LA EUCARISTIA Y EL PADRE PIO
El embajador de Francia, Wladimir d’Ormesson, que por los años cincuenta
asistió con su esposa a una Misa del padre Pío, la describe realmente
impresionado:
«A las 6 horas el padre Pío entra en la capilla, la
cabeza cubierta de su capucha de capuchino. Le ayudan dos monaguillos, y se
abre camino con dificultad. Como un murmullo creciente se va alzando de entre
los asistentes, él se vuelve para imponer silencio, sube las gradas del altar,
y descubre su cabeza.
«Jamás en mi vida he asistido a una Misa tan
impresionante. Y tan simple. El padre Pío no cumplía sino los ritos
tradicionales. Pero recitaba los textos litúrgicos con tal nitidez y
convicción, ponía en las invocaciones tal intensidad, y sus gestos, con ser
sobrios, tenían tal grandeza que la Misa venía a ser –lo que es en realidad, y
lo que hemos olvidado demasiado– un acto absolutamente sobrenatural. Elevada la
hostia, alzado el cáliz, el padre Pío se inmovilizaba en la contemplación...
Diez, doce minutos... En medio del gentío, sólo se oía el murmullo de su oración.
Verdaderamente era el intermediario entre los hombres y Dios.
«Mi mujer, que estaba un poco de lado, en el momento
de la consagración veía claramente salir sangre de las palmas de sus manos...
La
estigmatización permanente del padre Pío duró exactamente cincuenta años: de
1918 a 1968. Tres días antes de su muerte, desaparecieron de él completamente
los estigmas.
«Después de la bendición final sobre el pueblo
asistente, se me ocurrió mirar mi reloj, y vi que había durado la Misa
exactamente una hora y cincuenta minutos»
(Yves Chirac, Padre Pio, Perrin, París 1989, 207-209).
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