Señor, ha pasado media mañana sin ni siquiera recordarte. Ni un poco.
He contestado un montón de correos antes de hacerme la cama. Pero ninguno a Ti, que me esperabas. Y andaba recogiendo los baños y los desayunos. Ni siquiera una mirada. La cabeza puesta en mí, incluso en un buen título para un artículo sobre los ángeles.
La mesa ha quedado bien limpia, y la encimera desinfectada. He salido no muy raudo a la calle, lo confieso, pensando en la pereza del médico por la tarde. A las seis en punto será ya casi de noche. Y hará frío.
Como ves, Señor, mi vida, a pesar de lo que diga, es cómoda. Según iba atravesando avenidas y semáforos me fijaba en que se llevan los abrigos ceñidos y en lo oscuros que nos ponemos en invierno. Con lo necesario que es el color para el alma, con lo bien que sientan todos esos colores para despachar lejos pesadumbres y quebrantos.
En una esquina me ha dado por pensar en la muerte. No es nada morboso. Es sólo que me da pena no tener a mi madre. Te la llevaste muy de repente y demasiado pronto. Ya sé la cantinela, ya sé que está Contigo, que está verdaderamente en la Gloria, pero Te aseguro, Señor, que no me consuela. En absoluto. Pensaba en ella, cuando paseaba conmigo por las mismas calles. Y pensaba que a no tardar mis hijos pasearán con los suyos, y puede que en esa misma esquina se acuerden de su padre. Es decir, de mí, de este hombre que va de lado a lado siempre cargado de libros. Y ya sabes lo que disfruto dando pases a la melancolía. Hasta que algún ruido me despierta. Me lo dicen mucho: “Estás en otro mundo”. ¿Y? Señor, antes de seguir con los hechos de por la mañana, no quiero dejar de insistir: lo de mi madre me duele. No sabes como la necesito. Tengo los cuarenta y tantos, pero soy un crío. Necesito verla, abrazarme a ella. Tú sabes de dolores infinitamente más que yo, pero es mi corazón el que añora el amor de mi madre. Vuelvo del trabajo y sigo esperando encontrarme con su alegría en la puerta. Anda, toma Señor, toma, que este sentimiento puro sea para Ti. Este amor que hace que me emocione. ¡Basta! Sigamos.
Ni acordarme siquiera de Ti durante más de media mañana. Que si el sueño, que si los ensueños, que si el frío, que si el talle de ciertas mujeres vestidas de invierno, que si la añoranza, que si la niebla deslizándose por las fachadas. A lo mío. ¡Qué amor tan indigente el que Te tengo! Porque Te amo. Te amo, aunque haya estado media mañana en las nubes, y en el ordenador, y tomando un café con leche. Justo en el bar es cuando me he dado cuenta, con la taza en vilo. Me he apercibido de mi desfase sobrenatural, de que te olvido con tanta frecuencia que me da apuro siquiera decirlo. Pero lo digo, y lo escribo. Y así puedo rectificar ahora mismo. Señor, perdóname la falta de cariño.
Media mañana es mucho tiempo para no darme cuenta de Ti, de la luz, del amor de mi familia, de Tu Providencia conmigo y con el mundo que veo en la calle. Pero a veces ocurre. Me ocurre. Supongo les pasará a otros. Y ya no es que no rece, o rece poco, es que se me van las horas sin buscar Tu rostro, enmarañado en palabras o en recados o en libros. ¿Con qué propósito, si Tú faltas, si me desprendo de Ti como del abrigo?
Señor, por favor Te lo pido, haz entrar en razón a mi corazón, ponlo en vereda. Que lata al compás del Tuyo. Que bombee Tu Voluntad en todo lo que hago, o me propongo, o sueño.
Guillermo Urbizu
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