Como es bien sabido, el martes de la semana pasada ha tenido lugar en el salón de los derechos humanos de la sede de Naciones Unidas de Ginebra, el IV Congreso contra la pena de muerte, evento que me ha dado ocasión a preguntarme qué es lo que sostiene la Iglesia sobre la pena de muerte.
Pues bien, la respuesta viene claramente marcada en el Catecismo de la Iglesia Católica actualmente vigente el cual fue aprobado en 1997, en cuyo apartado 2267 se dice lo siguiente: “La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana”.
En idéntica dirección, - de hecho se trata de un documento coetáneo -, se pronuncia la Encíclica Evangelium Vitae, donde Juan Pablo II deja escrito lo siguiente: “En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone «tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta». La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse. Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo”.
Terminando de este modo: “Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes”.
Lo que quiere decir que más allá de una cláusula de salvaguarda pensada tal vez para sociedades que se hallan en situaciones excepcionales, la Iglesia se cuenta entre las instituciones que condenan taxativamente la pena de muerte.
Luis Antequera
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