La semana pasada lleve a mí hijo a comer a un restaurante.
Mi hijo de dos años me preguntó si podía bendecir la mesa antes de comer lo que nos habían traído. Mientras inclinamos nuestras cabezas, y plegamos nuestras manos, mi niño dijo:
-“Dios es bueno, Dios es grande. Te doy gracias por los alimentos que vamos a comer y te agradecería aún más si mamá nos da helado como postre. Y que haya libertad y justicia para todos. Amén”
Junto con algunas risas que provenían de las mesas de a lado, escuché a una mujer decir:
-“Eso es lo malo de este país. Los niños de hoy ni siquiera saben como orar. ¿Preguntarle a Dios por un helado? ¡Que tontería!”
Al escuchar tan duro comentario, mi hijo rompió a llorar y me preguntó si había hecho algo malo y si Dios estaría molesto con él. Lo abracé y sequé sus lágrimas diciéndole que había hecho un magnífico trabajo y que Dios de ninguna manera estaría molesto con él.
Tan pronto acabe de decir estas palabras cuando un anciano se aproximó a nuestra mesa. Le hizo un pequeño guiño a mi hijo, se agachó a su costado y le dijo:
-“Estoy seguro que Dios pensó que fue muy buena tu oración”
-“En verdad" - respondió mi hijo.
-“Totalmente seguro”
Luego en susurros le dijo:
-“Es lamentable que ella - señalando a la mujer con el dedo - nunca le pida a Dios por un helado. A veces, un poco de helado es bueno para las almas”
Naturalmente compré helados para mi hijo para el postre. Luego de terminar su helado mi hijo se quedó un poco pensativo e hizo algo que nunca olvidaré por el resto de mi vida.
Sirvió un poco de helado en uno de los platos que había sobre la mesa y sin pronunciar ni una sola palabra camino por el restaurante y se paró frente a la señora.
Con una gran sonrisa le dijo:
-“Esto es para usted. A veces, el helado es bueno para las almas y la mía ya tuvo suficiente”
Blanca Morales
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