No podrás subir a las alturas del Reino de los cielos, si antes no pasas como Cristo por el camino de la cruz, del dolor y de la entrega.
Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda |
Subir a la montaña siempre será un reto. Lo saben bien los jóvenes que quieren
subir más y más y hasta llegar a las más altas cumbres, a miles de metros de
altura. Nunca se cansan de subir, de fijarse nuevas metas, de escalar las más
difíciles montañas.
Hoy se nos habla de dos montañas, y de dos ascensiones. La primera montaña o monte Moria, debería ser escalada, Oh
ingratitud, por un anciano y con un cometido definitivamente ingrato: sacrificar al Dios de los cielos al hijo que se le había
concedido en su ancianidad. Se trata de Abraham, un buen viejo, que dejó
su tierra, y su casa y todo lo que tenía, para ir tras un llamado misterioso
del Dios de los cielos. Lo dejó todo, sólo con la esperanza de un hijo para su
ancianidad.
Y cuando el hijo era apenas un muchachito, un adolescente, Dios se lo pide en
sacrificio como hacían algunos pueblos que sacrificaban a su primogénito.
Quienes sean padres sabrán el dolor que aquél hombre llevaba, pero también
podrán aquilatar la fe del anciano que no duda en responder a los planes de su
Dios que le pedía tal atrocidad. Los detalles son sobrecogedores, pero el
resultado es encantador. A punto de sacrificar a su hijo, le es detenida la
mano, pues Dios pudo aquilatar la valentía, la reciedumbre y la fe de Abraham.
Con esto dio una lección viviente a todos los circundantes: a Dios no le agrada
la muerte, Dios no es Dios de muertos, no quiere el sacrificio de ninguno de
sus hijos.
La segunda montaña, es el Tabor. Y debería ser
escalada por un hombre joven, en plenitud de sus facultades y con planes
encantadores. En medio de una planicie maravillosa, se destaca el Tabor, que
aún hoy inspira con su silencio, su belleza, el canto de sus pajarillos y el
colorido de sus flores. Hacia allá fue Jesús con algunos de sus seguidores. No
iba de camping ni de excursión. Iba a la oración, a la alabanza, a hablar a
Dios de los hombres que él se había encontrado en el camino. No era un momento
fácil para él. Había hablado a los hombres sencillos y abiertos de Galilea,
pero ahora había cambiado su auditorio, en Judea y concretamente en Jerusalén.
Ahí había encontrado una franca oposición. No le entendían y no querían
entenderle.
Las multitudes tampoco se fijaban en sus palabras. Querían pan, querían
milagros, querían salud, lo demás no importaba. Jesús se desesperaba, porque
sus mismos discípulos no entendían ni papa de lo que les quería decir Y sobre
todo, ya se apoderaba de su ánimo la proximidad de otra montaña muy temida: el Calvario. Sentía que el cerco se hacía más
estrecho cada día, y sentía ya las pisadas que tendría que realizar, pero ya no
acompañado de los suyos, sino en profunda soledad, y sobre todo cargando una
pesada cruz sobre sus espaldas.
En esas condiciones había subido Jesús al Tabor. Los apóstoles, sus amigos,
eran gente fuerte, de lucha, aguerridos, pero se quedan aparte, quizá
descansando, quizá contemplando el paisaje. Acompañan al Maestro, el hombre
sencillo que les había invitado a seguirle. Era tremendamente cercano a todos
los hombres. Sus palabras eran dulces pero tocaban fibras sensibles del
corazón. Su mirada atraía a las gentes, pero nunca comprendieron su mensaje ni
su persona.
Ahora en la montaña, Jesús se sumerge en profunda oración. Y ahí ocurre algo
extraordinario. Los apóstoles no nos alcanzan a decir con palabras lo que
vieron. Un Jesús transformado, distinto, luminoso, sonriente, fragante. Y junto
a él, aparecen dos personajes muy queridos del pueblo hebreo, Moisés, el gran
profeta, el iluminado, el legislador, y Elías otro profeta que pide respuesta a
la alianza de Dios, que llama a la cordura a la fidelidad, a la alianza, que
pide una respuesta pronta del pueblo hebreo. La conversación entre ellos no nos
fue transmitida. Pedro, uno de los acompañantes de Cristo, balbucea cierta
petición que nos hace pensar que esta fuera de honda. Y luego, las cosas se
sucedieron tan rápidamente, tan vertiginosamente, que aparece una nube sobre la
montaña, que cubre a los tres personajes, y desde dentro de ella una voz
misteriosa, que no era de este mundo: Éste es mi
Hijo amado, escúchenlo.
