¿Por qué unos tanto y otros tan poco? ¿Por qué unos ríen y otros lloran? ¿Por qué unos carecen de casi todo y de nada les falta a otros? El hombre tiene extrema necesidad de saber si merece la pena nacer, vivir, luchar, sufrir, morir.
¿MERECE LA PENA UNA VIDA LLENA DE DOLORES?
¿Por qué unos tanto y otros tan poco? ¿Por qué unos ríen y otros lloran? ¿Por qué unos carecen de casi todo y de nada les falta a otros? El hombre tiene extrema necesidad de saber si merece la pena nacer, vivir, luchar, sufrir, morir; si tiene valor comprometerse por algún ideal que sea superior a los intereses materiales y contingentes, sí, en una palabra, hay un por qué que justifique su existencia.
Con la necesaria brevedad que exige este modelo de publicación deseamos ahora hacer, con sencillez, alguna consideración en torno al sentido del sufrimiento al que Juan Pablo II califica de “caricia de Dios”.
¿Tiene sentido el dolor? Ésta es la cuestión esencial. No hay tema más humano ni más cercano que éste y, por tanto, que más una. ¿Quién no sufre? ¿Quién no toca de cerca todos los días el tema del dolor? ¿Acaso no es uno de los enigmas más inquietantes que flagela a la humanidad? ¿Por qué sufren los inocentes? ¿Por qué Dios, Bondad infinita, lo permite? ¿Para qué sirve sufrir, si es que sirve para algo? Si el dolor es consecuencia del pecado, ¿por qué Dios no nos creó impecables? Son preguntas comunes al hombre de todos los tiempos.
En medio de estas inquietantes preguntas, un chiste. ¿Saben qué idioma se habla en el cielo?, espetó el Papa a un grupo de personas de confianza que le acompañaban, según me han contado. Perplejos, se miraron, y alguien se atrevió a sugerir tímidamente: el latín. El Papa, socarrón, dijo: No; el húngaro. ¿Por qué, Santidad?, replicó uno a modo de portavoz. Porque aprenderlo, respondió Juan Pablo II, cuesta una eternidad. Que diga esto el Papa que habla tantos idiomas y se le dan tan bien sugiere la dificultad idiomática húngara. Es una broma, pero sólo en parte. Estamos en la tierra de paso para la Felicidad que nunca termina, la santidad; y todos los santos, de altar o no, han recorrido el camino del dolor, de una o de otra. Eso sí, libremente aceptado por amor. Por ahí atina a descubrirse el sentido del dolor.
Acudiremos a las enseñanzas de Juan Pablo II. El Papa está doblemente enfermo porque a sus dolencias físicas hay que añadir la incurable de la vejez. Le observamos anciano, aplastado por una larga historia personal y, sobre todo, con la responsabilidad de ser el fundamento más sólido en la Historia de la Iglesia y del mundo en estos 23 años. A su Santidad le preocupa su santidad y son millones las personas que le han visto recorrer, por amor, con mucha soltura, la senda del dolor. Basta leer cualquier semblanza suya publicada.
UN COMPAÑERO INSEPARABLE
Toda la historia humana va acompañada del dolor. Desde el nacimiento hasta la muerte. Nace y ya es un bebé que llora. A la vez, con él quizá, la madre durante el parto también, y no es precisamente de gusto aunque luego fluyan otras lágrimas de alegría. En el otro extremo del paréntesis que cierra nuestra histórica existencia está la muerte, que hiere de congoja con solo pensar que llegará inevitablemente. Y entremedias, alegrías y dolores rubrican el tránsito temporal de todos los humanos. Las alegrías nos parecen cortas porque se “hacen” breves ante las penas.
Hay muchos tipos de sufrimientos: los reales y los inventados. Para el caso es igual. Los hay físicos y morales. Desde luego los que más hacen sufrir son los morales. Un ejemplo casero, si tenemos dolor de estómago y nos encontramos solos, sufrimos; pero desde el momento en que alguien querido nos acompaña, y más si llama al médico que ya viene de camino, el dolor se mitiga mucho. La compañía y la esperanza de curación es ya una terapia porque quita el dolor moral de la soledad.
