No implica caer en una obsesión dañina.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
La salud es un tesoro con el cual podemos hacer tantas cosas: trabajar, estudiar, servir, rezar.
La salud es un tesoro frágil: basta un poco de viento, una comida defectuosa o un virus para que la enfermedad entre con fuerza en la propia vida.
Para proteger la salud, tomamos
precauciones, pedimos ayuda, suplicamos a Dios que nos la conserve o la
devuelva.
La salud, entonces, es también
una tarea. Estamos llamados a protegerla en lo que respecta a nosotros y a
quienes tenemos a nuestro lado.
Trabajar por la salud,
ciertamente, no implica caer en una obsesión dañina que nos impida realizar
obras buenas y correr algunos riesgos al ayudar a otros.
Tenemos salud no como un fin en
sí mismo, sino como un medio para mejor disponer de nuestro cuerpo, nuestra
mente y nuestro corazón para amar y servir.
¿Y qué ocurre
cuando una enfermedad breve o una enfermedad que se hace crónica obstaculizan
nuestros deseos de vivir para los demás?
En muchos casos, la enfermedad
deja espacios para obras de servicio quizá pequeñas, pero no por ello menos
valiosas.
Basta con pensar, con la
tradición de la Iglesia, en lo que significa ofrecer los propios dolores,
unidos a los de Cristo, para el bien de otros (cf. “Catecismo
de la Iglesia Católica”, nn. 1521-1522).
Como reza un himno de la liturgia
de las horas en español, podemos pedirle a Dios fuerza para cuando nos llegue
una enfermedad: “Que, cuando llegue el dolor, que
yo sé que llegará, no se me enturbie el amor, ni se me nuble la paz”.
Dios me concede un nuevo día. Con
la salud recibida podré dedicarme a amar. Con los pequeños sufrimientos que
lleguen me uniré más a Cristo y así colaboraré en la difusión de Su Amor en el
mundo...
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