Hace tiempo que me hice consciente de hasta qué punto lo neogótico tenía un peso considerable en mi vida. Durante muchos años, en mi juventud, esa estética se había imbricado tanto en mi existencia que, de hecho, ni era consciente de ello.
Quiero dejar claro que si estuviera en mi mano, no retrocedería a esa época para quedarme a vivir. A menos de que fuera una temporada realmente corta. Por supuesto que mi mundo gótico era ideal completamente. No era tanto el mundo medieval real el que yo habitaba en mis libros y películas, sino un mundo intelectual que nunca existió, un gótico perfecto.Pero para mí era fascinante imaginar lo que debía ser vivir en un mundo replegado sobre sí mismo, un mundo rodeado de tierras desconocidas y mares ignotos. Una sociedad humana en perfecta comunión con la naturaleza. Una época en la que los bosques, los prados, los valles, los ríos, las cimas, tenían la apariencia de no haber sido hollados todavía por los seres humanos. Habían sido hollados, ciertamente, pero su aspecto era más similar al de las primeras páginas del Génesis que a la naturaleza violada, transformada, transitada, que vemos hoy día.Una época en la que los hombres creían en hadas, en duendes, en lobos atroces. Una época en las que los hombres vivían en comunidad dentro y fuera de casa. Si vieran a los hombres de ahora, les daría la sensación de que vivimos solos. Juntos en ciudades, pero cada uno solo en su casa. El concepto de plaza ha desaparecido, el concepto de mercado en el que se charlaba, se intercambiaban chismorreos, ya no existe. Y no existe porque aunque hay lugares donde los seres humanos se reúnen, lo de ahora es más bien un grupo de náufragos que se reúnen en medio de un mar de hombres. No es lo de antes, una vida comunitaria-familiar en medio de una familia más amplia llamada poblado, aldea o pequeña ciudad.A aquellos hombres medievales les daría la sensación de que vivimos una vida antinatural en la que hemos perdido las cosas más bellas y placenteras de la existencia.
Padre Fortea
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