lunes, 5 de abril de 2010

EL PECADO PRINCIPAL


ECLESALIA, 05/04/10.- Se había ordenado hace mas de cuarenta años, y celebraba el sacrificio de la misa y sus funciones pastorales, con una continuidad en las formas que le habían sido transmitidas desde su formación de seminarista. Era reacio a los cambios bruscos y radicales, y sus funciones las ejercía dentro de perfiles casi escolásticos.

Por eso cuando se convocó al Concilio, sabedor de que su designio era remover los viejos credos, integrando la experiencia humana a los dogmas católicos, sintió pavor.

Solo lo consolaba el que la lengua oficial del acontecimiento ecuménico, era el latín.

Comenzaba el otoño, cuando ante él se presentó quien por decisión del Obispo, seria el sacerdote auxiliar de la parroquia.

Al verlo tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su contrariedad.

Era joven, no usaba sotana, y se le ocurrió que el cleisman, que era lo único que denotaba su condición de sacerdote, lo ostentaba solo para esa ocasión. No pretendía que tuviera la tonsura, pero su pelo abundante y desordenado, lo consideró al borde de la herejía.

Era alegre y jovial, lo que contrastaba con la seriedad solemne que el viejo presbítero siempre había tenido, y que él asumía como algo necesario a su estado clerical, y encontraba como natural a su autoridad.

Él lo saludo con respeto, y una amplia sonrisa que me desbordaba sus labios, y se transmitía desde sus ojos grandes y claros.

El anciano le extendió la mano, en gesto grave, y sin mas lo llevo a mostrarle cual sería su habitación.

Era pequeña, la luz del día entraba escasa por una diminuta ventana, el mobiliario era exiguo y de un color marrón oscuro.

Sobre su pequeña mesa de luz había una Biblia y un misal.

En las paredes, de color gris y con una pintura que descascarada revelaba su vejez, colgaba una figura de Jesús crucificado.

Nada más.

Con naturalidad y sin rodeos el joven le pidió permiso para hacerle algunas pequeñas modificaciones. Él asintió solo con un movimiento de cabeza, se dio vuelta y lo dejó.

En no más de quince días las paredes lucían un blanco brillante, la ventana había extendido su superficie dejando pasar la luz del sol, que resaltaba el nuevo color de las paredes.

Había quitado la imagen del Jesús sufriente y en su lugar lucia un rostro joven y gozoso de Cristo resucitado.

Junto a la Biblia y el misal, flores del campo de varios colores, esparcían un perfume suave y agradable.

Mientras el joven clérigo se ocupa de tareas en la parroquia, el viejo sacerdote se acerco con sigilo a ver las modificaciones, en forma inspectiva.

Apenas entro a la pieza la luz el sol, que se espejaba en la claridad de las blancas paredes, lo encegueció.

Bajó los párpados para protegerse de la luminosidad, y al momento un perfume – aún no había visto las flores - invadió sus aletargados sentidos.

El rostro de un Jesús, joven, y gozoso lo miraba.

Salió apresurado, cerrando la habitación con un portazo, que revelaba sonoramente su desagrado.

Se sentía con una nerviosa confusión. Estaba irritado pero más que eso le inquietaba su perturbada conciencia de lo que le acontecía. Cautivo de la costumbre, subió a su viejo auto, y a pesar de que tendría que recorrer un extenso trayecto, sin dudar un instante se dirigió al Obispado.

El prelado superior de la diócesis era muy respetado por sus virtudes teologales, pero más, por el profundo conocimiento que tenia sobre las conductas humanas. Lo escucho con profunda atención. Luego bajó su cabeza, meditó unos instantes, y sin hacerle ninguna pregunta, serenamente pero con firmeza, le dijo:
-Hermano, busque usted mismo las razones de su animosidad. Si las encuentra convérselas con su auxiliar y quede en paz, pero si no las halla – respiró hondamente - venga a confesarse

Poco a poco notó que los feligreses que concurrían a la misa que él oficiaba, eran cada vez menos.

Al contrario, las que correspondían al joven sacerdote, desbordaban de parroquianos, al punto tal que en ocasiones debía darlas con las puertas de la Iglesia abierta de par en par, porque los asientos no podían acoger a tantos concurrentes, y afuera, de pie, muchos seguían la ceremonia.

Un día, no pudiendo explicarse ese misterio, decidió asistir a una misa del joven, cuidándose de no ser visto.

