JOSEPH LEBÈZE QUERÍA SUICIDARSE PERO CONOCIÓ A UN JOVEN ENFERMO QUE «LE LLEVÓ A CONOCER A UN PADRE»
Joseph Lebèze fue ordenado sacerdote el 27 de junio
de 2020 por Michel Aupetit, entonces arzobispo de París.
"El día antes
de cumplir los 8 años vi a mi padre matar a mi madre", así de impactante comienza el testimonio del sacerdote Joseph
Lebèze en LaVie. "Gracias a la misericordia de Dios", el
francés pudo perdonar, bautizarse y llegar a ordenarse como
cura.
"Fue como la
pantalla del hospital cuando una persona está a punto de morir: de repente la
fluctuación cesa y da paso al silencio. Esto es lo que experimenté. Mi vida se
detuvo. Me pusieron en una familia de acogida que no me quería. Lo más
duro es el desamor, es horrible. Un niño, o un adulto, que no sonríe, con quien
nadie habla, se está muriendo él solo", relata el
sacerdote.
CAÍDA
A LOS INFIERNOS
Esta falta de cariño de la que
habla le hizo ponerse una coraza. "Perdí mi
humanidad al tratar de ocultar a los demás que no me encontraba bien. Era una
lucha constante: tenía que demostrar a esta familia que yo era
una buena persona. Quería aguantar, quería resistir. Hasta que la
dejé al cumplir los 18 años", recuerda.
Para aquel entonces, el joven
Joseph ya era panadero y pastelero. "Mi jefe
se comportó como un padre conmigo. Pero, lamentablemente, no entendí su
actitud, me asfixiaba. Yo, que nunca había sido amado, me
encontré de frente con alguien que me amaba, pero aquello me
desestabilizó", reconoce.
Joseph era muy tímido, incluso
retraído. Su padre era alcohólico y, poco a poco, él fue tomando el
mismo camino. "Los amigos me
dejaron al mes, culpándome de 'ya no ser el mismo'. Incluso mi jefe ya no podía
confiar en mí. No tenía dinero, no me quedaba nada, lo perdí todo",
comenta. De hecho, estuvo sin hogar, viviendo en la calle, durante tres años.
"En la calle
me encerré en mí mismo, como una concha. Ya no quedaba nada, me sentía patético,
inútil. ¿Para qué vivía? Deseaba morir, quería suicidarme. Mi vida no
tenía sentido", confiesa.
Pero, Joseph veía pasar a hombres
que le intrigaban mucho, que no vestían como los demás. Un día, uno de ellos,
se detuvo y le dijo: "Sé que tengo que atenderte
ahora". "Me explicó que era sacerdote, pero eso no significaba nada
para mí, ¡no sabía nada al respecto! Pero, confié en él y dejé que me
cuidara. Me mandó a desintoxicar: pasé por tres abstinencias", dice.
"Al
salir del tratamiento, un sacerdote me confió la misión de acompañar a un joven
paralítico llamado Benoît. El joven de 16 años quedó
tetrapléjico tras un accidente. Yo no lo entendía, porque se había tirado a una
piscina, estaba paralizado, y después de eso ¡todavía creía en Dios! Aquello me
hizo pensar mucho, me dije que no era posible. O estaba loco o era
verdad", relata.
Joseph asistió entonces con
Benoît a su primera misa. "Cuando vi a un
hombre con un vestido blanco y un pañuelo en el cuello, le dije a Benoît: '¡Es
carnaval!'. Lo vi rezar y me dije que tenía que intentarlo. Así que pedí el bautismo.
El obispo autorizó que fuera bautizado a los tres meses, sabían que era ahora o
nunca. Luego tuve dos años de preparación para la confirmación, pudiendo
ponerme al día con lo que no había hecho antes del bautismo".
Después de cuidar a Benoît, el
futuro sacerdote conoció la familia de la Iglesia. "Vivía
en mi apartamento, amueblado por los feligreses. Fui elegido para liderar un
grupo carismático de oración y comencé a encontrar la paz. La parroquia me
acogió sin ser juzgado. Me dejaron ser como era, sin intentar hacerme
un católico 'de verdad'. No se me impuso nada, a diferencia de
lo que había vivido en mi familia de acogida o en la panadería",
cuenta Joseph.
Entonces, empezó a darse cuenta
de que vivir valía la pena. "Un feligrés me
llevó a un retiro y el sacerdote que predicaba nos habló del Padre... La
palabra 'padre' era imposible para mí, no podía oírla. Pero, el
sacerdote conocía un poco mi pasado y me aseguró que no podía vivir con tanto
sufrimiento".
EL
RESURGIR
"'¿Te das
cuenta de todo lo que llevas cargando desde aquel día? Me gustaría que al final
de la semana depositaras todo este sufrimiento en el sacramento de la reconciliación',
me dijo el cura. Pero,
no estaba listo para perdonar. Subí gritando a la habitación y, una vez dentro,
me pregunté que si había gente capaz de, en su sufrimiento, encontrar el amor
de Dios, ¿por qué yo no? Volví a ver al cura para poner todo en manos de Dios.
Le confié mis pecados y el rencor contra mi padre".
"Al terminar
me dio la absolución. Y fue entonces cuando resucité. Fue como si me hubieran
quitado 500 kilos de encima, que ya no me pertenecían. Mi bautismo
me había sumergido en la muerte y la resurrección de Cristo, pero mi verdadera
resurrección se produjo en ese preciso momento. Fue Su misericordia. Sin Él
hubiera cargado con un dolor que me habría matado toda mi vida".
"Experimenté
un Dios que me amaba tal y como era, no como otros querían que fuera. Un Dios
que me aceptaba como su hijo. En este sacramento redescubrí el sabor de una
infancia que no había experimentado, de ser un niño amado, precioso
a los ojos de Dios", cuenta.
Y, a modo de broma, desde el día
de su bautismo, a los 27 años, anunció a sus amigos que sería sacerdote. "Tuve que recorrer un largo camino antes de entrar
en el seminario. Hubo desafíos, y un efecto boomerang en mi fe.
Me sentía abandonado. Sin embargo, me obligué a ir a misa. Me mudé a París para
buscar trabajo, dormí en un centro para personas sin hogar, encontré trabajo en
una funeraria y volví a la normalidad".
Un día, al regresar de una visita
a una cárcel de mujeres, Joseph sintió ante el Santísimo que el Señor le pedía:
"Deja todo y sígueme". "Yo estaba
pensando en casarme y tener hijos, así que tuve que discernir. Hablé de ello
con mi párroco y me propuso ir a varios seminarios, entre los
que muchos no me querían por mis antecedentes. Finalmente entré
en la Casa Saint-Augustin de París", comenta.
El seminario no fue nada fácil,
Joseph tenía que volver a los estudios a sus 44 años. "Acepté
que Dios me llamaba, con la condición de que fuera feliz, perdoné a mi padre,
fui a su tumba, le dije que no toleraba lo que había hecho pero
que siempre seguiría siendo mi padre. Es un gesto que necesitaba
hacer. A través de su perdón, Dios me dio este ministerio, por el que Dios
ahora da su misericordia al resto. No hay nada más hermoso",
comenta el capellán del hospital Lariboisière de París.
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