La castidad y la pureza del corazón tienen un lugar importante en la vida del cristiano. Veamos desde la revelación bíblica por qué guardarla, y cómo practicarla.
Por: Mariano Ruiz Espejo | Fuente: Catholic.net
Para la Iglesia la castidad no es el principal y
primer mandamiento, como es amar a Dios sobre todas las cosas, pero
pronto entendemos que este amor a Dios tiene que ser puro y con todo el
corazón, lo que conlleva una vida de santidad (Levítico 19,1-2; 20,7) de la que
forma parte la pureza de corazón.
Ya desde
la revelación en el monte Sinaí (Éxodo 20,1-21) y en el monte Horeb
(Deuteronomio 5,1-22), Yahvé manda no postrarse
ante imágenes y esculturas, ni codiciar la mujer de tu prójimo… ni su sierva…
ni nada que sea de tu prójimo.
Entre las
enseñanzas del antiguo testamento está que la
impureza causada por flujo se da tanto si el cuerpo deja destilar el flujo como
si lo retiene, es impuro (Levítico 15,3). También
el adulterio fue castigado severamente con la muerte de los dos
adúlteros (Levítico 20,10). Incluso Yahvé mandó
excluir de su presencia a los que en estado de impureza se acercan a las cosas
sagradas que los israelitas consagran a Yahvé (Levítico 22,3).
Este
mandamiento, como todos los demás, no es superior a tus fuerzas, ni está fuera
de tu alcance (Deuteronomio 30,11). Como enseña San Pablo, Dios no permitirá que seáis tentados sobre vuestras
fuerzas (1ª Corintios 10,13). Y pronto llega la promesa: si escuchas los mandamientos de Yahvé tu Dios que te
manda hoy, amando a Yahvé tu Dios, siguiendo sus caminos y guardando sus
mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás (Deuteronomio
30,16).
Una causa
es que el hombre ve las apariencias, pero Yahvé ve el corazón (1º Samuel 16,7).
Y es un consejo bíblico no dar vuestras hijas a
hijos de impureza, ni tomar sus hijas para vuestros hijos (Esdras
9,10-12).
Distintos
Salmos (18,21-25; 24,3-4; 51,12; 63,4; 119,11) nos hacen ver que Yahvé recompensa la rectitud, retribuye la pureza de mis
manos, Dios es puro con el puro y sagaz con el ladino, que el de manos
limpias y puro corazón que no suspira por los ídolos ni jura con engaño subirá
al monte de Yahvé y podrá estar en su santo recinto, que la gracia y el amor de
Dios es mejor que la vida, y que en el corazón guardamos la promesa para no
pecar contra Dios.
Los libros sapienciales aconsejan por encima de todo vigilar tu corazón, porque de él brota la vida (Proverbios 4,23), que vale más ser hombre
paciente que valiente, que es mejor dominarse que conquistar ciudades
(Proverbios 16,32), que toda obra será juzgada por
Dios, también todo lo oculto, a ver si es bueno o malo (Eclesiastés
12,14), entre otras muchas más enseñanzas como no dejarte arrastrar por tus
pasiones, que la sensualidad y la lujuria no se
apoderen de mí, que Dios no me deje caer en
pasiones vergonzosas, que en todas tus obras seas dueño de ti mismo no dejando
manchar tu reputación, y que apartes tus faltas, corrijas tus acciones, y
purifiques tu corazón de todo pecado (Eclesiástico 18,30-32; 23,6;
33,23; 38,10).
Los profetas advierten de que según tu conducta y tus obras te juzgarán (Ezequiel 24,13-14), que de todas las
impurezas y de todas las basuras seremos purificados (Ezequiel 36,25), y
que a disposición de la casa de David y de los habitantes de Jerusalén habrá
una fuente para lavar el pecado y la impureza (Zacarías 13,1), como hay tenemos
en los sacramentos del bautismo y en la confesión de los pecados por voluntad
expresa de Jesús resucitado.
Jesucristo enseñó que son bienaventurados los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios (Mateo 5,8), indicó que del corazón de los hombres salen las intenciones malas,
como las fornicaciones (Mateo 15,19; Marcos 7,15.20-23), señaló que el
repudio a la mujer, excepto en caso de impureza, la hace ser adúltera, y que el que se case con una repudiada, comete adulterio (Mateo
5,32; 19,6.9; Marcos 10,11-12; Lucas 16,18).
Jesucristo
nos dio también el remedio al pecado: “velad y
orad, para que no caigáis en la tentación; que el espíritu está pronto, pero la
carne es débil” (Marcos 14,38), y nos avisa de que debemos cuidar que no se emboten nuestros corazones por el libertinaje, por
la embriaguez y por las preocupaciones de la vida (Lucas 21,34).
San Pedro
aconsejó que seamos sobrios y velemos, pues nuestro
adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar;
debemos resistirle firmes en la fe, sabiendo que nuestros hermanos que están en
el mundo soportan los mismos sufrimientos (1ª Pedro 5,8-9), y San Pablo
aconsejó a los gentiles adheridos a la fe que se
alejen de la fornicación, que cada uno sepa poseer su cuerpo con
santidad y honor, y no dominado por la pasión… pues
no nos llamó Dios a la impureza sino a la santidad… el que desprecia esto, no
desprecia a un hombre, sino a Dios (1ª Tesalonicenses 4,3-5.7-8).
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