguna frecuencia.

Las hondísimas raíces del país leonés, extraño y sagrativo, han impreso carácter indeleble en su pueblo, en las mujeres de un modo singular.

Pasan las generaciones enhebrando siglos, se remozan las costumbres, cambia el semblante de la sociedad, y el fondo de las almas queda intacto en Maragatería.

Allí encontraremos siempre una casta de espíritus originarios, llenos de altivez y abnegación; una suerte de madres, de esposas y de prometidas dueñas de una inmensa capacidad de ternura, tan enamoradas de su íntima pasión que gozan repartiéndola sobre cuantos por sufrir necesitan un sorbo de aquel agua lustral convertida en misericordia.

Así las tres muchachas de esta verdad mía, que parece una leyenda de martirologio.

El nombre romano de Octavia, el aragonés españolísimo de Pilar, el de Olga, un tanto exótico, tal vez inconsciente devaneo de modas ultranacionales. Tres nombres de distinta procedencia pero de la misma cuna española; tres cuerdas musicales que responden a un solo ritmo castellano y al más puro abolengo racial.

Tres mujeres que se unen del brazo para vencer con valentía indomable su profesión de enfermeras voluntarias donde sea más necesario y urgente aquel servicio piadoso.

Si existe peligro en él, no importa. Mejor; así sabrá el mundo cómo trabaja y sufren en la guerra por Dios las jóvenes de España.

-Hay un hospital en el Puerto de Somiedo, ¿lo sabéis? - dice Olga con ambición de alas y rumbos, pródiga de caridades encendidamente.

Su manera de hablar es siempre cálida, luminosa, como si la luz de los ojos se le prendiera en los labios para alumbrarle las palabras.

Las otras muchachas contestan a su vez:
-Debemos ir.
Alguien que les escucha, alega:
-Ese puerto asturiano es el primero que se obstruye con la nieve.
-Pero todavía están lejos los temporales, - contesta Pilar.
-Según. A veces son muy precoces.
-¿En octubre?...
-Pudiera suceder.

Diríase que el intruso amigo tenía el propósito de subrayar las secretas amenazas de unos temporales fatídicos, tal vez de plomo antes que de nieve, dos elementos con agitaciones de muerte para las tres enfermeras de Astorga.

Ellas sonríen ávidas del vuelo, impacientes por servir a sus hermanos caídos, anhelantes de padecer con la Patria dolorida.

Parece Olga la más apresurada en la incitación al viaje.

Siempre había sido muy volandera. Y cuando era más niña, su madre la llamaba a menudo Talín, como se nombra en mi tierra de la Montaña al fino y ligero canario silvestre, cuyo nombre armonioso me ha servido muy bien para una de mis protagonistas literarias.

Como aquella chiquilla de mi novela, Olga Monteserín conocía el salto, el movimiento y la canción, identificados con su naturaleza material y también con la generosa inquietud de su espíritu, que ansiaba el difícil tramonto lleno de peligros y de valentías.

Octavia y Pilar, acaso más conscientes de los albures que pretendían correr, alentaban no obstante los impulsos andariegos de Talín que tenían para ellas algo de evangélico. Como si la propia Divinidad comunicara a la enfermerita más joven la inspiración de aquellos solemnes peregrinajes. Y repetían, con Olga:
-Debemos ir.

Esta promesa triple y ardiente parecía cundir desde muy lejos por el dorso de la llanura maragata, con un bravo empuje de heroicidad y de amor.

Tres almas y un horizonte.
San Pedro de Somiedo, una collación montaraz en el límite de dos provincias, trágico frente de guerra que divide a dos marcas españolas: la de León, lleva de la fe en Cristo; la otra de Asturias, envenenada por los enemigos de Dios, enemigos también de la humanidad.

En el fondo solitario de aquellas montañas, la Comandancia Militar y el Hospitalillo de los fieles nacionales bajo la bandera de nuestra Cruz Roja, al abrigo de ese profano color, nunca más redimido que cuando nos extiende los brazos en el nombre todopoderoso de Jesús, y el tinte de la Cruz nos recuerda: Esta es mi sangre.

