Recibir una herida puede hundirnos en el desaliento. Pero, si abrimos los ojos a la esperanza, Dios puede convertirla en comprensión y perdón.
Hay personas que tienen una especial habilidad para herir de palabra a sus familiares, conocidos o compañeros de trabajo.
Con ironías mordaces saben dirigir sus reproches hacia nosotros con puntería y precisión que llegan a fondo. Nos recuerdan un error del pasado, ponen ante nuestros ojos lo que hicimos o dejamos de hacer, denuncian nuestras actitudes (verdaderas o supuestas), buscan la palabra y el gesto más venenoso para humillarnos y, como a veces dicen, para ponernos en nuestro lugar.
Cuando llega el momento de sufrir por las embestidas de esas personas, surgen en nosotros sentimientos de defensa o deseos de revancha. Quisiéramos, en ocasiones, responder a la dureza con dureza, echar en cara a nuestro interlocutor los errores que también él ha cometido. Otras veces buscamos una defensa decidida, formulamos justificaciones más o menos buenas. No falta quien desea una fuga rápida: es difícil enfrentarse con quien una y otra vez nos ha humillado.
Si miramos ese tipo de situaciones desde otra perspectiva, podríamos aprovechar reproches envenenados para crecer en paciencia, humildad, comprensión, espíritu de perdón. Quizá nuestro interlocutor vive una situación difícil, y ha encontrado en mí una víctima en la que volcar sus penas (no de la mejor manera, pero así ocurrieron los hechos). O tal vez busca mi bien, aunque le falte habilidad para decir las cosas con cariño. Es posible que no perciba mínimamente el daño que produce en mi sensibilidad: hay corazones que han perdido la capacidad de medir sus actos, con o sin culpa: dejemos el juicio a Dios.
A quien sufre intensamente este tipo de situaciones queda la posibilidad de responder al mal con el bien, de preguntarse sinceramente para ver si no ha habido ocasiones en las que uno mismo ha caído en este tipo de actitudes agresivas hacia otros.
Recibir una herida puede llegar a ser, por desgracia, motivo para hundirse en el desaliento. Pero puede, si abrimos los ojos a la esperanza y descubrimos que Dios pide paciencia y mansedumbre a sus hijos, convertirse en motivo para avanzar hacia la comprensión y el perdón.
Cada uno afronta este tipo de situaciones desde la propia libertad. Aprender a hacerlo bien nos permitirá vivir con mayor paz, llevará a una curación más rápida (aunque permanezca dentro un dolor que no acaba de apagarse). Seremos entonces capaces de medir bien nuestras palabras para llenarlas con la bondad y la dulzura que quisiéramos también fuesen usadas con nosotros.
Autor: P. Fernando Pascual LC
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