Cuando el Papa visitó la India, nada más llegar, fue a abrazar los cuerpos esqueléticos y a bendecir los párpados casi cerrados de los enfermos que atienden las monjas de Teresa de Calcuta. Una mujer, tras saludar al Papa, falleció musitando: “Estoy sola, muy sola, vuelva otra vez”. En aquel viaje Juan Pablo II diría conmovido: “No puedo dar una respuesta completa, no puedo tampoco aliviaros vuestro dolor, pero estoy seguro de esto: Dios os ama con un amor infinito. Sois para Él seres preciosos”. Quizá por eso merezca la pena recordar a los acompañantes de los que sufren esta consideración: Dios les ama con un cariño superior y este Amor alivia siempre y a todos.
Hay dolores morales grandes de los que tenemos experiencia personal y cercana: miedos, fracasos, incertidumbres de futuro, soledad, desprecios, desequilibrios psicológicos, paro, limitaciones, incomprensiones, calumnias. Esto, más un largo etcétera que, unido al inmenso campo del dolor inventado por nuestra imaginación, consecuencia de las taras del pecado original y de los pecados personales cometidos después, cuestiona qué sentido tiene en la vida tanto dolor.
DIOS SACA MUCHO BIEN DEL DOLOR
Desde la creación, el hombre lleva en sí la semejanza de Dios. Esa semejanza produce en él un deseo implícito, consciente o no, de unión con Él, a pesar del pecado. Destinado a vivir con Dios, Cristo se revela como nuestro camino. El único mal es el pecado, no el dolor. El pecado aleja de Dios y sin Él el hombre pierde la clave de sí mismo y de su historia. La pérdida del sentido de Dios desemboca en la del pecado y se extravía de la meta de alcanzar la divina intimidad a la que fue destinado.Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre, ha vivido todo lo que constituye el valor de nuestra naturaleza humana. Toda su vida y todas sus palabras manifiestan la libertad con que asumió esa realidad para hacernos el don voluntario de entregar su vida por los hombres. Jesús, con su muerte revela que al final de la vida el hombre no está destinado a sumergirse en la oscuridad, en el vacío existencial, en la vorágine de la nada, sino que está invitado al encuentro con el Padre, hacia el que se ha movido en el camino de la fe y del amor durante toda la vida, y en cuyos brazos se ha arrojado con santo abandono en la hora de la muerte.
Dios permite el dolor físico y moral para el bien de los que le quieren, pero si se trata del mal moral, esto es, del pecado y de la culpa en sus diversas formas y consecuencias, incluso en el orden físico, este mal decidida y absolutamente Dios no lo quiere. El mal moral - no el dolor moral - es radicalmente contrario a la voluntad de Dios. Si este mal está presente en la historia del hombre y del mundo, y a veces de forma totalmente opresiva, si en cierto sentido tiene su propia historia, esto sólo está permitido por la Divina Providencia, porque Dios quiere que en el mundo haya libertad. Sólo la libertad capacita para merecer y nos quiere dar el Cielo como ganancia, no como limosna, en virtud de la alta dignidad con que nos ha creado.
Gracias a Cristo el universo material y espiritual hecho añicos por el pecado original ha sido recompuesto. En una ocasión me hicieron considerar cómo resolvió un niño pequeño la construcción de un puzzle que representaba el mundo. Aquel rompecabezas, troceado por demás, fue rápidamente resuelto porque en el reverso estaba también representado el Calvario. Aquel niño no sabía geografía, pero no le importó. Reconstruyó el puzzle por la lámina de Cristo crucificado - que sí sabía - y luego le dio la vuelta. Pensemos ahora que ésa sigue siendo la solución del hombre y del mundo dividido por el pecado: la Cruz de Cristo. Desde esta perspectiva, nuestros sufrimientos los veremos como son, es decir, como los ve y cómo los quiere Dios.
EL DOLOR DE UNOS POCOS "HUMANIZA" LA HUMANIDAD
Con ocasión de la apertura de una sus casas de atención a los pobres en Roma, preguntó a Teresa de Calcuta: “¿Qué es sacrificio, madre Teresa?” A lo que ella contestó: “Dar hasta que duele”. El consuelo lo da Cristo en la Cruz, sereno, sufriendo, perdonando, intercediendo por sus verdugos los hombres. Es decir, que sólo desde la Cruz de Cristo se capta el sentido y la alegría del eficaz poder Redentor que tiene nuestro dolor unido al de Cristo crucificado. Contemplar a todo un Dios hecho Hombre sufrir todas nuestras limitaciones, dolores, fatigas y angustias - a excepción del pecado - y, después, morir cruelmente con una indescriptible agonía, salvajemente maltratado y clavado brutalmente en la Cruz, nos deja atónitos. Pero de esa contemplación, dice el Papa, proviene la luz que ilumina el valor salvífico del dolor.
