'El sueño del caballero' (c. 1650, detalle), de Antonio de Pereda, una de las obra maestras de la época que representan la 'vanitas' o vanidad de todo lo mundano. Se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El ángel muestra en la filacteria el lema 'Aeterne pungit, cito volat et occidit [Eternamente hiere, vuela rápido y mata]', mientras vemos sobre la mesa decenas de objetos que simbolizan los bienes mundanos que pasan y nada valen ante la muerte, incluidas la corona de laurel, emblema del poder político, y la tiara pontificia.
La conmemoración
de los fieles difuntos es la ocasión para una reflexión
existencial sobre la muerte.
En la Escritura leemos esta
solemne declaración: «No fue Dios quien hizo la
muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes... Dios creó al hombre
para la inmortalidad; le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia
del diablo entró la muerte en el mundo» (Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24).
Comprendemos de ahí por qué la muerte suscita en nosotros tanta repulsión. El
motivo es que ésta no nos es «natural»;
así como la experimentamos en el presente orden de
las cosas, hay algo ajeno a nuestra naturaleza, fruto de la «envidia del
diablo». Por eso luchamos contra ella con todas nuestras fuerzas.
Este insuprimible rechazo nuestro hacia la muerte es la mejor prueba de que no hemos sido
hechos para ella y de que no puede tener la última palabra. Precisamente sobre
esto nos aseguran las palabras de la primera lectura de la Misa: «Las almas de los justos están en las manos de Dios y no
les alcanzará tormento alguno» (Sabiduría 3, 1).
El temor a la muerte es conflicto en lo más profundo de todo ser
humano. Hay quien ha querido reconducir toda actividad humana al instinto
sexual y explicar todo con él, también el arte y la religión. Pero más poderoso
que el instinto sexual es el del rechazo a la muerte, del que la propia
sexualidad no es sino una manifestación. Si se pudiera oír el grito silencioso
que brota de la humanidad entera, se oiría un bramido tremendo: «¡No quiero morir!».
¿Por qué, entonces,
invitar a los hombres a pensar en la muerte, si ya está tan presente? Es sencillo. Porque nosotros, los hombres, hemos elegido
suprimir el pensamiento de la muerte.
Fingir que no existe, o que existe sólo para los demás, no para nosotros.
Hacemos proyectos, corremos, nos exasperamos por nada, como si en cierto
momento no tuviéramos que dejar todo y partir.
Pero el pensamiento de la muerte
no se deja arrinconar o suprimir con estas pequeñas tretas. Así que no queda
más que reprimirlo o huir de su gravedad con
paliativos. Los hombres nunca han dejado de buscar remedios a la muerte. Uno de
estos se llama la prole:
sobrevivir en los hijos. Otro es la fama. En nuestros días se va difundiendo un
pseudo-remedio: la doctrina de la reencarnación.
La doctrina de la reencarnación
es incompatible con la fe cristiana,
que en su lugar profesa la resurrección de la muerte. «Está
establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio» (Hb
9,27). La forma en que se propone entre nosotros, en Occidente, la
reencarnación es fruto, entre otras cosas, de un gigantesco equívoco. En su
origen la reencarnación no significa un suplemento de vida, sino de sufrimiento; no es motivo de consuelo, sino de terror. Con
ella se viene a decir al hombre: «¡Ten cuidado, que
si haces el mal, tendrás que renacer para expiarlo!». Es como decir a un
encarcelado, al final de su detención, que su pena se ha prolongado y todo debe
empezar de nuevo.
El cristianismo tiene algo bien
distinto que ofrecer sobre el problema de la muerte. Anuncia que «uno ha muerto
por todos», que la muerte ha sido vencida;
ya no es un abismo que engulle todo, sino un puente que lleva a la otra vida,
la de la eternidad.
Y, con todo, reflexionar sobre la muerte hace bien también a los creyentes. Ayuda
sobre todo a vivir mejor. ¿Estás angustiado por problemas, dificultades,
conflictos? Ve hacia delante, contempla estas
cosas como te parecerán en el momento de la muerte y verás cómo se redimensionan. No se cae en
la resignación ni en la inactividad; al contrario, se hacen más cosas y se
hacen mejor, porque se está más sereno y más desprendido. Contando nuestros
días, dice un salmo, se llega «a la sabiduría del
corazón» (Sal 89, 12).
Tomado de Homilética.
Por: Raniero Cantalamessa, OFM Cap
02 noviembre 2023 00:00
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