Muy cercano a la entrada del templo, a pocos metros de una de las salidas de la casa parroquial, había un confesionario, dentro del cual tantas veces oyó las revelaciones de los pecadores.

En su interior se sentó para ver por el enrejado lo que sucedía. Sabia que nadie notaria su presencia, porque el joven sacerdote realizaba muy excepcionalmente ese sacramento, y cuando lo hacia, su extraña forma de practicarlo era sentado y conversado despreocupadamente con el penitente.

A pesar de que era una mañana clara, el templo estaba casi en penumbras, porque el anciano prefería prender siempre las luces artificiales, sin consideración de la hora de la liturgia. De alguna manera ello combinaba con la oscuridad del recinto aislado del confesionario, y con su negra sotana.

Poco antes de comenzar la celebración vio entrar a dos personas, que recorriendo las paredes laterales, iban abriendo de par en par todas las ventanas.

Por ellas penetró la luz resplandeciente del sol matinal, junto con el suave perfume de los pastos frescos y las flores nativas.

Después contempló con asombro el ingreso de varios jóvenes, que entraron con guitarras, flautas y platillos y se sentaron a un costado del altar.

Enseguida se abrieron las puertas del templo, y rápidamente los fieles lo colmaron. El joven sacerdote entró. Lucía solamente un alba blanca, ajustada a la cintura. Hizo la señal de la cruz bendiciendo a los presentes, y salteándose la primera contrición, pidió a quien estuviera dispuesto, a hacer las dos primeras lecturas.

Luego él se dispuso a proclamar el evangelio.

Muchos de los fieles apegados a la vieja costumbre se arrodillaron prestamente. Él los invito a quedarse de pie.

Terminada la lectura bajó del altar y desplazándose entre el pasillo central que separaba las dos filas de bancos, comenzó la homilía alzando sus brazos a lo alto.
-Bienvenidos a la fiesta - comenzó diciendo - que es el aliento de la vida de los cristianos y el verdadero sentido de la celebración. Jesús prometió que cuando dos o tres se reunieran en su nombre, él estaría en medio de ellos. Confiemos que está aquí en medio de nosotros. No es el de la sufriente figura de la cruz, que ven detrás del altar. Ese fue en un momento, muy atrás en el tiempo. Luego nunca mas. Recuerden siempre la advertencia del ángel fulgurante a las mujeres frente a su sepulcro. ¿Porque buscan entre los muertos al que vive? Resucitó no está aquí.

Por eso es que festejamos hoy - dijo exultante - su presencia entre nosotros. Líbrense de los protocolos culturales de una liturgia que los aprisiona. Solo la fiesta los libera de la traba. Dejen detrás todo sentimiento de culpa. Tan solo cambien de actitud y recibirán el reino. Olviden los tabúes de las convenciones que solo encarcelan. No desconozcamos el dolor que impera en el mundo, pero afirmemos, no por convicción teológica, sino por un instinto vital, que Dios ya lo ha vencido. No hagamos de esto un espectáculo de devociones dulzonas, sino de afirmación trascendente de nuestra esperanza. No reduzcan la fe a los lindes de este templo, ni a un día de la semana, porque ella no se reduce ni al lugar ni al calendario. Sirvamos a la exuberancia de la vida. Suenen los himnos de los instrumentos

Al instante comenzaron las guitarras, los platillos, y las flautas acompañados por las palmas del sacerdote, y poco a poco de todos los fieles acompañando la armonía de la música.

La alegría desbordaba los límites del templo, y aquellos sonidos abrazaban sus alrededores.

Luego de un tiempo prolongado y gozoso los instrumentos dejaron de oírse.

Era costumbre del celebrante culminar su discurso con la intervención de los fieles, sin la cual - había enseñado él - no podía darse por acabada la homilía.

Entonces muchos intervinieron, y él respetó cada opinión, limitándose pocas veces a hacer algunas aclaraciones.

