Ahora que acaba de llegar la Pascua de Resurrección, me viene a la mente la sempiterna discusión que tengo con un gran amigo, acerca de la inevitabilidad de que Cristo muriera por nosotros, y me encantaría hacer partícipes de ella a nuestros queridos lectores, para que nos iluminen a los dos con sus opiniones.
No sé si a muchos tendrán la sensación que tengo yo al final de la Cuaresma, cuando llega la Pascua y el Señor te “pilla” con los deberes a medias, y con mil buenos propósitos incumplidos, y te das cuenta de que por mucha Cuaresma y mucha penitencia que te propusieras, al final como no venga Él y te salve no tienes nada que hacer.
Es una sensación de niño en brazos de su padre, el cual llega como el Séptimo de Caballería justo a tiempo para salvarte, y no puedes más que dejarle rescatarte del lío en el que te has metido. Sienta bien acoger la gratuidad de la salvación, por más que duela ese orgullo religioso que uno tiene que te hace sentir justificado farisaicamente a la menor cosa buena que haces.
El caso es que en el misterio de la redención nos encontramos de frente con el misterio del pecado, y por más que nos pese, no encontramos la una sin el otro. En palabras de la liturgia de la Vigilia Pascual: “¡Oh feliz culpa que nos mereció tal redentor!”.
En un libro de anécdotas de colegios se recogía la siguiente pregunta de una maestra a los niños: “¿Qué necesitamos para que Dios nos perdone?”, a la que uno de ellos respondió con una lógica aplastante: “Que pequemos”.
Ser perdonado sienta muy bien, pero si encima al ser perdonados Cristo nos ganó la filiación adoptiva, el ser hijos de Dios por adopción, lo que está claro es que al final acabamos mucho mejor de lo que estábamos cuando andábamos empecatados.
El caso es que si el pecado era necesario para llegar al gozo del perdón y la resurrección, sería hasta legítimo preguntarnos si las cosas pudieran haber sido de otra manera, y aquí entra la discusión bizantina con mi amigo.
Para él la pasión de Cristo fue la consecuencia de la no aceptación del mensaje y la persona de Cristo. En otras palabras, la Humanidad era libre de haber aceptado a Jesucristo, y de haberlo hecho nos habríamos ahorrado la pasión. De esta manera el Reino de Dios habría sido instaurado entre nosotros ante la respuesta positiva de la gente.
Para mí esto es metafísicamente imposible, pues por nuestra condición de pecadores estábamos incapacitados de aceptar a Dios, y es precisamente por eso por lo que muriendo Jesucristo se rompen las cadenas que nos atan.
De alguna manera mi amigo tiene algo de “rousseauniano” al creer en la capacidad de bien de la gente, y yo me sitúo en la visión católica que nos dice que el “fomes pecati”, la tendencia al pecado, está ahí y pesa, pues necesita ser redimida.
No sé si a muchos tendrán la sensación que tengo yo al final de la Cuaresma, cuando llega la Pascua y el Señor te “pilla” con los deberes a medias, y con mil buenos propósitos incumplidos, y te das cuenta de que por mucha Cuaresma y mucha penitencia que te propusieras, al final como no venga Él y te salve no tienes nada que hacer.
Es una sensación de niño en brazos de su padre, el cual llega como el Séptimo de Caballería justo a tiempo para salvarte, y no puedes más que dejarle rescatarte del lío en el que te has metido. Sienta bien acoger la gratuidad de la salvación, por más que duela ese orgullo religioso que uno tiene que te hace sentir justificado farisaicamente a la menor cosa buena que haces.
El caso es que en el misterio de la redención nos encontramos de frente con el misterio del pecado, y por más que nos pese, no encontramos la una sin el otro. En palabras de la liturgia de la Vigilia Pascual: “¡Oh feliz culpa que nos mereció tal redentor!”.
En un libro de anécdotas de colegios se recogía la siguiente pregunta de una maestra a los niños: “¿Qué necesitamos para que Dios nos perdone?”, a la que uno de ellos respondió con una lógica aplastante: “Que pequemos”.
Ser perdonado sienta muy bien, pero si encima al ser perdonados Cristo nos ganó la filiación adoptiva, el ser hijos de Dios por adopción, lo que está claro es que al final acabamos mucho mejor de lo que estábamos cuando andábamos empecatados.
El caso es que si el pecado era necesario para llegar al gozo del perdón y la resurrección, sería hasta legítimo preguntarnos si las cosas pudieran haber sido de otra manera, y aquí entra la discusión bizantina con mi amigo.
Para él la pasión de Cristo fue la consecuencia de la no aceptación del mensaje y la persona de Cristo. En otras palabras, la Humanidad era libre de haber aceptado a Jesucristo, y de haberlo hecho nos habríamos ahorrado la pasión. De esta manera el Reino de Dios habría sido instaurado entre nosotros ante la respuesta positiva de la gente.
Para mí esto es metafísicamente imposible, pues por nuestra condición de pecadores estábamos incapacitados de aceptar a Dios, y es precisamente por eso por lo que muriendo Jesucristo se rompen las cadenas que nos atan.
De alguna manera mi amigo tiene algo de “rousseauniano” al creer en la capacidad de bien de la gente, y yo me sitúo en la visión católica que nos dice que el “fomes pecati”, la tendencia al pecado, está ahí y pesa, pues necesita ser redimida.
La discusión es sumamente interesante, aunque para mi parecer esté sentenciada con las palabras del propio Jesucristo, camino de Emaús, en Lucas 24,26: “¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?”.
Un simple vistazo a este mundo - cotejado con mi mundo interior y mi ser de pecador - me inclina a pensar que el problema del mal y del pecado es precisamente un problema de falta de libertad, del que sin la ayuda divina, no podemos liberarnos por nuestras propias fuerzas.
Personalmente la Pascua de resurrección que ahora celebramos me resulta inseparable del la Cuaresma que la precede, y del sufrimiento del propio pecado y la propia indigencia existencial, que se tornan en alegría al sabernos salvados por Él.
Así que ahí va la pregunta, para que gente más docta y más teóloga aporte su granito de arena, y así de paso reflexionemos sobre el misterio tan grande que es la Redención, en la que el mal se torna en bien y la muerte en victoria, de una manera sorprendente y maravillosa.
José Alberto Barrera
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