Razones para la Alegría
Por: José Luis Martín Descalzo | Fuente: Razones
para la Alegría
Supongo que a estas alturas ya nadie duda de que vamos hacia un mundo de
estrecheces. Las vacas gordas pasaron a la historia y parece que para todos
llegó el tiempo de apretarse el cinturón (aunque los pobres se quedaron sin
agujeros que apretar hace mucho tiempo). Primero le llegó el agua al cuello a
las clases medias; hoy, hasta los más derrochones se ven obligados a mirar la
peseta.
¿Es esto una desgracia? Lo es, desde luego, para cuantos pasan hambre. Pero yo me pregunto si unos ciertos grados de estrechez no serán un don para el mundo y no nos empujarán a descubrir todas esas otras fortunas baratísimas que hoy tenemos medio olvidadas.
Porque -aunque de esto apenas se
hable- hay riquezas carísimas y riquezas baratas. Y sería dramático que
mientras la gente se pasa la vida llorando por no poder alcanzar los bienes
caros, se dejasen de cultivador los que tenemos al alcance de la mano.
La más grande y barata de las
riquezas es, por ejemplo, la amistad. Un buen amigo vale más que una mina de
oro. Sentirte comprendido y acompañado es mayor capital que dar la vuelta al
mundo. Un corazón abierto es espectáculo más apasionante que las cataratas del
Niágara. Alguien que nos ayude a sonreír cuando estamos tristes es más sólido
que mil acciones en bolsa. ¡Y qué barato es tener
un buen amigo! Cuesta menos que una caña de cerveza, menos que una barra
de pan. ¡Y es más sabroso! Lo pueden tener
los pobres y los ricos y casi les es más fácil a los primeros. Hay amigos en
todas partes, de todas las edades, de mil ideologías, de muy diversos niveles
culturales. Quién sabe si cuando todos vayamos siendo pobres descubriremos
mejor esa propiedad milagrosa de la amistad con la que no contábamos.
También se puede ser
gratuitamente millonarios de sol, de aire limpio, de paisajes. Hace falta
dinero para hacer un safari por África Central, pero no hace falta una sola
moneda para acariciar la cabeza de un perro y ver cómo levanta hacia nosotros
sus ojos agradecidos. ¿Recuerdan a aquel grupo de
pobres que en "Milagro en Milán" se sentaban cada tarde a disfrutar
del maravilloso y baratísimo espectáculo de una puesta de sol? Jamás
compañía teatral alguna alcanzó mayor belleza, nunca pintor alguno mezcló mejor
los colores. ¿Y quién podría asegurar que una cena
de gala en el Waldorf Astoria produce mayor gozo que una tarde de primavera
bajo la sombra de un sauce?
Y el placer milagroso y
baratísimo de la música. Lo que más agradezco yo a nuestra civilización es esta
posibilidad de que un pequeño aparato de poco más de medio kilo de peso te
conceda algo que hubiera enloquecido a Beethoven: poder disfrutar de todas las
orquestas del mundo con sólo ir movimiento suavemente el mando de una aguja. Lo
que en el siglo XVIII no podían permitirse ni los emperadores lo tengo yo ahora
a diario. ¿Y qué mina de diamantes me haría tan
fabulosamente rico como el poder tener en mi oído y en mi alma el concierto de
violoncelo de Schuman o las vísperas de Monteverdi? No cambiaría yo,
verdaderamente, un pequeño transistor por un palacio en Arabia. Porque aun
cuando la charlatanería está invadiendo a no pocas emisoras, aún queda casi
siempre la posibilidad de encontrar entre ellas la mina de diamantes de una
buena música.
Y ahora pido a mis lectores que
griten unánimes un ¡ooooh! larguísimo porque
aquí llega el supe premio baratísimo de la noche: su majestad el libro, con
cuarenta caballos, carrocería en oro vivo, acelerador del alma, ruedas
irrompibles, cristales de aumento para entender la vida motor multiplicador de
la existencia. Yo me imagino a veces a mi buen amigo Ibáñez Serrador poniendo
entre sus premios media docena de libros de poesía para ver con qué ¡uf! se sentían liberados los concursantes que de tal
nimiedad se librasen. Y, sin embargo, ¿desde cuándo
un coche, un apartamento, una vuelta al mundo, un abrigo de visón pueden
producir la centésima de placer verdaderamente humano que aportaría un solo
buen poema?
Nos han engañado, amigos. Nos han
estafado acostumbrándonos a creer que es el estiércol del dinero y del lujo la
verdadera moneda de la felicidad. Nos han empobrecido diciéndonos que el mundo
sería menos mundo cuando estuvieran más flacas nuestras cuentas en el banco.
Nos han conducido a equivocarnos de piso, a dejar en las arcas del olvido las
riquezas de primera, creyendo que existen sólo las riquezas digestibles. Hay
tesoros baratos y casi nadie lo sabe.
Hay multimillonarios que gastan
la vida en llorar por creerse pobres. Y yo me pregunto si un poco de estrechez
no serviría para abrirnos los ojos. Y, la verdad, no me preocuparía que en el
mundo que viene tuviéramos que apretarnos un poco el cinto a cambio de que
aprendiéramos a estirar el alma.
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