Entre los seres vivos, también cada ser humano influye, en ocasiones seriamente, en el equilibrio del ambiente que nos permite existir.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Cada ser vivo influye, con mayor o menor medida, en el planeta Tierra. Entre
los seres vivos, también cada ser humano influye, en ocasiones seriamente, en
el equilibrio del ambiente que nos permite existir.
No resulta fácil ofrecer
respuestas exhaustivas por la cantidad de aspectos que habría que tener en
cuenta. Estas líneas se fijan en cuatro que merecen una reflexión seria y
equilibrada.
Lo primero que hace falta
recordar es lo siguiente: no todos los seres humanos influyen de igual modo en
el ambiente.
Ello explica que una familia con
6 hijos puede tener un impacto sobre el planeta mucho menor que un soltero sin
hijos, según los estilos de vida que adopten la familia y la persona que vive
sola, respectivamente.
Porque si esa familia numerosa,
por elección o por necesidad, vive con pocos aparatos, con un escaso uso de
electricidad, con una dieta bastante reducida, sin un coche, sin sistemas de
calefacción o de refrigeración, será mucho más “ecológica”
que el individuo que vive sin hijos pero que usa continuamente un jet
particular...
Este primer aspecto pone de
relieve que el punto central no está en el número de hijos, sino en los estilos
de vida que cada uno puede escoger. Desde luego, una familia con muchos hijos y
que adopta un nivel de vida lleno de aparatos y de viajes generará
consecuencias ecológicas de enorme importancia. Pero no sería correcto
considerar a tal familia como irresponsable por tener tantos hijos, sino por la
manera consumística en la que vive...
Tener esto en cuenta no significa
ignorar la importancia de los números. El influjo que tienen en un territorio
100 personas que usan razonablemente de los recursos de nuestro mundo será
siempre menor que lo que generen 1000 personas con un tenor de vida semejante
al de las 100 personas en ese mismo territorio. Lo que se intenta evidenciar es
la complejidad del tema y la importancia de las opciones y comportamientos que
adopten cada individuo y cada familia, para no fijarnos solo en los números.
El segundo aspecto se refiere a
lo difícil que resulta evaluar el impacto que tiene la especie humana en una
perspectiva que tenga en cuenta todo el globo terráqueo. Son tantas las
variables y tantos los aspectos a considerar, que establecer cuál sería el
número total de habitantes que “soporte” la
Tierra resulta prácticamente imposible.
Lo que sí resultaría más
asequible es estudiar el tema en territorios reducidos. Ciertamente, existe el
comercio y muchos alimentos pasan de un continente a otro. Además, durante
siglos cientos y miles de personas, en situaciones de comida o de agua en una
zona concreta, han optado por desplazarse a otros territorios. Pero es obvio
que si en un determinado momento las familias constatan que tener hijos es
condenarlos al hambre y agravar la situación de todo un poblado o una región,
tendrán esto en cuenta a la hora de abrirse o no a la llegada de un nuevo hijo.
Hay un tercer aspecto que tiene
su importancia. Cada ser humano tiene unas características que lo hacen único.
Si no está afectado por graves enfermedades que le impidan una vida normal,
pensará de modo inteligente y tomará decisiones libres.
De esta manera, cada hijo entra
en el mundo con unas posibilidades casi ilimitadas, lo que permitirá que el
quinto hijo de un matrimonio llegue un día a descubrir un nuevo sistema de
producir agua dulce desde el agua del mar. También permitirá, por desgracia,
que otro hijo construya fábricas que contaminen el ambiente, o provoque guerras
en las que se usen armas químicas...
Por eso, a la hora de pensar en
cuántos hijos “debería” tener una pareja no
basta con sopesar en qué influirá este posible nuevo hijo en el ambiente, sino
en las maneras concretas en las que vivirá, maneras que permitirán mejorar las
cosas (si vive ecológicamente) o empeorarlas (si actúa esclavizado por el
consumismo y las ambiciones egoístas).
Un último aspecto a considerar va
más allá de lo simplemente terrestre. Un hijo empieza a existir en la Tierra,
pero está llamado a una vida eterna. Es a la luz de esa vida eterna que cada
existencia tiene un valor incalculable. Sea rico o pobre, sano o enfermo, de
una raza o de otra, su existencia está en relación directa con Dios.
Por eso, optar por no tener hijos
por miedo a que provoquen un posible y no muy claro daño el ambiente es caer en
un reduccionismo que no ve que cada vida vale por sí misma, aunque camine por
una ciudad llena de smog o no consiga los alimentos necesarios para lograr una
dieta equilibrada.
Tener en cuenta estos aspectos
ayuda a reconocer la complejidad de las dimensiones que están en juego. En
cambio, pensar que con menos hijos mejorará la salud del planeta resulta
simplista y, en ocasiones, implica una alianza con mentalidades antinatalistas
denunciadas por el Papa Francisco en la encíclica “Laudato
si'“.
En concreto, y así terminamos estas líneas, son de
especial interés las siguientes reflexiones de la encíclica apenas citada:
“En lugar de resolver los problemas de los pobres y de pensar en un mundo
diferente, algunos atinan sólo a proponer una reducción de la natalidad. No
faltan presiones internacionales a los países en desarrollo, condicionando
ayudas económicas a ciertas políticas de «salud
reproductiva». Pero, «si bien es cierto que la desigual distribución de
la población y de los recursos disponibles crean obstáculos al desarrollo y al
uso sostenible del ambiente, debe reconocerse que el crecimiento demográfico es
plenamente compatible con un desarrollo integral y solidario». Culpar al
aumento de la población y no al consumismo extremo y selectivo de algunos es un
modo de no enfrentar los problemas. Se pretende legitimar así el modelo
distributivo actual, donde una minoría se cree con el derecho de consumir en
una proporción que sería imposible generalizar, porque el planeta no podría ni
siquiera contener los residuos de semejante consumo. Además, sabemos que se
desperdicia aproximadamente un tercio de los alimentos que se producen, y «el alimento que se desecha es como si se robara de la
mesa del pobre». De cualquier manera, es cierto que hay que prestar
atención al desequilibrio en la distribución de la población sobre el
territorio, tanto en el nivel nacional como en el global, porque el aumento del
consumo llevaría a situaciones regionales complejas, por las combinaciones de
problemas ligados a la contaminación ambiental, al transporte, al tratamiento
de residuos, a la pérdida de recursos, a la calidad de vida” (Papa Francisco, Laudato si', n. 50).
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