Los fundadores de las demás religiones, lo mismo que sus líderes religiosos, nos han dejado unas doctrinas, unas normas de conducta, unos ejemplos.
Cristo va más allá. Lo centra toda en su persona. Es ésta una de las principales características de Cristo y es lo que realmente llama la atención cuando uno compara la religión cristiana con las demás religiones.
Por una parte, se nos propone como maestro, como guía, como modelo; pero por otra, se constituye en punto central de los creyentes, cosa que ningún otro líder religioso ha hecho; éstos se han sentido enviados por Dios y se han tenido como simples enviados; se han dado la importancia que se quiera, pero siempre salvando la gran distancia entre Dios y ellos.
Cristo ha insistido siempre en su «Yo», en su personalidad, que es divina. Por eso ha dicho, no que enseña el camino o la verdad o que conduce a la vida, sino que Él es el camino, la verdad y la vida. Ha dicho que el Padre y Él son uno y que quien le ve a Él está viendo al Padre, y que nadie va al Padre sino por Él; nos dice que aprendamos de Él, que vayamos a Él. En otras palabras, nos centra en Él; pero además, lo hace con una humildad impresionante. Nadie le puede tachar de orgulloso; habla y actúa con la mayor naturalidad del mundo y con una plena disponibilidad para atender y servir a cualquiera que se acerque a Él.
Viene del Padre, nos centra en Él y nos lleva al Padre; es como nosotros, pero viene de la otra orilla; es Dios y hombre a la vez. Se constituye como punto central del encuentro amoroso entre Dios y nosotros. Por eso es el Dios cercano y amigo, el Dios omnipotente y débil, el Dios Señor y servidor hasta la muerte.
Es el pastor que da la vida por sus ovejas, la vid de la que parte la vida a los sarmientos, la luz que ilumina a quienes creen en Él. Se constituye como centro de todos los hombres. Por una parte, está a su servicio dando sentido a sus vidas; por otra, exige que se le dedique la vida «a Él». Perderla por El es conservarla y conservarla para sí sin referencia a Él, es perderla.
Y se van extendiendo por el mundo los creyentes, no sólo en Dios, sino también en Jesús. Y a través de la Historia van apareciendo millones de cristianos que son capaces de entregarle la vida con tal intensidad que renuncian a cualquier cosa que no sea la amistad con Jesús; y esta amistad la llevan a tales extremos, que ni siquiera ante la muerte retroceden. Y veintiún siglos después, hay también gente que está: en la cárcel por Él y que sufre persecución por Él y que pierde la vida por Él y que renuncia a llevar una vida normal y corriente por Él y que se dedica plenamente a anunciar, incluso fuera de su patria, a Jesús como salvador de todos los hombres.
Para un cristiano, Jesús no es sólo un profeta, un predicador o un moralista por quien se siente admiración. Para el cristiano, Jesús es el amigo en quien descansa, a quien permanece unido, por quien se va dando la vida día a día; el amigo por quien se hace todo y a quien se hace todo el bien que hacemos a cualquiera según aquello de «tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber...».
Jesús nos absorbe de tal manera que no vivimos más que para Él.
Es el maestro pero también es el Señor; hasta del sábado. Y lo es con el señorío que ha recibido del Padre a quien siempre está haciendo referencia, a quien obedece y a quien complace en todo.
Es consciente de tener todo el poder en el cielo y en la tierra, pero es consciente, al mismo tiempo, de haberlo recibido del Padre para alabanza y gloria del Padre. Por eso no se aparta lo más mínimo de la voluntad del Padre; y la voluntad del Padre consiste en que no pierda ninguno de los que le ha confiado. De ahí la invitación que nos hace a todos para que acudamos a Él y, unidos a Él, nos unamos al Padre. Esta gloria del Padre, no su propia gloria, es lo que busca y lo que constituye la razón de su presencia entre nosotros.
José Gea Escolano
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