Estoy preparando una jornada sobre el Espíritu Santo que vamos a tener en la diócesis de Solsona, y me acabo de dar cuenta de que no debería preocuparme mucho de aquello de lo que hablar, ya que en la Palabra se nos promete Su asistencia e inspiración: “porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros”. (Mt 10,16-20)
Desde luego, si se tratara de dar unas charlas sobre el Espíritu Santo en un plano formativo-teológico, toda preparación sería poca, pues sobre la tercera persona de la Trinidad se han escrito ríos de tinta, y teólogos hay buenísimos que podrían explicarlo a las mil maravillas.
El problema es que para conocer al Espíritu Santo, lo que hace falta es encontrase con Él personalmente, y por muchas ideas que nos dé la teología, si al final no tenemos la experiencia, difícilmente podremos hablar de su persona con la familiaridad con la que hablaba la Iglesia primitiva.
Siempre me ha admirado la frescura con la que se trata al Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles. En todas partes vemos cómo habla a los apóstoles, dirige a los miembros de la Iglesia y se manifiesta incluso a los gentiles descendiendo sobre ellos, convirtiéndose en parte de la cotidianidad de la iglesia incipiente.
Esta sobreabundancia de actividad del Espíritu Santo de los principios de la Iglesia ha sido explicada muchas veces como algo excepcional, limitado al tiempo de los apóstoles, pero en la historia de la Iglesia hemos tenido mucha gente que ha tenido experiencias carismáticas, tipo San Felipe Neri, por no hablar de toda la pléyade de místicos que tanto admiramos.
El caso es que, a pesar de que la teoría la sabemos, el Espíritu Santo sigue siendo un gran desconocido, pues nos es mucho más asequible tratar con Jesucristo y Dios Padre, por más que sea el Espíritu Santo quien nos revela a Jesucristo, el que da testimonio de Él en nuestro corazón.
Por mucho que queramos conocerlo, el Espíritu Santo es inefable, como los gemidos con los que intercede por nosotros (Rom 8, 26), y cualquier pretensión de entenderlo es inútil, en un cierto sentido, tal como San Agustín lo comprendió cuando vio un niño en la playa con un cubo, intentando meter toda el agua del mar en el mismo.
Viniendo como vengo de la Renovación Carismática, mi testimonio personal y el de muchísima otra gente es que, se le entienda o no, se puede tener una relación nueva con Dios a través de la acción renovadora del Espíritu Santo.
Aún así, encuentro que explicar el Espíritu Santo de una manera vivencial en la Iglesia da muchos problemas, pues en general hay mucha incomprensión y una cierta resistencia a ceder el control de la propia vida religiosa, pues el asunto es que el Espíritu Santo es como el viento, que nadie sabe a dónde sopla, a dónde viene, ni a dónde va (Jn 3, 8).
Desde luego, si se tratara de dar unas charlas sobre el Espíritu Santo en un plano formativo-teológico, toda preparación sería poca, pues sobre la tercera persona de la Trinidad se han escrito ríos de tinta, y teólogos hay buenísimos que podrían explicarlo a las mil maravillas.
El problema es que para conocer al Espíritu Santo, lo que hace falta es encontrase con Él personalmente, y por muchas ideas que nos dé la teología, si al final no tenemos la experiencia, difícilmente podremos hablar de su persona con la familiaridad con la que hablaba la Iglesia primitiva.
Siempre me ha admirado la frescura con la que se trata al Espíritu Santo en los Hechos de los Apóstoles. En todas partes vemos cómo habla a los apóstoles, dirige a los miembros de la Iglesia y se manifiesta incluso a los gentiles descendiendo sobre ellos, convirtiéndose en parte de la cotidianidad de la iglesia incipiente.
Esta sobreabundancia de actividad del Espíritu Santo de los principios de la Iglesia ha sido explicada muchas veces como algo excepcional, limitado al tiempo de los apóstoles, pero en la historia de la Iglesia hemos tenido mucha gente que ha tenido experiencias carismáticas, tipo San Felipe Neri, por no hablar de toda la pléyade de místicos que tanto admiramos.
El caso es que, a pesar de que la teoría la sabemos, el Espíritu Santo sigue siendo un gran desconocido, pues nos es mucho más asequible tratar con Jesucristo y Dios Padre, por más que sea el Espíritu Santo quien nos revela a Jesucristo, el que da testimonio de Él en nuestro corazón.
