Sólo cuando exista una verdadera libertad religiosa será posible leer serenamente cualquier texto religioso.
Imaginemos que exista un grupo religioso que considera que su texto sagrado contiene toda la verdad. Imaginemos que, además, defiende que leer tal texto conlleva la obligación de aceptarlo plenamente. Imaginemos que ese mismo grupo defiende la idea de que quien lee el texto sagrado y no lo acepta merece la muerte por haber rechazado la verdad. ¿Nos atreveríamos a leer ese texto?
Imaginemos también que una persona que pertenece a un grupo religioso llega a la convicción profunda, después de un camino interior serio y honesto, de que la verdad se encuentra fuera de su grupo y de que debería cambiar de religión. Pero si se da el caso de que el grupo al que pertenece amenaza con la muerte a los que intentan cambiar de religión, ¿se atreverá a seguir su conciencia?
Los párrafos anteriores no son simples imaginaciones. Existen grupos religiosos que persiguen, castigan, incluso asesinan, a quienes pretender cambiar de religión. Existen leyes en algunos estados que privan de algunos de sus derechos fundamentales a quienes abandonan la religión promovida por las autoridades porque empiezan a seguir otra religión, o a quienes pertenecen a religiones consideradas como inferiores por las autoridades públicas.
Junto a quienes limitan o incluso anulan la libertad religiosa en nombre de ideas basadas en la propia religión, existen otros grupos humanos que hostigan, persiguen o incluso asesinan a los miembros de grupos religiosos en nombre de una mal entendida “laicidad” de estado, o de ideologías ateas que buscan erradicar de una zona geográfica cualquier presencia religiosa.
En su mensaje para la Jornada mundial de la paz del año 2011, Benedicto XVI ha ofrecido una valiente defensa del derecho a la libertad religiosa que pertenece a cada ser humano.
Entre otras cosas, el Papa recordaba que “toda persona ha de poder ejercer libremente el derecho a profesar y manifestar, individualmente o comunitariamente, la propia religión o fe, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, las publicaciones, el culto o la observancia de los ritos. No debería haber obstáculos si quisiera adherirse eventualmente a otra religión, o no profesar ninguna” (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1 de enero de 2011, n. 5).
En ese mismo Mensaje (n. 8), Benedicto XVI denunciaba los peligros que surgen tanto del fanatismo religioso (que busca imponer una religión a los miembros de una sociedad y que persigue a otros grupos religiosos) como del laicismo (que puede llegar a marginar o impedir la presencia de lo religioso en el ámbito público). Tanto el fanatismo como el laicismo van contra la justicia, contra el mismo hombre y contra Dios, y promueven ese contexto de violencias que destruyen la paz y la armonía en la vida social.
En el mundo moderno existen, no podemos negarlo, serias amenazas contra la libertad religiosa. Reconocerlas y denunciarlas es sólo un primer paso para superar una situación que impide a los pueblos avanzar hacia la paz y que priva a millones de seres humanos de uno de sus derechos humanos fundamentales.
Sólo cuando exista una verdadera libertad religiosa será posible leer serenamente cualquier texto religioso, sin miedo a ser perseguido tras las decisiones que uno tome; o será posible cambiar de religión, o incluso no tener religión alguna, si uno cree en conciencia que debe actuar de esa manera. Como también será posible manifestar abiertamente las propias ideas religiosas a los demás, desde el deseo, solidario y siempre respetuoso de la sana libertad del interlocutor, de ayudar a otros a encontrar las verdades que uno ha acogido, como la mejor manera de recorrer el camino terreno que nos prepara al encuentro, eterno, con Dios.
Autor: P. Fernando Pascual
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