Me hallaba sentada ante un ventanal con vista al parque, como todos los días, ya que me fascina observar a las aves que acuden cada mañana al lago.
Pero sobre todo, me deleitaba mirando a los patos y a los gansos deslizarse con una gracia y facilidad tan natural, cual bailarines sobre la superficie del agua.
Al contemplar su danza, transmisora de paz y felicidad, hasta notaba cierto aire de despreocupación. Casi sentía que me desafiaban a emular esa misma paz y tranquilidad en medio de este convulsionado mundo. Pero la verdad es que la vida viene envuelta en una maraña de situaciones difíciles y dolorosas ante las cuales nos preguntamos: ¿Cómo poder ser como aquellos patos y gansos sobre el agua?
Estando absorta en esta linda vista de la naturaleza, fui sacudida de repente al observar a unos desposeídos que pasaban por un caminito aledaño con cargas - o mejor dicho sus posesiones - a cuestas. Tal parecía que les pesaba más la carga de la vida que vivían que el peso de sus posesiones.
Se notaba que iban sin ningún destino marcado en sus agendas… no había citas en una oficina a las que acudir. En una banca mas allá estaba sentado un hombre lleno de canas, con su cabeza entre sus manos, y junto a él, una maleta grande que parecía nueva.
Casi podía oírla preguntarle a su dueño: “¿Hacia dónde vamos?” Pienso que aquel hombre no tenía respuesta alguna.
No sé si le ha pasado alguna vez que cuando uno ve cosas que parecen comunes y corrientes, como que se vuelven tan repetitivas que no las notamos. Sin embargo, algo me ocurrió esa mañana al contemplar al hombre en la banca.
En un instante me detuve y le comenté a mi esposo:
-“Algo en mi interior se ha estremecido al ver a ese hombre; no sé qué es”
Sentía tristeza por el anciano y le pedí a mi esposo que levantásemos una plegaria a Dios, algo que hicimos de inmediato. No creo que jamás sabré, de este lado del cielo, qué pasó con él, pero sé que Dios hizo algo maravilloso.
Lo que traigo a colación es que, de los miles de desposeídos que deambulan por las calles de las ciudades, sin importarles la estación del año, hay una gran cantidad que se hallan en esa condición porque sus familiares no los estiman ni los aman. Esto ha llevado a esos familiares a no “perder” su tiempo ni su dinero en esto seres que se han convertido en una carga. Les ven como personas que ya no aportan o, como dijera alguien, “no se merecen ayuda alguna”, y son echados de casa.
En nuestra plegaria, le pedíamos al Señor Jesucristo que se hiciera cargo de cada una de estas vidas y que ojalá pudieran llegar a encontrar refugio y calor bajo Sus alas, como seguramente lo hallaba el patito que nadaba en fila detrás de su mamá pata. Como dice la Palabra de Dios en Salmos 36:7, “¡Cuán preciosa, o Dios, es tu misericordia! Por eso los hijos de los hombres se amparan bajo las sombras de tus alas”.
Anita de Irigoyen
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