domingo, 15 de octubre de 2023

TODOS INVITADOS A LA BODA DEL HIJO DEL REY

El banquete de fiesta como una semejanza del Juicio Final

Por: P. Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic.net

1. Lógicamente, después de escuchar el salmo 129 con que hemos comenzado la celebración eucarística: "Si llevas cuenta de los delitos, Señor, quién podrá resistir" tu presencia, hemos reconocido nuestros pecados, poniendo la confianza absoluta en El, "porque de El procede el perdón" y sólo espera que se lo pidamos para perdonarnos y olvidar nuestros pecados como si los arrojara a lo más profundo del océano.

2. Le está llegando la Hora a Jesús. Le quedan pocos días de vida. Tanto en la parábola de los homicidas de la viña del domingo anterior, como en la de hoy, la invitación a la boda rechazada por unos hombres descorteses que se van a sus negocios, como por otros más vengativos y criminales, que ultrajaron a los criados y les mataron, ya profetizó su próxima muerte. Ambas parábolas son proféticas y en ellas Jesús quiere dejarles claro a sus enemigos que les ve venir y que está dispuesto a obedecer la voluntad del Padre, no huyendo de la muerte que ve cercana, sino manteniéndose firme ante el peligro inminente, que, por otra parte desea con anhelo que llegue, pues para esto ha venido.

Las dos parábolas desvelan igualmente el castigo que recibirá Israel: “El rey, montando en cólera, envió sus ejércitos, hizo matar a aquellos asesinos y prendió fuego a la ciudad”. Este anuncio profético se cumplió pavorosamente, en la invasión de Vespasiano y la destrucción de Jerusalén por los ejércitos romanos de Tito.

3. Iluminado Isaías por la intuición profética, describe un cuadro fascinante, en que resplandece en toda su amplitud el universalismo mesiánico. Presenta Isaías a Dios como un gran Rey, que ofrece el banquete de las bodas de su hijo a todas las naciones, en su palacio, en el Monte Sión, situado en Jerusalén, con "Manjares suculentos, enjundiosos, vinos generosos" Isaías 25,6. Se queda corto el profeta, porque no llegó a vislumbrar en toda su realidad espiritual y universal el banquete mesiánico, la Eucaristía, prenda del banquete de la bienaventuranza. ¡Ah! ¡Si nosotros por una gracia especial, pudiéramos atisbar lo que es la Comunión!

La incorporación a Dios, nuestra unidad con El, como la experimentó al comulgar un día Santa Teresa, que se le llenó la boca de sangre viva y caliente. ¡Qué impresión! Con frase lacónica y certera define el Concilio Vaticano II: “La santísima Eucaristía es el centro y cima de la Palabra y de los otros sacramentos” (Decreto Ad gentes). En Roma se está celebrando el Sínodo sobre la Eucaristía, presidido por el Papa Benedicto XVI.

Pidamos a Dios que se estudien y se sepan poner de relieve los regalos admirables de tan gran sacramento para que el pueblo de Dios lo sepa aprovechar, acudiendo, frecuentando, adorando, contemplando, en sentido contrario a lo que han hecho los invitados que dejándose arrastrar por las cosas urgentes, han omitido la más necesaria: “María ha elegido la mejor parte”. “De qué le sirve al hombre al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”.

4. Dios inaugurará con este banquete una era de alegría sin fin. Quitará el velo, signo del luto que pesa sobre los pueblos por la desgracia de su castigo. Dios enjugará las lágrimas de todos los ojos entenebrecidos y aniquilará la muerte, el mal terrible, temido y universal.

Los cananeos que celebraban cada año al comienzo de la primavera la victoria de Baal, dios de las alturas, sobre Mot, dios de la muerte, entendían la inmortalidad, pero no podían entender el grito de la resurrección: "¿Dónde está, muerte, tu victoria?" (1 Cor 15,55). "Muerte, yo seré tu muerte" (Os 13,14).

5. A este festín están invitados todos los pueblos de la tierra. Aquí toma origen la parábola de hoy, que se basa en otra, procedente de la cultura religiosa judía. Jesús conoce la cultura de su pueblo y la utiliza. Del Cántico de la viña de Isaías sacó la parábola del domingo anterior, y hoy, la de la boda del hijo del rey, que tiene este precedente: Murió un publicano rico y fue enterrado con todos los honores. Se declaró luto en la ciudad y acudieron todos a su entierro. Murió también un escriba pobre, pero piadoso, y a su entierro no fue nadie. Y se preguntaban: ¿Dónde está la justicia de Dios que no vela por los suyos y permite que los impíos sean glorificados por todos, mientras que el escriba pobre y piadoso, muere en el anonimato?

La explicación era la siguiente: el publicano rico había hecho una obra buena y, merecía ser recompensado por ella. ¿Cuál? Preparó un banquete e invitó a toda la gente representativa: fariseos, escribas, sacerdotes. Estos no quisieron acudir a la invitación del publicano, para no rebajarse comiendo con él pues era pecador. Ante el desaire a su invitación, el publicano rompió con la aristocracia religiosa y puritana, e invitó a los pobres al banquete para que no se estropease la comida. Con este trasfondo, Jesús crea su parábola, y para poner de relieve la bondad de Dios, compara al rey con este publicano que ofrece el banquete sin distinciones racistas.