Octavia, Olga y Pilar, enfermeras arrestadas al recaudo luminoso del benéfico grimpolín, habían llegado muy alegres a esta avanzadilla de sus montes, y sembraban allí consuelos, esperanzas y hasta risas.

La casucha donde se habilitó el hospital, con tabiques de madera y pocas comodidades, se alumbra con las voces femeninas, se conforta y se rejuvenece mediante la cuidadosa asistencia de las muchachas.

Ellas, que están unidas entre sí por el lazo indisoluble de las creencias y de las devociones, son, no obstante, muy diferentes por el temperamento y el carácter.

Desde un solo camino celeste se bifurcan sus vidas, como un trivio de senderos que se divide en las alturas de una patria, para volver a encontrarse en un mismo horizonte. Y quedar allí con un sentido de continuidad en la inalterable luz de los cielos.

Es Octavia Iglesias por excelencia bondadosa, con un tesoro inagotable de dulzura. Hay un halo de santidad en su noble expresión; en su rostro suave y tranquilo arde una lumbre de lámpara siempre encendida. Es un espíritu vigilante en el cual se aposenta la gracia del Señor. Hija única, ha servido de ejemplar amiga y confidente a una madre ejemplar, y ahora tiene algo de madrecita junto a sus compañeras, en aquel rudo paraje de socorro, entre hombre heridos y asperezas cotidianas.

Pilar Gullón, sobrina nieta del relevante leonés que tantas veces fuera un buen ministro de la Corona, es una bellísima criatura, de cara perfecta y delicado hechizo. Si es verdad que algunas mujeres atesoran la huella de los ángeles, Pilar reúne en sus facciones el privilegio angelical; y toda ella se mueve dentro del soplo seráfico, con una beatitud indecible.

Mientras Olga Monteserín, dinámica y refulgente como una estrella, personifica en su encanto los preciosos matices de muchos valores distintos. Por sus armoniosas líneas es la escultura viva, la obra humana de maravilla y selección. A veces su actividad recuerda el lujo de las aves en el viento y su voz también el canto de esos admirable seres, alados como los querubines, únicos por su excelsitud en el orbe terrenal.

La edición de Concha Espina Princesas del martirioque aparece publicada el 15 de mayo de 1940 por Ediciones Armiño de Barcelona (del prestigioso editor Gustavo Gili) lleva preciosas ilustraciones de Rosario Velasco Belausteguigoitia.

Rosario Velasco Belausyeguigoitia (Madrid, 1904- Barcelona 1991). Discípula de Álvarez de Sotomayor, irrumpe en la vida artística al tomar parte en la Exposición Nacional de Bellas Artes celebrada en Barcelona en 1932, obteniendo con su obra Adán y Evauna de las tres segundas medallas. El éxito de la crítica se afianza al pasar la muestra al Palacio de Exposiciones del Retiro madrileño. En 1934 recibe un Primer Premio en la Exposición del Traje Nacional con “Maragatos”. Velasco fue colaboradora de la revista Vértice (San Sebastián, 1937 - Madrid 1946), conocida en su aspecto plástico por la contribución de artistas como Saénz de Tejada (de quien se dice que retuvo alguna influencia en su primera etapa). En esta revista publicó dibujos y reprodujo algunos lienzos. Por lo que se refiere a la ilustración de libros, ilustró Cuentos para soñar (1928), de María Teresa León y los diseños para Princesas del martiriode Concha Espina (Gustavo Gili, Barcelona 1940).

Os ofrecemos el segundo capítulo

PRINCESAS DEL MARTIRIO - CAMINO SEGUNDO


Las garras del tigre.
Se hicieron precisas las enfermeras en el hospitalillo asturiano muy cerca de las alambradas rojas. No se pudo hablar allí de su partida.

El comandante Berrocal, jefe del puesto, la Sanidad, los pacientes y hasta la reducida guarnición, reclamaron siquiera una prórroga en la asistencia de las muchachas. Y fue concedido este favor que tal vez coincidiera con un soplo de espionaje.

Había una tentadora presa azul en la blancura nacional del monte, el anticipo de una nieve inmaculada, una limpidez de sentimientos y de ideales que aquella noche se tiño con la rojez sangrienta de todas las infamias.