Pronto la nube se disuelve, el paisaje vuelve a ser el mismo, el silencio es
interrumpido por Cristo que les invita a bajar, a volver a la vida diaria, a
prepararse, pues pronto les esperaría la otra montaña, a donde subiría solo, pues
sus apóstoles le abandonarán en el momento crucial de su vida.
Pareciera que esa ascensión fue un hecho aislado en vida de Jesús. Pero fue
todo lo contrario. Cuando los enemigos les arrebatan al Maestro, cuando le
toman prisionero, cuando los apóstoles corren cobardemente a esconderse, cuando
les llegan noticias de que al Maestro lo han subido en la cruz, cuando el cielo
y toda la ciudad de Jerusalén se estremece ante la muerte de Cristo, cuando a
todos les dan ganas de huir, y ponerse a salvo para no correr la misma suerte
que el Mesías, Pedro y sus compañeros recordarían la visión del Monte Tabor y
sostendrían la fe de sus hermanos los apóstoles y los discípulos de que el
Padre le cumpliría la palabra a Cristo de resucitarlo, de volverlo a la vida y
de hacerlo sentar a su derecha, después de ser probado en la cruz, como el
mismo Abraham y como Isaac fueron probados en la obediencia. A Abraham se le
pidió a su hijo. En la Cruz el Padre lo ofreció a la humanidad, y el Espíritu
Santo lo sostuvo hasta el último momento para que pudiera testimoniar desde el
patíbulo de la cruz, que el amor redime, que el amor salva, que el amor libera
y no es vano.
Ya se estarán preguntando los lectores que me hayan seguido hasta aquí, cuál es
el mensaje para nosotros. Si cada uno de los lectores se decide a volver a leer
personalmente el capítulo noveno de San Marcos, sabrá que cada palabra es un
mensaje. Yo solo haría dos consideraciones.
Primera. Este es mi hijo amado, escúchenlo. Fue
la palabra del Padre, y no fue un consejito piadoso. Es un mandato. En Cristo
encontramos la paz, la salvación, el perdón y el camino de acceso al Padre. Si
la humanidad anda perdida, sin rumbo fijo, como los satélites que el hombre
lanza al espacio y comienzan a deambular eternamente sin rumbo fijo cuando han
perdido su vida útil, es porque no hemos escuchado al Padre.
La segunda consideración. Pedro, en aquella
visión espectacular, quiso hacer una enramada para los invitados de Cristo y
permanecer en aquella visión tan singular. Pero Cristo lo saca de su sueño y lo
invita a bajar con él, para comprometerse con sus hermanos, para alimentarlos,
para darles la vida, para señalarles caminos, para enseñarles a amarse, para
enseñarles en carne propia el amor del Padre y que todos pudieran considerarse
hermanos. No se podían quedar en la montaña, en las alturas, en la ensoñación.
Había que bajar a comprometerse con sus hermanos, con su mundo, con sus
problemas. Es lo que a nosotros nos falta. Sí, nos sentimos más o menos cómodos
en Misa, damos la impresión de que aceptamos la voluntad de Dios. Nos sentamos
para escuchar, nos ponemos de pie para responder, nos arrodillamos para adorar.
Pero ahora nos falta una sola cosa: ir con nuestros
hermanos a comprometernos con sus problemas, con sus aspiraciones, con sus
angustias, con sus frustraciones, para llevarles el mensaje de paz, de
reconciliación fraterna, de solidaridad y de amor de los unos para con los
otros, para decirles a todos que el Padre nos ama y que todos somos hermanos.
No podrás subir a las alturas del Reino de los cielos, si antes no pasas como
Cristo por el camino de la cruz, del dolor y de la entrega.
Pbro. Alberto Ramírez Mozqueda
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