Los oyentes, escuchaban complacidos la parábola porque ellos eran los puros que habían rehusado el banquete del publicano; los santos que habían respetado la pureza legal. Pero Jesús, según Lucas, ha terminado de hablar, diciendo: "Os digo que ninguno de aquellos invitados gustará mi cena" (Lc 14,24). ¿Qué ha querido decir Jesús? Mi invitación a entrar en el Reino, a aceptar mi persona y mi mensaje, es la invitación de Dios mismo.

Ninguno de vosotros tendrá parte en el banquete del Reino de los cielos. Mateo 22, 1. Vosotros mismos os habéis autoexcluido. Pero si podéis excluiros, lo que no podéis es impedir que se celebre la boda y que participen los publicanos, pecadores y meretrices, que vagan despreciados por los caminos, pero que han sido capaces de cambiar interiormente.

6. Siempre que Jesús habla de la felicidad eterna del Reino de los cielos, comienza así: El reino de los cielos se parece a..., es decir, nos habla de un parecido, no de la realidad por nuestra incapacidad de entenderla. En la parábola de hoy, el reino de los cielos se parece a una boda, porque en la boda reina la alegría, se estrecha la amistad, en medio de la euforia se inician nuevos amigos, se cierran heridas, hay regalos, flores, coches, baile, trajes lujosos, tocados artísticos, abundancia gratuita, luces, perfumes, belleza, alfombras ornamentales, fiesta. Y, cuando, como en este caso se trata nada menos que la boda del Príncipe, del Hijo del rey, enardece la imaginación para sugerirnos con mayor relieve las bodas del Hijo de Dios con la Iglesia, como camino universal de la entera humanidad, a la que se entrega por amor eterno, universal y para siempre. Y esa boda prefigura y es camino de las bodas eternas del Cordero: “Comed, amigos y bebed, embriagaos, mis queridos” (Cant 5,1).

“Entonces te desposaré conmigo para siempre, en la benignidad y en el amor” (Os 3,21). “Oí una voz como de grandes aguas, que decía: Alegrémonos y gocémonos, porque ha llegado la boda del Cordero, y su Esposa se ha embellecido, y le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura, las buenas obras de los santos. ¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,7).

7. "Cuando el rey entró a saludar a los comensales, en un acto judicial que evoca el juicio final, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta". El vestido de boda significa la acción santificadora de Dios sobre el hombre: "me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo" (Is 61,10), el triunfo de la justicia y la santidad de Dios, participada por el hombre mediante la gracia santificante y la riqueza de los Dones del Espíritu Santo. Y como no llevaba el traje de gala, la gracia, fue excluido del banquete, "atadlo de pies y manos y arrojadlo a las tinieblas exteriores", lejos de Dios, de la luz a las tinieblas, a la gehena del fuego: "Allí será el llanto y el rechinar de dientes".

La invitación al banquete es gratuita, pero su aceptación requiere el vestido que también se da gratis: basta con despojarse de los andrajos del pecado del hombre viejo, en el sacramento de la misericordia y tejerlo con las buenas obras de la conversión: “Por esto quien comiere el pan del Señor o bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese pues el hombre, y entonces coma del pan y beba del cáliz” (1 Cor 11,27).

8. En el Salmo 22, David, que conocía por experiencia su solicitud como pastor por cada una de las ovejas de su rebaño, ha elegido la figura del pastor para significar la acción de Dios en cada hombre y en cada suceso de la historia. Con gran belleza compara a Dios con el pastor que se preocupa de sus ovejas, y les busca y elige los pastos mejores y las conduce a las aguas más frescas, tan codiciadas en las zonas semiesteparias de Palestina, y siente que nada le falta, porque descansa en el oasis buscado y encontrado por El. ¡Qué consolador en medio de la tormenta y de la duda de las horas bajas conocer que tenemos tan buen y gran Dios, que va delante de nosotros, su rebaño escogido y amado y cuidado con tanto cariño!

Participemos con gratitud en el banquete Eucarístico, que "es la mesa que prepara para nosotros la bondad y la misericordia del Señor. Las verdes praderas en que nos hace recostar, y las fuentes tranquilas en las que repara nuestras fuerzas, para seguir caminando, si es preciso, por cañadas oscuras, hasta llegar a habitar en la casa del Señor, por años sin término".

9. Terminemos como hemos comenzado: "Si llevas cuenta de los pecados, Señor, ¿quién podrá resistir" tu juicio?" Pensando esto, a la vez que se cura nuestro orgullo y nuestra suficiencia, no nos deprime la confesión de nuestras debilidades e impotencia y nos cuesta menos abandonar nuestro cuidado entre las azucenas olvidado. Dios no es un ser oscuro, una energía anónima y bruta, un hecho incomprensible. Es una persona que siente, que obra y actúa, ama y participa en la vida de sus criaturas y no es indiferente a sus obras, y menos a sus hijos los hombres. "Es la magnificencia con que el Padre nos provee, conforme a su riqueza en Cristo Jesús" Filipenses 4,12.

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