Veintisiete de octubre. Casi todo el mes del Rosario había desgranado sus cuentas.
Noche benigna del otoño. Encendidos los candiles del cielo en una calma deliciosa, dormidas las veredas solitarias.

Y de improviso, un zarpazo del tigre comunista, una faena de robo y de exterminio, precisamente sobre el intrépido cuartel de la misericordia. El clásico golpe de mano, semejante al de los ladrones de profesión, tuvo lugar de un modo fulminante en el sagrado templo de la Cruz Roja.

Pocos números de aquella piadosa milicia lograron salvarse. Y muy pocos lo intentaron. Los jefes, el médico y el sacerdote, aunque seguros de su impotencia, trataron de defender a las más delicadas víctimas de aquel propósito aborrecible: los heridos y las mujeres. Acaso esperaban compasión para ellos, con esa hidalguía natural del que es hijo de algo, miembro de las alcurnias del alma, brote de una creencia y de una virtud que decoran al soldado lo mismo que al general, dentro del ejército católico.

Pero los asaltantes eran hijos de nada”, producto del anarquismo y la disolución de Europa, mortífero veneno de la sociedad.

Y los heridos de Somiedo fueron rematados ferozmente en sus camas, secuestradas las enfermeras con los designios más odiosos, prisionera la débil guarnición.

Pronto queda el endeble refugio hecho una criba de balazos. Desde las eminencias colindantes, casi encima del edificio, se hizo fuego de ametralladora y de fusil a la confiada avanzadilla que se creyó segura al cobijo de una enseña venerable.

Granadas de mano, bombas explosivas, una lluvia de explosivos sacude las tejas y los adobes de las Comandancia y el Hospitalillo que arde y se derrumba bajo el desmesurado ataque, estrépito y derroche excesivos para tan ruin hazaña.

Momentos antes de caer en la garra diabólica de los malhechores aún pueden las enfermeras atender a sus amigos dolientes. Les animan, les exhortan a esperar en Dios. Y hasta se despiden de ellos para otra vida interminable y feliz.

Olga está herida en una caja por el roce de una bala. Su vestido blanco se tiñe de sangre. Y simula los dos colores de la bandera piadosa hecha añicos en la cumbre de la casa.

Como un símbolo suyo la joven se mueve también en el viento de aquel bárbaro temporal, sin arriar su espíritu sereno y alegre.
-Cuídese, usted, que está herida - le ruega un triste agradecido, convulso de terror.
-¿Por qué no huyen?
-¿Y abandonaros? - pregunta ella.
-¡Nunca!
Les invitaron a las tres mujeres con una posible evasión.
-Expuesta y difícil - les habían dicho - pero con algunas probabilidades si os decidís. Todavía es tiempo.
Contestaron que no, juntas en una sola negativa, penetradas de una misma caridad, radiantes con la santa locura del sacrificio.

No querían desertar de su guardia de honor, al borde tenebroso de unos lechos alcanzados por el último infortunio.
-Cúrese usted, señorita Olga, está usted herida - insistía el pobre soldado, transido de fiebre y de alucinaciones, en el derrumbe total de la casa.
Y la damita sonríe, animando al moribundo:
-¿Curarme? ¿Para qué? Ya es inútil; no hay tiempo. Vamos a morir y en seguida a resucitar entre los mártires del Señor. Nos separaremos apenas unos instantes para reunirnos eternamente.

Su ingenua sencillez sin duda no preveía todo el profundo abismo de aquel martirio esperado con tan espléndida generosidad.

Octavia sí; pero sobrepone a su temor una sonrisa valiente como la de Talín, que se cruza con otra de Pilar, igualmente comprensiva y resoluta.

Y así como las tres acordaron un día: “Debemos ir al hospitalillo de Somiedo, ahora deciden:
-Nos debemos quedar.
Dos falangistas de la guarnición, José Fernández Marvá y Salvador González, declaran imbuidos por el ejemplo:
-Nosotros también.

Obedecen a su propia conciencia dentro del estilo religioso y viril de la Falange azul, seguros de perecer entre los escombros del edificio, luego de asistir, pávidamente, al asesinato de los heridos.

