martes, 14 de abril de 2009

LA INVOCACIÓN DEL NOMBRE DEL SEÑOR


«Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador»

Son muchos los Padres del desierto que parecen recomendar invocaciones semejantes a lo que sería finalmente la oración a Jesús. Un tal Macario, cuya precisa identidad todavía se discute, aunque algunos piensan que vivió en el siglo IV, sería uno de ellos. Diversas sentencias, escritos, y cincuenta homilías son atribuidos al tal Macario sin que los expertos terminen de ponerse de acuerdo sobre la identidad del autor o autores ni sobre el alcance de las atribuciones.

En el Ciclo copto de apotegmas de Macario (¿s. VII-VIII?) se puede leer: «Bienaventurado aquel que persevera, sin cesar y con contrición del corazón, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo». Y, en una enseñanza que parece ir más allá de la mera plegaria monológica, se recomienda «poner atención en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo cuando tus labios están en ebullición para atraerlo, pero no trates de conducirlo a tu espíritu buscando parecidos. Piensa tan sólo en tu invocación: Nuestro Señor Jesús, el Cristo, ten piedad de mí».

Según el mismo Ciclo copto, Macario le habría aconsejado a Evagrio Póntico (345-399), quien al parecer estuvo hacia el 383 en el desierto de Nitria y unos años después en el de Las Celdas, entre el Cairo y Alejandría, permanecer siempre firme en el Señor, «pues no es fácil decir a cada respiración: Señor Jesucristo ten piedad de mí; yo te bendigo mi Señor Jesús, socórreme». Existen algunos lugares comunes sobre la oración entre las sentencias del Ciclo copto y otros escritos atribuidos a Macario, salvo la expresa invocación del nombre del Señor como en ellas aparece y que por su formulación permitiría aceptar una fecha posterior al siglo IV para esas sentencias.

En un texto atribuido a Evagrio se dice: «A cada respiración agregad una sobria invocación del nombre de Jesús y la meditación de la muerte y la humildad». El mismo texto aparece en un escrito de Hesiquio de Batos, del que se hablará más adelante. La opinión de Ireneo Hausherr sobre el texto de Hesiquio es que se está ante una metáfora, no todavía ante una técnica de respiración psico-física. De ser así habría que decir lo mismo de los textos del Macario del Ciclo coptoy del atribuido a Evagrio.

Diadoco, obispo de Fótice (m. c. 468), es partidario de la purificación interior por la sanante memoria del Señor Jesús, meditando incesantemente en este glorioso nombre en las profundidades del propio corazón. En una ocasión enseña: «Si un hombre empieza a progresar cumpliendo los mandamientos e incesantemente llamando al Señor Jesús, entonces el fuego de la gracia divina lo impregnar, incluso a los sentidos exteriores del corazón». En otro pasaje afirma: «El intelecto, cuando hemos cerrado todas sus salidas por el recuerdo de Dios, exige, absolutamente, una actividad que ocupe su diligencia. Se le dará entonces el Señor Jesús por única ocupación y para que responda por entero a su fin». Las condiciones ascéticas y morales como requisito para el ejercicio del Nombre se perciben, por ejemplo, cuando dice: «Si el alma es turbada por la cólera, oscurecida por los vapores de la ebriedad, o atormentada por una tristeza malsana, el intelecto no será capaz de convocar la viva memoria del Señor Jesús, ni forzándolo».

Aun cuando Diadoco no parece conocer la fórmula de la oración, sus reflexiones sobre el uso del nombre del Señor, así como su teología bautismal por la que el hombre recupera la plenitud de la imagen, y la cooperación a la gracia para alcanzar la semejanza perdida y la unidad de su ser, constituyen pasos que van haciendo el ambiente para el nacimiento de la oración.

Barsanufio, el egipcio, y Juan de Gaza (s. VI), de quienes conservamos sus cartas espirituales, plantean una estrategia ascética para combatir los malos pensamientos mediante el recurso al nombre de Jesús, ya que el mejor medio de lucha es confiar, desde nuestra impotencia, en Aquél que nos da la victoria: «Cuando durante la salmodia, la oración o la lectura, te viene un mal pensamiento, no le prestes atención sino más bien concéntrate más en la salmodia, la oración o la lectura. Si el mal pensamiento persiste esfuérzate en invocar el nombre del Señor y el Señor te auxiliará y suprimirá las astucias de los enemigos». Y en otra ocasión: «cuando el ardor de la batalla aumenta, también tú aumenta tu fuerza clamando: Señor Jesucristo! ¡Tú ves mi debilidad y mi aflicción, ayúdame y líbrame de quienes me persiguen (Sal 142, 6); a Ti acudo para refugiarme (Sal 143, 9)!'». Al hablar de la dispersión de la mente, se lee que uno debe recogerse diciendo: «Señor, perdóname en consideración del santo nombre». A pesar de las características que hemos podido apreciar, como parece obvio, aún no estamos ante la fórmula que luego cristalizará sino ante una devoción oracional al nombre del Reconciliador.

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