Por mucho que queramos conocerlo, el Espíritu Santo es inefable, como los gemidos con los que intercede por nosotros (Rom 8, 26), y cualquier pretensión de entenderlo es inútil, en un cierto sentido, tal como San Agustín lo comprendió cuando vio un niño en la playa con un cubo, intentando meter toda el agua del mar en el mismo.
Viniendo como vengo de la Renovación Carismática, mi testimonio personal y el de muchísima otra gente es que, se le entienda o no, se puede tener una relación nueva con Dios a través de la acción renovadora del Espíritu Santo.
Aún así, encuentro que explicar el Espíritu Santo de una manera vivencial en la Iglesia da muchos problemas, pues en general hay mucha incomprensión y una cierta resistencia a ceder el control de la propia vida religiosa, pues el asunto es que el Espíritu Santo es como el viento, que nadie sabe a dónde sopla, a dónde viene, ni a dónde va (Jn 3, 8).
Si hablas del Espíritu Santo como experiencia renovadora, a la primera de cambio fácilmente te tachan de sensibilero, pues como decía un amigo sacerdote, en esto de la oración “hay que chupar mucha piedra”.
Decir a la gente que se puede tener una vida de oración alegre y ungida por el Espíritu Santo, es entrar en conflicto con el hecho de que el común de los bautizados se aburre haciendo oración y parece aferrado a vivir la fidelidad en el desierto y la desolación.
Pero San Ignacio de Loyola, maestro del discernimiento de espíritus, nos recuerda que hay mociones de desolación y de consolación en el alma, por lo que un cristianismo sólo “de piedra”, de chupar banco, salvo en el caso admirable de noches oscuras tipo la beata Teresa de Calcuta, es algo que está reservado a unos pocos.
En la Renovación Carismática muchas veces se nos ha explicado que la mística precede a la ascética, algo muy en contra de la mentalidad ambiente dominante y muchas corrientes de espiritualidad que tradicionalmente invierten los términos, diciendo que la ascética precede a la mística.
Quizás sirva este ejemplo: supongo que poca gente pensará que en el matrimonio la ascética precede a la mística. Más bien lo normal es enamorarse, llenarse de anhelos y de propósitos cuando todo es consolación y todo es fácil, y atesorar estos momentos para cuando vengan las vacas flacas y haga falta echar mano de la ascética, para vivir la fidelidad y la perseverancia.
En la vida cristiana es lo mismo, pues “en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero” (1 Jn 4,10), y esto supone que tenemos que hacernos niños y aceptar que a Dios necesitamos oírlo y necesitamos enamorarnos de Él, antes de ponernos a “trabajar” por Él, mediante una vida de oración afanada.
Hablar del Espíritu Santo en el fondo es muy fácil, es simplemente unirse a la oración perseverante de la Iglesia que lo está invocando en todo momento (basta escuchar con atención la Misa de cada día y la Liturgia de las Horas e interiorizar lo que la Iglesia ora).
La Iglesia por supuesto invoca al Espíritu Santo, cree en Él, es vivificada por Él y nuestra vida cristiana nace de Él:
“La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre «ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo»" (Dominum et vivificantem)
Ahora bien, por mucha filiación divina, y por mucha asistencia infusa del Espíritu Santo que tengamos, es perfectamente posible pasar por la vida sin haber tenido sentido esa experiencia de “nacer de nuevo del agua y del Espíritu” que Jesús le decía que todos habíamos de tener.
Por supuesto, esa experiencia es el bautismo, y ontológicamente somos criaturas nuevas por el mero hecho de ser bautizados…
Ahora bien, ojalá se nos “notara” más el bautismo y la acción del Espíritu Santo, como a la Iglesia primitiva, que desprendía espíritu santo allá por donde pasaba.
No es tan difícil pues, aunque hablar del Espíritu Santo sea misión imposible porque sobrepasa nuestra capacidad de entendimiento; dejarle que hable a los corazones de la gente es muy fácil, ya que al fin y al cabo es lo que mejor sabe hacer: dar testimonio y explicarnos a Jesucristo, convirtiendo en frescura nuestra vida de oración.
Por eso, al final, para hablar del Espíritu Santo, la gran cuestión no es cuánto sé acerca de Él, sino hasta que punto estoy dispuesto a dejar que me descoloque, haciendo su obra en mí, como quiera y cuando quiera.
Termino pidiéndoles una oración para que se derrame en abundancia este sábado en Solsona.
José Alberto Barrera
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