Los Evangelios de estos primeros días del tiempo litúrgico Pascual, nos presentan las apariciones de Cristo resucitado ante sus testigos.
Unos testigos, por cierto, nada inclinados a creer, más bien recelosos frente a las primeras noticias de la Resurrección, que reaccionan positivamente sólo cuando se ven ganados por la evidencia. Como dirá San Pedro más tarde: «comimos y bebimos con Él después de resucitado de entre los muertos» (Hch 10, 41).
Cristo resucitado, Cabeza de la Iglesia.
A partir de ese testimonio de los Apóstoles, la Iglesia a través de los siglos, sigue anunciando una Resurrección inseparable del misterio de la Cruz. Porque Cristo, que es nuestra Cabeza ha resucitado, pero los cristianos vivimos todavía en la tarde del Viernes Santo. Con certeza de que la victoria puede estar en nuestras manos si no nos oponemos al designio de Dios pero sabiendo también que la victoria definitiva solamente la poseemos en esperanza. Esperanza que convive con las injusticias, el dolor, la muerte… con todos los frutos de la limitación y del pecado. Esperanza que no carece de sentido porque poseemos las primicias de lo que esperamos: la gracia de Dios que recibimos ordinariamente por medio de la Iglesia.
El misterio de Cristo resucitado es también el corazón del misterio de la Iglesia. No se puede entender de ningún modo lo que significa la Iglesia en el mundo si se la concibe únicamente como una sociedad de hombres que coinciden en un programa de acción, por muy elevada que ésta sea; o si se concibe al mismo Cristo únicamente como un fundador en quien vemos únicamente al modelo o al ejemplo a quien imitar exteriormente.
Gracias a la presencia de Cristo resucitado, la Iglesia es más que nosotros. Nadie, ni una persona ni un grupo, puede agotar la realidad de la Iglesia ni identificarse con ella: somos o pertenecemos a la Iglesia, pero nosotros no “somos” la Iglesia. Ni para lo bueno ni para lo malo ¡Cuántas veces se apela a nuestros pecados y defectos para echar barro sobre el rostro de la Iglesia! Y sin embargo, precisamente por esa presencia de Cristo la Iglesia es santa. Pecadores, nosotros; madre y santa, a pesar de todo, la Iglesia.
¿Iglesia santa y pecadora?
Representantes de la teología radical y neomodernista han puesto en circulación una consigna que se oye con frecuencia: que la Iglesia es pecadora, a manera de una nota paralela a la de su santidad, y por ello debe arrepentirse y pedir perdón de los pecados cometidos.
La Santa Iglesia, en cuanto tal, no es ni puede ser pecadora. Pecadores somos los hombres que de Ella formamos parte. Por eso, contra esta corriente el Cardenal Giacomo Biffi, Arzobispo de Bologna, publicó un estudio para demostrar que la Iglesia es santa y no puede tener ninguna mancha: ella se entristece y reza por sus hijos caídos en pecado, pero permanece inmaculada. El estudio de Biffi es, pues, de gran importancia, ya que recuerda valientemente una verdad implícitamente negada por muchos (cfr. Giacomo Biffi: “Casta meretriz”. Saggio sull´ecclesiologia d´sant´Ambrogio, Piemme, Casale, 1996, 60 pág.).
Recuerda el teólogo Romano Amerio que es dogma de fe que la Iglesia es santa, pero la definición teológica de esa santidad es ardua y por eso en la Summa theologica III, q.8, a.3 ad secundum y en el tridentino Catechismus ad parochos (en la sección del Símbolo) se explica porqué el pecado de los bautizados no impide la santidad de la Iglesia. «Es claro, pues, que la Iglesia es santa por ser el cuerpo de Cristo, por quien es santificada y con cuya sangre continuamente se purifica» (Catecismo Romano).
-En primer lugar la Iglesia es objetivamente santa porque es el cuerpo cuya cabeza es el hombre-Dios.
-En segundo lugar es objetivamente santa porque posee la Eucaristía, que es por esencia el Santísimo y el Santificante: todos los sacramentos son una derivación eucarística.
-En tercer lugar es santa porque posee de modo infalible e indefectible la verdad revelada.
«Y en esto debe colocarse el principio mismo de la apologética católica: la Iglesia no puede exhibir en su curso histórico una irreprensible serie de acciones conforme a la ley evangélica, pero puede alegar una ininterrumpida predicación de la verdad; la santidad de la Iglesia debe buscarse en ésta, no en aquélla. Por eso los hombres que pertenecen a la Iglesia predican siempre una doctrina superior a sus hechos. Nadie puede predicarse a sí mismo, siempre deficiente y prevaricador, sino sólo volver a enseñar la doctrina enseñada por el hombre-Dios: o más bien, predicar la persona misma del hombre-Dios. Por consiguiente, también la verdad es un constitutivo de la santidad de la Iglesia, ligada perpetuamente al Verbo y perpetuamente contraria a la corrupción, incluida la propia.
La santidad de la Iglesia se revela también, en una manera que se podría decir subjetiva, en la santidad de sus miembros es decir, de todos aquéllos que viven en gracia como miembros vivos del Cuerpo Místico. En modo eminente y evidente aparece después en sus miembros canonizados, a quienes la gracia y sus propias obras impulsaron hacia grados verticales de la virtud. Y señalaré una vez más que esa santidad no desapareció ni siquiera en los períodos de mayor corrupción de la sociedad cristiana y del estamento clerical: por citar algunos ejemplos, en el siglo de la depravación paganizante del Papado florecieron Catalina de Bolonia (+ 1464), Bernardino de Feltre (+ 1494), Catalina de los Fiescos (+1510), Francisco de Paula (+ 1507), o Juana de Valois (+ 1503), aparte de muchos reformadores como Jerónimo Savonarola (+ 1498)
[…] No son los cristianos quienes hacen santa a la Iglesia, sino la Iglesia a los cristianos. La afirmación bíblica de la santidad irreprensible de la Iglesia “non habentem maculam aut rugam [sin mancha, ni arruga, ni nada semejante]" (Ef. 5, 27) conviene sólo de manera parcial e incipiente a la Iglesia temporal, aunque también ella es santa. Todos los Padres refieren esa irreprensibilidad absoluta no ya a su estado peregrinante e histórico, sino a la purificación escatológica final» (Romano Amerio, Iota Unum).
Ángel David Martin Rubio
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