En la estéril defensa sobreviene la amanecida del veintiocho, que sólo alumbra allí unos cadáveres, unos prisioneros y dos banderas hechas jirones.

Porque la de España había tremolado como un recio pregón de la Cruz Roja en la brusca desigualdad de los combates.

De un lado hombres caídos, inermes, tal vez agonizantes; un manojo de soldados que suponen guarnecer el sagrado recinto de la clemencia; tres mujeres abnegadas seguras también de cumplir un alto ministerio.

Del otro lado un vendaval de odios, atizado por la cobardía, un alarde satánico de fuerzas contra todo lo humano y lo civil.

Corazones y banderas.
Amanecida del veintiocho. El comandante del puesto destruido no puede andar su calvario en la aspereza del monte, porque ya está medio muerto a coces y mordiscos de las fieras. Y le conducen en una cabalgadura para concluir de asesinarle donde sea más divertida la ejecución.

Detrás de él serán quemados vivos el médico Luis Viñuela y el sacerdote.

Para el grupo de los soldados, en el cual abundan los falangistas, se prefiere las ametralladoras.

Sin vencer todavía la primera jornada de aquel tormento salvaje, fue preciso conceder una tregua a la caminata. Porque algunos sentenciados no podían andar, maltratados por el sádico frenesí de los rojos.

Y se hizo un alto con ellos en un caserío, aposentados como bestias dentro de un corral, el de Maximina y Virginia, cierre sin techo que guardaba en aquel instante una viejuca.

Formaban parte del grupo infeliz las tres enfermeras, reservadas para más refinadas injurias; y los trágicos peregrinos tenían sed.

Entonces Octavia Iglesias pidió a la vieja un poco de agua por el amor de Dios para sus desfallecidos compañeros, con tal acento de piedad que le fue concedido el ansiado licor. Iba la joven repartiendo su fresca limosna a los maltrechos cautivos, recordándoles, acaso, a la bella mujer de Samaria que diera de beber a Jesús.

Es verdad que se reprodujo allí la sublime parábola religiosa en estos mismos labios sedientos, que por la sequedad humana, pungida de sacrificio y de congoja, merecerían evocar la imagen del divino Señor humanizado.

Penúltima Estación en uno de los Viacrucis innumerables de España. De la España de Cristo.

Ya se despiden las muchachas de sus hermanos. ¡Con qué oscura pesadumbre! Y también con la certeza de aliviar muy pronto el rudo peso material y adquirir la ingrávida ligereza del espíritu libre y triunfante.

Al romper allí la cadena de los presos, se aparta con las mujeres a los dos falangistas que se habían constituido en defensores de ellas durante la toma inicua del hospital.

-Éstoscon éstas - dijo con desdén el mandarín que se llamaba nada menos que capitán Sánchez, precisamente como aquél célebre asesino que hace años escandalizó desde Madrid a medio mundo.

Pero las cinco víctimas de excepción no estaban solas.
En torno suyo se había formado un cortejo de furias, un bronco sartal de milicianas vestidas de mono, arisco el pelo y el semblante, agresivas las voces salpicadas de blasfemias y de insultos.

Con ellas bajaron del Puerto algunos hombres de la hueste que presidía el capitán Sánchez. Llevaban como botín de su mezquina victoria varias prendas mujeriles: un abrigo largo, una chaqueta de cuero, un estuche de tocador y un bolso elegante.

Se lo repartieron a las milicianas entre burlas y denuestos. Y todos juntos cambiaron opiniones a gritos sobre la terrorífica suerte que esperaba a los prisioneros.

Los cuales callaban abstraídos, mudos bajo el temblor inevitable de sus corazones, mirándose unos a otros en una sorda confidencia de valentía y ansiedad.

Olguita Monteserín, que apenas pudo restañar la sangre de su frente, mostraba el rostro palidísimo, extenuada por el cansancio igual que sus amigas.

Ya quería declinar el sol, muy velado en las nubes, latente y misterioso en el menisco celeste como esas venas de poca luzque se nos ocultan debajo de la piel aunque nos rieguen de vida saludable.

Y de pronto encima de una cumbre, con un zumbido lejano, aparecióse un ave gallardísima: un avión nacional.