En la cruz de Cristo, en la unión redentora con Él, en el aparente fracaso del Hombre justo que sufre y que con su sacrificio salva a la humanidad, en el valor de eternidad de ese sufrimiento está la respuesta al sentido del dolor. Tiene un gran valor sobrenatural vuestro sufrimiento, decía a unos enfermos el Papa en una ocasión, y sois, además, una constante lección para todos nosotros, una lección que nos invita a relativizar tantos valores y formas de vida. Sois una lección que nos enseña a vivir mejor los auténticos valores, los del Evangelio, y a desarrollar la solidaridad, la bondad, la ayuda, el amor.
Por eso no consideréis inútil vuestro estado, que tienen para la Iglesia y para el mundo de hoy un gran sentido humanizante, evangelizador, expiatorio e impetratorio. Sobre todo si vosotros mismos adoptáis una actitud abierta, creadora dentro de lo posible y positiva, ante la acción de la gracia que actúa en vuestro espíritu. Él ha cambiado el sentido del dolor: debería ser un castigo por las culpas cometidas; en cambio, ahora, en el Señor crucificado, se ha convertido en materia de una positiva ofrenda al amor divino para la formación de una nueva humanidad.
Con gran ternura decía el Papa: amados enfermos; ofreced con amor y generosidad vuestros sufrimientos al Señor por la conversión del mundo. Es necesario que el hombre comprenda la gravedad del pecado, que es ofensa a Dios, y se convierta a quien lo ha creado por amor, y por amor lo llama a la felicidad eterna. Que bien encaja aquí la frase que, al parecer, dijo Churchil: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”.
EL CIELO NOS AGUARDA PARA SIEMPRE
La felicidad es como un arraigarse en el amor. La felicidad es un detenerse en el amor y, a la vez, hay como un movimiento de búsqueda hasta ese encuentro, pese al mal del pecado y al dolor de la muerte. El cristiano sabe que el fin de la vida es la felicidad. De hecho, la razón y la Revelación afirman categóricamente que ni el universo ni el hombre son autosuficientes y autónomos. La gran filosofía perenne demuestra la necesidad absoluta de un Primer Principio, increado e infinito, Creador y Señor del universo y del hombre. Y la Revelación de Cristo, Verbo encarnado, nos habla de Dios, que es Padre, Amor, Trinidad Santísima.
¿Para qué nos ha creado Dios? Y la respuesta es metafísicamente segura: Dios ha creado al hombre para hacerlo partícipe de su felicidad. Una felicidad ya en parte en el período de la vida terrena, y después totalmente en el más allá, en el Paraíso. No olvidemos que el cristianismo es un programa lleno de vida. Y ante la experiencia cotidiana del dolor y de la muerte, de la que se hace partícipe nuestra humanidad, la Iglesia repite incansable: “Creo en la vida eterna”. Y en esta dimensión vital se encuentra la realización definitiva del hombre en Dios mismo: “Sabemos que... seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es”, dice San Juan.
“En la casa de mi Padre hay muchas moradas... Voy a prepararos un lugar”. En esta certeza se funda la serenidad del cristiano de cara a la muerte. No se deriva de una especie de insensibilidad o de resignación apática ante este hecho como tal, sino de la convicción de que la muerte no tiene la última palabra en el destino humano, contrariamente a lo que parece. ¿Puede haber mayor alegría que la de contemplar a Cristo en su gloria? Nuestra eterna bienaventuranza consistirá precisamente en esta visión “cara a cara” del Verbo encarnado, en la luz de la Trinidad. Realmente la gloria de Dios es el hombre, son los hombres que viven esta plenitud de la vida que está en Dios y es de Dios. Estos hombres - los Santos - viven la plenitud de la verdad. Estos hombres permanecen unidos con el Amor en su misma fuente divina.
Por: Pedro Beteta
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