Una mujer, de avanzada edad, que siempre permanecía en silencio, olvidando sus miedos por aquella entusiasta arenga de libertad que les había transmitido el sacerdote, después de unos segundos de haber hablado el último, se animó a dar su opinión con una pregunta:
-“Padre – dijo - usted siempre nos proclama una verdad de una forma para nosotros nueva. Con ella venimos a sus celebraciones con entusiasmo, y aún se acercan a ella muchos que no concurrían al templo. Pero desde que comenzó en lenguaje de alegría, no he dejado de pensar en el pecado original, y si el no nos limita para asumir la realidad gozosa que nos comunicó en sus palabras

El joven clérigo quedo pensativo. Él tenía clara posición sobre el asunto, pero era conciente de que debía responder con mesura, a una cuestión que desde siglos se transmitía.Hablo lentamente, dirigiéndose a todos. Sabía que muchos se habían planteado la misma duda que esa mujer expresó.
-Hermanos, es bueno que sepan, que hace muchos años, algunos teólogos viendo el irrefrenable avance de las tropas de los invasores bárbaros, ante las cuales las provincias romanas caían indefensas, atribuyó al pecado original de Adán, el haber sentenciado a la humanidad a la condenación eterna. Esa creencia se extendió bajo el principio de autoridad de los encumbrados exponentes de tal doctrina. Luego, según la cátedra de la Iglesia, ese pecado pasaba a cado uno de nosotros en el momento del nacimiento. Yo no puedo concebir la teoría de la transmisión fisiológica de una original caída - dijo con tono más fuerte -. Es solo un símbolo, como tantos otros que se desarrollaron por los que afirmaban la historicidad literal de la Escritura. Esa nefasta interpretación denigra la bondad de Dios. Bajo ella laten los conceptos de culpa y expiación, que impiden el crecimiento de la fe. Solo se sigue afirmando hoy por pesada inercia de los siglos. A nosotros nos comete borrar del subconsciente colectivo esa trágica teoría. También la que llega a presentar Dios, que es puro amor, como una especie de ser sádico, semejante a los mitológicos, capaz de desangrar a su hijo para darse a sí mismo una reparación.
Se detuvo. Luego como pretendiendo que su mirada los abarcara a todos sentenció:
-Si así vemos las cosas la redención sería un acto mercantil

Desde la penumbra de su recinto aislado, el viejo sacerdote ya no podía soportar más. Se sentía invadido por un enfado que forma irrefrenable llegaba hasta la ira. Era algo vital que le superaba. Sin embargo dolorosamente tenía que admitir que los fieles estaban agradados, y seguramente sus homilías ya no convocarían más que a una menguada feligresía. Pero como era un hombre justo, sabia que eso podía provocarle contrariedades, pero no eran las razones que le había pedido el Obispo que encontrara.

El desasosiego y la tribulación que crecían en él debían tener otra causa, que no acertaba a descubrir.

El joven sacerdote, seguía con su sermón dialogado.

Se había detenido un momento, para que todos pudieran asimilar su mensaje.

Luego continuó:
-Los pecados son individuales, y los agravios a la ley de Dios solo pueden nacer de aquellos que con conciencia y voluntad los cometen - Y preguntó - ¿Cuándo aparece en la escritura, por primera vez el pecado así entendido?”
Hubo unos instantes de silencio. Luego uno contestó:
-Cuando Caín mata a Abel
-Muy bien, muy bien respondió el joven sacerdote - e inquirió - ¿Y a causa de que un hermano derramo la sangre del otro?”
El mismo que había respondido al instante contestó:
-Porque sintió envidia de que la ofrenda de Abel agradara a Dios mas que la suya
El sacerdote le señaló:
-Has dicho bien. Ese es el primer pecado que narra la Biblia y nace de la envidia. Es un pecado capital, porque de él se derivan muchos de los graves pecados de los hombres - Luego como un torrente sin pausa, continuó - es el más mezquino de los vicios, se arrastra por el suelo como una serpiente, es un sentimiento que solo produce en el que lo padece, una insalvable amargura y lleva al envidioso a un verdadero suplicio

Al escuchar las últimas palabras del joven clérigo, al anciano todo se le aclaró.

Salió rápidamente sin preocuparse de que alguien lo viera.

Subió a su viejo auto, y a pesar de que tendría que recorrer un extenso trayecto, sin dudar un instante, se dirigió al Obispado.

Conducía a la mayor velocidad posible, nervioso y compungido. Era un buen hombre. Sus ojos se enrojecieron y las lágrimas corrieron por su rugoso rostro.

El Obispo lo vio llegar a través de la ventana que tenia delante de su escritorio.

Se adelantó a recibirlo. Vio el estado en que venía y lo comprendió todo.

Luego sin decir palabra, lo tomó cariñosamente de un brazo, y guiándole lentamente al interior de la capilla, se sentó junto a él, y comenzó el sacramento de la confesión.
Hugo A. de los Campos

(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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