Fuerte batir de los corazones leales a la soberanía española. Emoción suprema en los condenados a muerte, ya en pie hacia un Gólgota desconocido.

En el cielo melancólico de octubre el bravo azor de España dibuja con sus alas abiertas la forma de una Cruz. Parecía una bendición.

Los peregrinos de la desventura se santiguaron interiormente. Y la milicia roja alzó el puño con un juramento.

Había que acelerar las ejecuciones. El pájaro azul, flameante con una bandera, les pareció de mal agüero.

Penígera y sutil, remota como las golondrinas en ruta de emigración, la nave de Franco se agranda súbitamente al descender.

Planea, registra el paisaje, hace oír el trueno marcial de su voz. Y los criminales encogidos de pánico le apuntan con los fusiles. Aquel aparato no es un arma de bombardeo, sino un espía.
-¡Un canalla del aire! - rugen los bandidos locos de furor, en tanto que los prisioneros descubren con inefable sentimiento de orgullo los colores de su España. El alma suya que acude a darles una cita gloriosa.

Crece el odio de los verdugos con las amenazas más siniestras y los improperios más escandalosos. Entre gratuitas ofensas agotan las milicianas todo su vocabulario soez, y deciden matar por su propia mano a las cautivas.

Antes de verlas supieron con rencores y envidia que eran mozas, guapas y elegantes. Los tigres de la columna habían dicho perversamente:
-¡Vaya chicas! Son de primera
Se habló con cinismo de un reparto y hubo frases que trascendían al sacrilegio habitual en seres tan inferiores.

Ya el pájaro maravilloso sube en el quieto espacio. Deja de parecerse a un neblí para convertirse en paloma. Apaga su acento; y se apura su imagen en los hilos de la supina claridad.

Los rojos temen haber sido descubiertos por él. Imaginan que le habrá sido posible una filiación de sus cataduras y hasta de su crueldad. Y que pueden saberse los episodios de aquella sabrosa matanza. Al punto envían un enlace con órdenes urgentes para los que llevaron distinta dirección. No tarda en oírse el retumbo de las ametralladoras y en levantarse una columna de humo que tal vez correspondiera al martirio del joven médico, un mozo de veinticuatro años muy cabal y arrogante, cuyas cenizas fueron tiradas en el próximo río.

Como si la santidad del agua y de la espuma no sirviera también de piadoso regazo al polvo de los hombres. Mejor todavía al de los ángeles.

Y tal que un serafín debió ascender al cielo el alma de quien pudo inmolarse por su Patria y por su Dios.

Niebla en el monte.
Sigue la caravana su extraño rumbo por ambages distanciados del camino real. No le conviene la senda frecuentada.

La escolta de arpías madrugadoras que bajaron del Puerto en coche esta mañana, ha tenido que resignarse al tortuoso veril, si no renuncian al sádico placer de los victimarios.

Por su parte los dirigentes están cohibidos, recelosos, y hasta en el desierto andurrial pisan desconfiados.

Se les figura que la visita solitaria del avión aquel era una bandera de combate.

Estuvo el hospital defendido por dos avanzadas con posición en Pido del Diente la una y en Peña Cuérrabros la otra; que habrían pedido auxilio.

Y como los rebeldes franquistas eran capaces de todo, a lo mejor se presentaban allí por tierra, por el viento, y les arrebataban la presa.

Hay discusiones y las tarascas intervienen persuadiendo al mandamás de que las chicasdeben hacer noche en Pola de Somiedo y prolongarles así el suplicio hasta el día siguiente.

Faltan aún dos kilómetros para llegar a la checka de Pola y se anduvieron otros nueve desde los escombros del benemérito hospitalillo.

Anochece. Sopla un gris otoñal penetrante y húmedo.
-Las señoritas sienten frío - ríe sarcásticamente una golfa que se divierte mucho con las demás jaleando el sorteo de las capas azules, uniforme de la Cruz Roja, también sustraído a las enfermeras.

Sobre cuyos abrigos se han echado suertes como sobre la túnica sacrosanta de Jesús Redentor.

Es cierto que las víctimas tiemblan al roce de la ráfaga nocturna que en su carne es hielo mortal.

Las brujas del cotarro aprietan sus denuestos al suponer que los dogales crueles oprimen con mayor tortura a las martirizadas.

Lola Sierra, Evangelina Arienza - nada menos que Secretaria del Comité Femenino - y Emilia Gómez, un monstruo infernal de veinte años, son las desgraciadas que presiden el cortejo de los verdugos, influyen en él y le estimulan a todas las bajezas animales.

Se distingue también en la persecución una pobre bestia que no llama nada más que Milagros, y se dice viuda reciente de un talMenazas, caído en el ataque a la Cruz Roja del Puerto; mil hombres contra el sagrario de heridos que apenas guarnecían unos pocos militares.

Milagros pregunta quién mató al Menazasy exige del capitán Sánchez que le permita vengarle por su propia mano. Se trata al parecer de un cabecilla tan importante como otro de remoquete el Patas”, famoso por sus crímenes; cuyo distinguido renombre zumba sobre la comitiva sanguinaria en ausencia del personaje.
-A ver - le interroga el capitán.
-¿A quién escoges ahora para hacerte justicia? Dilo.
Ella, desdeñosa con el botín humano que le ofrecen, responde:
-Esosno valen nada. Quiero matar a su comandante.
-Pues va por otro camino, si es que todavía vive. Corre a ver si le alcanzas y llegas a tiempo de rematarle.
-¡Quía! - comenta una voz - iba hace rato en agonía.
-Y se han oído descargas de ametralladora y de fusil - asevera un segundo espectador.

La Milagros, que había llegado un poco tarde a la fiesta campestre de aquel anochecer rojo, sale a toda prisa con algunos compinches por el rumbo de los tiros y de los ecos; lleva la pistola en la mano.

Y se pierde en la niebla del monte mientras el grueso de los asesinos se nubla, también, entre la sombra anochecida de los matorrales.

La crónica oficial de este episodio admite la creencia de que la hembra del Menazas, a fuerza de correr, llegó a tiempo de esgrimir su parabellum contra el último suspiro de un comandante español.

Noche cerrada cuando la conducción de los cautivos llegó a Pola de Somiedo.

Aquí mismo, al pie de checka, se les impone a los condenados otra despedida.

Las tres muchachas deben subir a la habitación que ocuparon unos enlaces prisioneros, conducidos Dios sabe a dónde, y los mozos falangistas desaparecerán llevados a otra prisión.

Antes se cruzan las miradas de las víctimas con la desgarradora intensidad de los supremos adioses. En el portalón oscuro de los que fue Comisaría, teatro de infamias al presente, los ojos abrasados de pesadumbre se miran hasta el alma de cada uno, aguda en el fondo de la naturaleza, vigilante al filo de la muerte.

Las damitas sonríen con animosa dulzura tirando del profundo valor que los creyentes atesoran. Y los muchachos corresponden a la sonrisa con un gesto expresivo y silencioso.

“¿Hasta cuándo?” - piensan en el secreto de las inmolaciones. Sienten que la cita es muy lejana, cosa de ultramundo, tregua para el encuentro definitivo en el trono del Señor.
-¡Vamos arriba! - disponen los bolcheviques empujando brutalmente a las enfermeras.

Y los dos prisioneros marchan hacia un calabozo desconocido, aterrados por la suerte que aguarda a sus compañeras, esclavos de la noble amistad que los ideales y la misericordia habían cultivado en el hospitalillo. Y que el infortunio acrisolaba religiosamente.
-“¿Qué será de ellas?” - van diciéndose con la más punzante amargura.

Oyen las libertarias discutir con los milicianos a cuenta de las señoritas, y resolver que pese encima de ellas todo el espanto de una noche, antes del terminante sacrificio…

En el proceso judicial, largo y sinuoso, que dio margen este crimen, figura como testigo indirecto una carreta de bueyes, que en plena oscuridad nocturna levantó en torno a las encarceladas su estridente chirrido, para que no se percibiesen en la aldea otros lamentos de alguna voz humana y delatora.

Así lo dice un testimonio de la acusación desde la lobreguez de aquella noche, niebla y suplicio, pavorosa vigilia de unas criaturas destinadas a la santificación.
Jorge López Teulón

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